Los orígenes del tango: entre el mito y la canonización

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Por Tomás Forster – Nodal Cultura

Contrario al mito y su potente narrativa, que desde la antigüedad supo combinar el despliegue heroico de una historia aleccionadora en torno de las pasiones que envolvían a hombres y dioses por igual tal como sucedía en los poemas homéricos o en las tragedias del teatro griego, el sistema de canonización que establece la modernización capitalista respecto de determinados genios individuales, expresiones artísticas o acontecimientos significativos, optó por una entronización sin claroscuros, purificadora de cualquier origen “maldito” que pudiera generar un contrasentido con los patrones de la clase dominante, o, dicho más sencillamente, con las buenas maneras de la “gente bien”.

El relato oficial respecto del origen del tango se vincula directamente con esta afirmación. Celebrado y aceptado masivamente luego de andar un buen tramo, el tango vivió un recorrido en el que las características que tuvo en sus primeros tiempos quedaron totalmente opacadas por su camino posterior y, más aún, por el imaginario que se instituyó en torno a su génesis para volverlo más edulcorado a la hora de reducirlo a objeto de consumo.

Más allá de la polémica respecto de cuál fue su nacimiento empírico, si fue en una orilla u otra del Río de la Plata, si los primeros sonidos y cortes fueron en alguna calle del sur porteño o en algún recoveco de la ciudad vieja de Montevideo, en estas líneas se pretende indagar en ese tránsito de la vida rioplatense en el que el tango pasó del cabaret a ser universalmente reconocido como una marca identitaria de estas tierras, como antes sucediera con el Gaucho. Suerte de guiños que hacen ciudadanos de otras latitudes a los argentinos y que apenas sirven para hinchar nuestro orgullo nacional tan inestable y ciclotímico.

La referencia al gaucho no es casual. Sabido es que José Hernández tenía la intención de denunciar con su Martín Fierro las penurias que estaba padeciendo este tipo social en los años posteriores a la caída primero de Rosas y luego del frustrado proyecto de la Confederación Argentina que llevó adelante Urquiza tras vencer en Caseros. En esas décadas, marcadas por el ocaso del federalismo, la Guerra de la Triple Infamia contra el Paraguay, los malones del indio y la resistencia final de las montoneras contra el ejército mitrista, el gaucho sufría la conscripción militar y la persecución a sus costumbres juzgadas como bárbaras y atrasadas por la elite dirigente que pretendía estructurar la organización del país en clave de dependencia económica con el imperio británico y de adulación acrítica a la cultura francesa.

Tales eran las motivaciones políticas que tuvo José Hernández al escribir su obra magna, que Jorge Luis Borges, reconociendo las indudables virtudes literarias de Hernández pero ubicado en las antípodas de cualquier rescate de la tradicional federal a la sazón de su conocido antirosismo, afirmó: “Si en lugar de canonizar al Martín Fierro, hubiéramos canonizado al Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”.

Con el paso del tiempo, triunfante el esquema que organizaba el país en torno a la centralidad exportadora de Buenos Aires a través de ese menjunje de ex rosistas renegados y viejos unitarios esclarecidos, que fue el Partido Autonomista Nacional fundado por Alsina y Avellaneda, y luego comandado por Roca, el gaucho real, de carne y hueso, se extinguió porque el trasfondo histórico-material que le daba razón de ser había dejado de existir para siempre. El saladero le daba paso al frigorífico, la gran aldea a la gran urbe. Sólo quedaba una literatura gauchesca creada por hombres de la ciudad que, con sensibilidad romántica, iban a la campaña de cuando en cuando a congraciarse con estos jinetes indómitos, por cierto reacios a aceptar el mando de cualquiera que no tuviera sus mismas aptitudes para la vida en la llanura.

A fines de la década del ´50, pero, sobre todo, desde 1880, se actualiza parcialmente el programa ideado por la  Generación del ´37, con Alberdi y el Sarmiento a la cabeza, y se intensifica el proceso inmigratorio de un modo que modifica sustancialmente la fisonomía social del país al punto que, desde 1857 hasta 1916, ingresan un total de 4.758.729 inmigrantes, en su mayoría venidos de las zonas más pobres de Europea. Si se tiene en cuenta que el primer censo realizado bajo la presidencia de Sarmiento, en 1969, arrojó que la población total era de apenas 1.877.490 habitantes, puede visualizarse aún más claramente la notoria novedad demográfica que imprimieron las constantes oleadas inmigratorias en el aumento poblacional que, según el tercer censo nacional de 1914, llegó a ser en menos de cinco décadas de 7.903.662, notoriamente concentrados en Buenos Aires y su entorno circundante, tal como sucede hasta nuestros días para perjuicio del desarrollo nacional de las diversas regiones e, incluso, afectando la calidad de vida de porteños y bonaerenses.

A medida que se desarrollaba este proceso, la segunda camada de la generación del `80 comenzó a ver con malos ojos a estos recién llegados que predominaban entre la nueva clase obrera y que, descontentos por un sistema político restringido y el régimen latifundista que imponía la oligarquía pampeana enriquecida hasta el paroxismo por la bonanza agroexportadora de esos años, comenzaron a organizarse y a reclamar por sus derechos. Así, el inmigrante “maximalista”, anarquista y luego “bolchevizante”, fue señalado como el demonio de época, una especie de germen extranjerizante en la terminología del nacionalismo conservador que despuntaba con las primeras décadas del siglo veinte como consecuencia de la crisis del liberalismo decimonónico y como reacción frente a las demandas de ampliación de la participación política que encarnó, en su etapa más dinamizadora, el radicalismo liderado por Hipólito Yrigoyen. Y ahí está, como testimonio, la Ley de Residencia promovida por Miguel Cané, en 1902, que permitía expulsar a los inmigrantes sin juicio previo.

