Los 90 años de Blanca Varela

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Por Gloria Ziegler

En la grabación, parece un animal espantado. No hay imagen. Solo su voz. Pero es allí donde se concentra la tensión de todo el cuerpo. En las palabras pausadas, casi temblorosas. Un pudor congelado en el tiempo. Blanca Varela siempre desconfió de los poetas que recitaban en público, aunque hacia el final se animó a hacer algunas lecturas como esta. Y el cuerpo, en el audio de 1997, la delata. Como cada vez que alguien la llamaba poetisa y torcía la boca. Escribió poco. Pero no hizo falta más.

–Su voz es muy original. A veces, me hace pensar que siente como el mugido de las vacas o el ruido de las avispas –dice el artista plástico Fernando de Szyszlo.

Es una mañana de agosto, y ya han pasado siete años desde la muerte de Blanca Varela, pero su exesposo todavía habla de ella en presente. Con una admiración que lo lleva a compararla con D.H. Lawrence. A ella, que confesó que nunca había pensado en publicar. Que escribía porque hay gente que no puede dejar de hacer algunas cosas. Y que, cuando ya había ganado los premios más importantes de la poesía hispanoamericana, dijo que a veces se hacían tonterías. “Y, a veces, poesía. No sé si son lo mismo”. Aunque, entonces, sus palabras ya no habían dejado ileso a nadie.

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Blanca Leonor Varela González nació el 10 de agosto de 1926 en Lima. Los escritores y artistas no eran una excepción en su familia. En el libro “Sigiloso desvelo”, la filóloga y poeta Olga Muñoz Carrasco cuenta que su abuela, Delia Castro Márquez, fue escritora y amiga de Rubén Darío. Su abuelo materno, Nicolás Augusto González, también había sido un autor costumbrista, vinculado al periodismo. Y su propia madre, Esmeralda González Castro –conocida por el seudónimo Serafina Quinteras– fue una reconocida letrista de canciones criollas y poesía festiva.

–No eran gente acomodada. Vivían con mucha dignidad, pero muy ajustadamente –recuerda Szyszlo.

lla misma, a los 15 años, ya había comenzado a trabajar en Radio Nacional, en el radioteatro de las noches.

–Nunca hablaba de su infancia como una época feliz. Pero, claro, ¿quién tiene una infancia feliz? –dice el hombre que vivió con ella más de veinte años.

El padre de Blanca –Alberto Varela– había tenido una relación bastante regular con ella y hasta había incentivado algunas de sus primeras lecturas. Pero no era una figura presente en la vida cotidiana de aquella familia.

Su acercamiento a la poesía había empezado desde niña. Como un juego secreto donde repetía y moldeaba algunas palabras a su antojo. Un ejercicio que, ya en la adolescencia, empezó a alimentarse de preguntas. “Nada ni nadie conseguía aplacar mis temores ni satisfacer mis dudas –explicó durante una conferencia en la Universidad de Texas (Austin), en marzo de 1983–. Entonces opté por responderme a mí misma, buscándole una variación a mi viejo juego: escondiéndome en lo que se podía llamar mi propio discurso, trataba de confundirme con algo o alguien diferente y de hablar con otra voz en la que me esforzaba en no reconocer la mía”.

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“La suya es una obra sin caídas, sin libros a los que hay que leer con condescendencia; desde el primer poemario hasta el último siempre demostró una brillantez, una disconformidad con sus logros y conquistas verbales que es verdaderamente rara en el panorama lírico nacional”, escribe José Carlos Yrigoyen, escritor y crítico literario peruano, cuando se le pide opinar sobre la poesía de Blanca Varela.

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Cuando ingresó a la carrera de Letras, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, todavía no eran muchas las mujeres que seguían sus pasos. Era 1943. Y allí conocería a Sebastián Salazar Bondy. Aquel amigo con el que se acercaría a Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Francisco Bendezú y Raúl Deustua. Y la llevaría a la Peña Pancho Fierro. El mismo que, dos años después, le presentaría a un joven Fernando de Szyszlo.

