Los viejos del rock

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El lugar es Rock’ol Vuh, el templo del rock en el centro de la capitanía general del cachurequismo. Es sábado por la noche, la prueba de sonido retumba en las arterias de esta catedral, los muros tapizados de desaparecidas leyendas de la escena del rock nacional destilan historias de tiempos que parecen sepultados profundamente en el pasado. Me dilato viendo a la muchedumbre que se ha congregado alrededor de estos dos mitos; se trata de una audiencia mixta compuesta por varias generaciones: abuelos, padres, madres e hijos liban en las mesas desbaratando las normas morales de respeto a los mayores y desdibujando las líneas impuestas por la hipocresía y el decoro cultural de las y los guatemaltecos.

El choque de los cadáveres vacíos de las botellas de chela anuncia una noche que para mis oídos vírgenes de buena música, será memorable. Mientras nos acomodamos en una mesa distanciada pero de frente al escenario con Fernanda, otra adepta al buen sonido y con Elí, el fotógrafo que sugiere que en todo el tiempo en que ha estado en ciudad de Guatemala, nunca ha escuchado buen rock y afirma lapidariamente que este género está casi muerto. Como el cuerpo y la cabeza perforada de Kurt Cobain, el rock en Guatemala es un cadáver.

Para nuestra fortuna nos hemos colocado en la mesa contigua a la fanaticada más longeva de Caballo Loco, quienes brindan al compás de las célebres historias que estos verdaderos abuelos del rock reviven cada vez que se suben al escenario. Se respira una rivalidad sana entre los seguidores de una y otra banda; mientras Carlos Castillo (Cuerpo y Alma) afina su guitarra con un espléndido solo, la mara de la mesa de al lado recuerda que Raúl Maquín (Caballo Loco) revive a Hendrix y a Harrison al hacer de su guitarra otra extensión de su cuerpo.

Ya entonados con unas chelas y alivianados por las dobladas de papa y queso que venden en una de las esquinas del parque San Sebastián, nos aprestamos a hablar con Raúl Maquín que está autografiando un disco de 7 pulgadas (45 RPM) a uno de sus seguidores, al cual le dobla la edad. El emocionado fan nos dice que tuvo que ir de expedición a El Salvador para poder encontrar esta reliquia de Caballo Loco.

De pronto bajan las luces y empieza el toque, Cuerpo y Alma es la designada para prenderle fuego al recinto. Ovaciones y gritos son los que reciben a los tres longevos peludos liderados por Maco Luna (voz y bajo) que le recuerda al público que desde finales de los años sesenta vienen entregándole al rock el cuerpo y el alma.

Súbitamente las notas de los instrumentos se hacen necesarias, la bataca de Julio Luna estalla y el rayo que Maco lanza de su boca es seguido por las palmas que se levantan entre la media penumbra que gobierna el lugar y acompañan a los potentes riffs de guitarra, que son manifiesto del grito aturdido por el guaro de varias generaciones de jóvenes rebeldes. Mientras a nivel del suelo, Maquín el músico parcialmente sordo y ciego de nacimiento, calígrafo y dibujante, deambula entre las sombras que lo detienen para tomarse una foto o pedirle un autógrafo.

Así como arde la barra mientras la mara borracha empieza a cantar el Son-Rock de Cuerpo y Alma, también arde el escenario con esa potencia que parece no necesitar viagra para elevarnos y sacudirnos a todos en el recinto. Fuera de las clásicas canciones de la banda como Sin Camino y Marihuana, hay una que me dejará el ritmo en los pies el resto de mi vida o por lo menos mientras no encuentre un ritmo mejor: Fuego Cruzado es una apología a la paz sinfónica de la guitarra de Carlos, que lucha contra las notas del bajo de Maco por imponerse, un brutal recuerdo de nuestro propio fuego cruzado, de nuestra violenta guerra silenciada, que no reconoce acuerdos de paz ni discursillos banales de cambio.

Ustedes saben cómo es de pisado el sistema. Nos chillaron y cayó la judicial y tuvimos que cambiarnos de casa, así recuerda Maco Luna los sucesos represivos que le dieron nombre a su canción Cambio de Casa y que en las décadas más duras de la guerra civil era el pan de cada día de la mara, de la buena mara de peludos, como insiste Maco, que eran perseguidos por el simple hecho de haber nacido para ser salvajes.

Y así como se pelaban del escenario cuando la represión se presentaba, los tres longevos peludos sin mediar palabra con el público que les aclama y exige “otra rola”, se despiden y le abren paso al impase de mi vida entre uno y otro mito, entre una y otra forma de declarar el rock como forma de vida-rebeldía.

No menos poderosos se suben al escenario los sexagenarios integrantes de Caballo Loco, se presentan con las cuerdas bien estiradas a pesar de cargar con la desaparición física de Marco Tulio Quiñónez (Kráquer), quien en vida fuera fundador de la banda y voz principal junto a Raúl Maquín y Jorge Melgar, otro de los padres de este bastardo rebelde que llamamos rock nacional.

Sin muchas cartas de presentación más que los años guerreando en un país de milpa arrasada y de un trueno solitario que recorre las calles y la escena del rock chapín. Empieza la apabullante señal y las notas pesadas se hacen presentes, estos músicos veteranos se mueven en el escenario como si fueran la reencarnación tropicalona de los íconos anglosajones. Raúl Maquín se desenvuelve como un Eric Clapton, efectivamente como se enorgullecen sus amigos y fanáticos, es un Hendrix que pareciera no saber dónde termina el instrumento y comienza su cuerpo, la luz lo cruza y lo parte en dos, se tira y hace del escenario un rehén de su propia versatilidad artística.

Al finalizar el toque y después de que el público dejara de lado las sillas y remodelara el recinto para poder bailar al ritmo de los covers potentes de Caballo Loco, se acerca Elí y dice sin miramientos: Que buena música, se me hacen a los rockeros de antes; creo que está de más decir que mis oídos vírgenes no volverán a ser los mismos, yo no volveré a ser el mismo. La noche nos retrotrajo a los tres a los años 60s y 70s a las motobombas de la policía y al desalojo de los peludos a manos de la desaparecida judicial de los bares del centro, baluartes de una resistencia, que más que aminorar se fortalece con las nuevas generaciones de peludos y peludas. Y como dijo Neil Young y comprobamos nosotros pese a todos los prejuicios de la música plástica actual: Hey hey, my my/ Rock and roll can never die.

Publicado en La Hora
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