El escritor argentino César Aira gana Premio de Narrativa Manuel Rojas

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El escritor argentino César Aira es el ganador del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2016, reconocimiento que desde 2012 otorga el Consejo de la Cultura con el patrocinio de la Fundación Manuel Rojas.

Su nombre fue anunciado este martes por el ministro de Cultura, Ernesto Ottone, en una ceremonia realizada en la Biblioteca de Santiago.

El ganador es definido por el jurado compuesto por la mexicana Margo Glantz (ganadora del Premio Manuel Rojas 2015), la nicaragüense Gioconda Belli, el mexicano Christopher Domínguez Michael y los chilenos Alvaro Bizama y Poli Délano.

El galardón tiene por objeto resaltar la creación literaria de un autor iberoamericano y lleva el nombre del escritor chileno Manuel Rojas (1896-1973) por ser uno de los más notables e innovadores narradores del país.

Equivale, en el campo de la narrativa, al Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, instituido en 2004 y, al igual que aquel, está dotado de 60 mil dólares (40.296.000 pesos), un diploma y una medalla.

Publicado por Cooperativa

Comunicado oficial del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes  de Chile

• Tras la deliberación unánime del jurado, y continuando con la costumbre del llamado telefónico, esta mañana el Secretario de Estado le informó al autor de “Cómo me hice monja” la decisión del jurado integrado por la nicaragüense Gioconda Belli, los mexicanos Margo Glantz y Christopher Domínguez Michael, y los chilenos Álvaro Bizama y Poli Délano. Al otro lado del teléfono dijo: “Estoy muy sorprendido y feliz”.
• El galardón lo entregará la Presidenta Michelle Bachelet en el Palacio de La Moneda en una fecha convenida entre ambas partes.

Tal como en 2013 lo consiguiera su compatriota Ricardo Piglia (“Blanco nocturno”), esta mañana el Ministro de Cultura, Ernesto Ottone, anunció que el narrador, traductor y ensayista César Aira se convirtió en el segundo argentino en obtener el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, reconocimiento que lleva el nombre del autor de “Hijo de Ladrón” y que desde 2012 entrega el Consejo de la Cultura con el patrocinio de la Fundación Manuel Rojas.

La decisión estuvo a cargo del jurado compuesto por la nicaragüense Gioconda Belli, los mexicanos Margo Glantz (ganadora del Premio Manuel Rojas 2015) y Christopher Domínguez Michael, y los chilenos Álvaro Bizama y Poli Délano, quienes deliberaron esta mañana en la Biblioteca de Santiago. Como consta en el acta: “La asombrosa variedad de su obra, así como la calidad de las novelas y relatos que Aira ha publicado a lo largo de ya varias décadas de incansable labor literaria, lo hacen merecedor del premio”.

Al recibir el llamado con la noticia, realizado por Ottone -quien además ofició como ministro de fe del jurado-, el autor de “Un episodio en la vida de un pinto viajero” y “El mármol” -con más de 70 novelas breves a su haber- se manifestó “muy sorprendido y feliz. Estoy muy agradecido, no tengo más palabras que decir”.

Para el Ministro de Cultura, la elección del argentino “es una muestra más de la prolífera creación literaria de nuestro continente, donde claramente Argentina se luce en todo lo que refiere a las letras y las artes en general. Es también, una señal inequívoca del nexo importante entre Chile y el país vecino, donde Manuel Rojas fue al mismo tiempo un ejemplo vivo de ese flujo permanente entre ambas naciones. Nos alegra seguir diversificando los nombres de este galardón, que nos ha traído a destacados escritores de todo Iberoamérica, para seguir descubriendo los infinitos estilos y lenguajes que conviven en nuestros territorios”

Biografía

César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949, pero desde los 18 años vive en Buenos Aires. Ha dictado cursos en la Universidad de Buenos Aires y en la de Rosario, y ha traducido y editado en Francia, Inglaterra, Italia, Brasil, España, México y Venezuela.
Es uno de los autores más prolíficos de su país, desarrollando una labor literaria que cubre prácticamente todos los campos: traductor, novelista, dramaturgo, periodista y ensayista. La crítica especializada asegura que su obra está marcada por la originalidad, la subversión y la capacidad de sorpresa.

Se caracteriza por la publicación de historias cortas en las que la realidad se ve atravesada por la presencia de lo insólito, donde casi sin notarse lo sorprendente llega a convivir con lo habitual.

Entre sus novelas destaca “Ema, la cautiva” (1981), “Embalse” (1987), “Cumpleaños” (2000), “Parménides” (2006) y “El mármol” (2011).
Quinta versión del premio

El Premio Iberoamericano de Narrativa fue creado en 2012 por acuerdo entre el CNCA y con el patrocinio de la Fundación Manuel Rojas, como parte de los homenajes a los autores que destacan en este género. Es de carácter anual y consiste en una medalla, un diploma firmado por las Presidenta de la República y el Ministro Presidente del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes y 60 mil dólares, lo que lo sitúa como uno de los más relevantes de habla hispana.

El galardón lo entregará la Presidenta Michelle Bachelet en el Palacio de La Moneda en una fecha convenida entre ambas partes.


César Aira: “Soy escritor solamente cuando escribo”

César Aira dice que no es ningún iconoclasta y que le gustan los libros que les gustan a todos: Cervantes, Shakespeare, Baudelaire. Dice que no lee literatura contemporánea, que hay demasiados textos clásicos por leer.

Dice que quería ser narrador, ensayista, poeta como Rimbaud y premio Nobel, pero que en 1967 conoció a Duchamp y con él “la inutilidad de escribir libros”. Sin embargo, dice, es de los raros escritores a los que le gusta escribir y no se ha topado con el problema de la página en blanco. Y es así que escribe unas 300 páginas al año: ha publicado más de noventa libros en todos los formatos, en varias editoriales, pero siempre son libros cortos, concisos, efectivos. “Parece una producción enorme, pero creo que la mitad de esos libros tienen menos de 20 páginas”, dice.

Algunos jóvenes escritores argentinos lo reconocen como la mayor influencia para las más recientes generaciones. Y la leyenda del rock Patti Smith, en su reseña de El cerebro musical (The Musical Brain) dice que Roberto Bolaño era uno de “sus principales partidarios”. Su novela Cómo me hice monja ha salido en varios listados dentro de los diez libros argentinos más importantes de todos los tiempos -aunque quién sabe quién decide estas cosas-, fue becario Guggenheim en 1996 y ha estado en las listas de finalistas de los premios Rómulo Gallegos y Man Booker, y en 2014 ganó en premio francés Roger Caillois.

Los dejamos acá el cuento “El carrito” y, más abajo, un video en el que Aira habla de la influencia de los cuentos de hadas en su obra.

Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.

Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.

En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.

Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.

Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?

Y aún así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.

Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.

El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:

–Yo soy el Mal.

Publicado por Blog Filbo
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