En torno al Centenario patrio, la dirigencia política e intelectual revalorizó las costumbres acriolladas, mirando al pasado sin hacer una mínima autocrítica respecto de sus anteriores atropellos en pos de emprender otros nuevos. Leopoldo Lugones, en sus célebres conferencias de 1913 condensadas con el título de El Payador, elevaba al Martín Fierro al sitial de poema nacional por excelencia sirviendo, con esa supuesta reparación, a la misma clase social que anteriormente había exacerbado los problemas del gaucho. Al tiempo que idealizaba a este último, Lugones emprendía sus diatribas contra los inmigrantes y menospreciaba al tango que comenzaba a transformarse con la influencia de los inmigrantes. En famosa definición, lo definía como “Reptil de lupanar”, y sintetizaba así la consideración de las buenas conciencias de ese entonces que veían como insidiosa a esta música y tildaban, de mínima, de vulgares a sus letras que rescataba el babélico idioma de las calles y no el lenguaje lavado de las altas esferas. La vieja-nueva disputa entre alta cultura y cultura popular se reanudaba con una sola y lamentable síntesis a la vista: una naciente cultura de masas que parecía quitar todo sentido trasgresor y genuino a un arte que había nacido clandestino, malevo y compadrito para volverlo políticamente correcto.

Es que si el gaucho se había visto obligado a desensillar para sobrevivir y, con el despliegue de las grandes ciudades de la Pampa Húmeda, devino en orillero, puede trazarse un paralelismo similar entre la milonga y el tango. Este último fue, de cierta manera, la continuación sonora de la milonga, en el paso del payador al cantor de tangos. En el propio periplo de Carlos Gardel se puede observar este trayecto.

El tango, y esto lo aprecia Borges, tuvo un origen emparentado con el del jazz, surgido también en similares “casas malas” ancladas en Nueva Orleans. En ambos, aunque más decisivamente en el jazz claro está, los negros tuvieron mucho que ver con sus respectivos surgimientos. José Gobello recuerda, en su erudita Crónica general del Tango, que “en Buenos Aires se llamó tango, ya a comienzos del siglo diecinueve, a las casas donde los negros realizaban sus bailes”. Y según nos cuenta este conocedor, allá por 1867, “al prohibirse el candombe callejero, los morenos triscan en lugares cerrados y transforman al candombe en un baile de pareja suelta al que llaman tango”. Y agrega que los compadritos se inmiscuían en estos bailes, absorbían aquellos tangos primigenios y los difundían luego donde jugaban de local.

Fue esta una primera etapa más influenciada por la milonga y, al mismo tiempo, por ritmos de raíz afroamericana como el susodicho candombe y la habanera.

Con la llegada del inmigrante, sobre todo de las corrientes italianas con sus exclamaciones de nostalgia quejumbrosa hacia su tierra natal, el tango incorporó ese carácter de “pensamiento triste que se baila”, como lo definiría para la posteridad  Enrique Santos Discépolo. Tal como Borges se encargó de recordar a lo largo de cuatro conferencias que dio sobre el origen del tango y que recientemente se publicaron reunidas en un sólo libro titulado «El Tango», este en su primera etapa era más bien una música alegre y envalentonada, con el aplomo fiero de los orilleros y la presencia de solo tres instrumentos: la flauta, el piano y el violín. La guitarra y, sobre todo, el bandoneón, instrumento originario de Alemania, modificarían su sonoridad en simultáneo con el tono más sentido y profundo que iría tomando a medida que Buenos Aires modernizaba su arquitectura y las antiguas casas criollas, con el zaguán y el patio con su aljibe, comenzaban a rendirse ante la irrupción de los edificios. El tango canción sería el resultado pleno de este derrotero musical gradual vinculado al más general que vivía la Argentina.

En los primeros años del siglo veinte, la mentada vieja guardia comenzó a darle paso a esos nuevos vientos. Para ese entonces, el tango llegaba a París de la mano de nombres como el de Eduardo Arolas, apodado “El tigre del bandoneón”, uno de esos instrumentistas virtuosos y autodidactas formado en la bohemia marginal, y que funcionó como puente entre el tango jovial y compadrito de los primeros tiempos y aquél otro más arrabalero y melancólico que fue emergiendo. De la secta del coraje y el cuchillo, que había iniciado la difícil misión de dar los primeros pasos, al disfrute de las cada vez más voluminosas clases medias que lo comenzaban a bailar en las fiestas de los clubes de barrio cuando inicialmente miraban con gesto inquisidor a los compadritos que practicaban los cortes entre ellos en la puerta de algún almacén atendido por un inmigrante gallego, en una esquina cualquiera del bravo Palermo de Evaristo Carriego.

Así, el tango, más allá de apropiaciones oportunistas, continuaba una historia hecha en sintonía con los vaivenes del país, consolidando una poética envolvente y un sonido enigmático que se iría reinventando en las décadas siguientes de la mano de cantores, bandoneonistas, poetas y compositores geniales que hoy se siguen extrañando. Más allá de toda canonización que convierte a la música más representativa del Río de la Plata en un mero objeto de entretenimiento turístico o en un producto de consumo más, es posible comprender hoy al tango retomando libremente las palabras que dijera el inmortal Aníbal “Pichuco” Troilo: como un lugar al que siempre se vuelve, como se vuelve al barrio de la niñez, para reencontrarse con la esencia propia en este tiempo incierto y nebuloso.

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