Desde entonces, comenzaría a compartir lecturas con el artista plástico, escribirían en revistas como “Las Moradas” y –bastante más tarde– en “Amaru”. Pero, sobre todo, se volverían compañeros en el afán de renovar la poesía y el arte peruanos.

En 1949, después de embarcarse a Europa el mismo día de su boda, Fernando de Szyszlo y Blanca Varela llegaron a París. Los esperaban Jorge Eduardo Eielson y José Bresciani, dos de sus amigos más cercanos. Y vivirían, allí, sus años más felices y austeros.

–Teníamos 90 dólares mensuales. Y gastábamos 30 en cigarrillos, otros 30 para la habitación, y lo que nos quedaba era para comer, comprar materiales, libros, ir al cinema… Éramos misios. Tomábamos desayuno tarde, como un desayuno-almuerzo. Pero qué inolvidable la vida en París –recuerda Szyszlo.

Estaban, pues, rodeados de algunos  de los artistas, escritores y pensadores que definirían el futuro de la narrativa, las artes y la poesía latinoamericanas en el siglo XX. En las reuniones del Café Flor, junto al escritor argentino Julio Cortázar, el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, el crítico de arte catalán Josep Palau i Fabre y el mexicano Octavio Paz, hablaban de poesía, de política y de arte con el mismo entusiasmo. Y Blanca Varela escribía poemas como “Puerto Supe”. Los primeros que editaría con el respaldo del escritor mexicano, diez años más tarde.

–El apreció que tomó Octavio por la poesía de Blanca fue inmediato –recuerda el artista plástico peruano de 91 años–. Y nunca conocí a una persona más generosa.

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El Homenaje: la Casa de la Literatura Peruana también ofrece un homenaje a Blanca Varela a través de la exposición “Presentimiento de la luz”

La muestra –inaugurada en el aniversario 90 de su nacimiento– está organizada en cinco secciones que exploran los años de formación de la Generación del 50, la influencia del existencialismo, el proceso creativo y su labor intelectual, así como el dialogo entre la maternidad y su obra.

“El objetivo es acercar al público a su obra, a su sensibilidad y a su visión sobre la vida”, explica Kristel Best, una de las curadoras del proyecto, que contó con la colaboración de la familia Varela, Mariella Agois, Herman Schwarz y Fernando de Szyszlo, entre otros artistas, académicos y personas cercanas a la autora. El trabajo se complementa con la distribución gratuita de su último poemario: “El falso teclado”.

Durante setiembre, además, se realizará el Congreso Internacional de Literatura, dedicado a Blanca y a la Generación del 50. La exposición, asimismo, se podrá visitar hasta diciembre. Va de martes a domingo, de 10 a.m. a 7 p.m., en la Sala de Exposición 1 (Jr. Áncash 207, Centro Histórico de Lima). El ingreso es libre.


La muerte se escribe sola

Por Blanca Varela

La muerte se escribe sola
una raya negra es una raya blanca
el sol es un agujero en el cielo
la plenitud del ojo
fatigado cabrío
aprender a ver en el doblez
entresaca espulga trilla
estrella casa alga
madre madera mar
se escriben solos
en el hollín de la almohada

trozo de pan en el zaguán
abre la puerta
baja la escalera
el corazón se deshoja
la pobre niña sigue encerrada
en la torre de granizo
el oro el violeta el azul
enrejados
no se borran
no se borran
no se borran

Publicado en Poemas del Alma

Morir cada día un poco más

Por Blanca Varela

Morir cada día un poco más
recortarse las uñas
el pelo
los deseos
aprender a pensar en lo pequeño
y en lo inmenso
en las estrellas más lejanas
e inmóviles
en el cielo
manchado como un animal que huye
en el cielo
espantado por mi

Publicado en Poemas del Alma

 

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