Crónica de una artista callejera

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Una colaboración de Lorraine Villegas |Barrancópolis

Años atrás mi forma de trabajo fue subir a cantar a los buses de esta pavimentada ciudad, recuerdo que después de tomar la decisión la noche anterior entre rímel corrido y una situación económica penosa, salí a la mañana siguiente con mi guitarra, bien arregladita para poder causar “una buena impresión” tal cual desempleada ajustándose a los estereotipos de presentación en una sociedad prejuiciosa. Mientras caminaba recuerdo que iba pensando…

¿Y si no la hago?
¿Y si me asaltan?
¿Y si no me dan nada?
¿Y si los choferes no me dejan subirme?
¿Y qué canto?
¿Y si me mira alguien conocido?
¿Y si me caigo en un frenón?

Qué pena, que vergüenza… pero más vergüenza es robar, me decía a mí misma.

Me senté en un parque a componer una canción entre humos y auto-ánimos para poder tocar algo que motivara a las personas a creer que me merecía ese quetzal que me iban a dar, quería ayudar, no solo cantar por cantar, lo que menos quería era que las personas sintieran lástima de mí, así que compuse una canción motivacional, después de practicarla un poco me fui a una esquina y paré un bus…

…pero no me animé a subirme.

Me subí como a la doceava camioneta que pasó, y me enfrenté a un público de caras tipo… bueno, usted ya sabe qué caras ve uno en un autobús urbano, las caras se vuelven más intensas cuando uno habla para que le pongan atención… luego de improvisar un breve speech de consciencia empecé a interpretar mi canción y mientras cantaba, las mismas preguntas anteriores rodeaban mi mente, asaltándome con cierta inseguridad que traté de disimular, mientras las piernas me temblaban pero me hacía creer a mí misma que no se notaba porque el bus se movía, después de esa primera experiencia viví una etapa en donde fui conociendo a otras personas que se dedicaban a lo mismo, a cantar en las camionetas, a interpretar música que proviene de sus emociones, desde sus memorias o covers con los que se identifican. Conocí grandes músicos, grandes personas, grandes maestros, grandes amigos, artistas pero sobre todo, ovejas negras.

El Centro Histórico está inundado de ovejas negras, esos artistas que salieron rebeldes ante la vida, curiosos y ansiosos de experimentar las diferentes formas de expresión, por ende en sus familias a algunos les tienen muchas veces aversión, por su mera capacidad de aventurarse amando lo que hacen, aunque no se trata de lujos ni de bienes materiales extravagantes, la fortuna que la oveja negra persigue, está dentro de sí misma, es este el motor del día a día para seguir exponiendo en donde sea, en un teatro, en una esquina o en una pradera; esta es nuestra verdadera esencia, esa que se deja al descubierto por medio de artes multidisciplinarias. Mi aventura me dio la oportunidad de conocer ovejas negras de diferentes ramas, aunque yo en ese momento solo me dedicara a la música.

A mí solo me gustaba el metal y casi que solo eso quería tocar, de hecho la canción motivacional que escribí, la cual me sirvió todos los días durante 6 años suena como a power metal acústico (tenía que hacer algo alegre ¿no?). Claro, me gustaban otros géneros pero estaba muy cerrada a interpretarlos en mi instrumento, así que también esta etapa de músico callejero me dejó mucho avance y una mente más abierta respecto a lo que la música es y cómo un músico la percibe y ejecuta; cómo la recibo, aprecio, creo y transformo.

Cuando vas caminando por la sexta avenida, frente al Mcdonald´s, llegando a la 11 calle, uno puede encontrarse con unos músicos sentados en la banqueta, interpretando al unísono boleros clásicos con ese vintage que nos gusta para disfrutar de un buen vino bajo una noche estrellada y cálida, la sonora voz de Raysa Morales resonaba y rebotaba con potencial las paredes de esa cuadra, quizá algún día la has visto cantando con su instrumento en algún rincón del Centro Histórico y si nunca la has escuchado ahora tenés la oportunidad de escucharla con su proyecto actual Raysa’n Beans, con ella tocaba Franklin un gran bolerista, romántico de la vida, adorador de la belleza femenina y de su influencia en la música, hasta la fecha, sigue llegando frente a Mcdonald´s, es increíble verle interpretar con su padre en la otra guitarra y su hijo en los coros con las percusiones, a veces si tenía suerte me encontraba a la Trip Chatia, con sus aires anglosajones en ciertas rolas rocanroleras, influencias de sus conocimientos de rock clásico que hacían que me sintiera como en un Woodstock en mis mundos mentales, con esos colochos que emanan libertad entre colores psicodélicos y el pardo de sus ojos, a esta cuata también la podemos escuchar en cualquier rincón de Centroamérica, creo que sus rolas ya peinaron esta faja de tierra.

Los aires nocturnos muchas veces huelen a fiesta, huelen a cumbia callejera, el underground guatemalteco de la vida gitana, vos entrabas a la fiesta y de repente: ¡El Bany! con el Gringo Moco, la Quetzalterca y sus gipsy cumbias en La Maga llegando a la 18 calle, sus poderes reunidos daban vida a “Los Calimoshos” que en las banquetas o en las tarimas que les sirvieron de escenario alrededor del país dejaban bailando como trompos a todos los escuchas, yo no bailaba pero ver a los cuates tan contentos te pone en sintonía definitivamente. Aquellos son viajeros, aventureros, no siempre están en Guate, pero Guate siempre se va con ellos de mochilera.

En los buses conocí a otro guerrero, Ángel, el único zurdo para tocar la guitarra que he visto por esos lares, era interesante ver cómo; cuando no tenía guitarra tomaba la mía y la tocaba al revés, Aquél es una rockola caminante de géneros muy diversos pero entre su repertorio destaca el reggae. A raíz de estas vivencias aprendí a ejecutar otros géneros sin dejar de ser yo y disfruté mucho de la experiencia, aunque por ratos se haya tornado gris, creo que tuve grandes maestros… los ya mencionados.

Si las banquetas de esta ciudad pudiesen hablar, primero nos sacarían la madre por ser tan patrióticamente inconscientes al mear los árboles de los parques, las esquinas y decorarlas con nuestra basura consumista, nuestra basura auditiva y nuestra basura visual, seguido; nos contarían historias increíbles de sobrevivencia, lucha y aprendizaje en donde el actor principal no es necesariamente un canchito con arreglos de cámara para que no se vean sus imperfecciones, aquí los guatemaltecos somos más imperfectos que la misma imperfección y eso es lo que nos hace salirnos “Del´ guacal”.
No importa que sea lo que hagamos, los que trabajamos de maneras honradas y a veces huevudas en este país, sabemos que si no buscamos qué hacer, no habrá pan sobre nuestra mesa.

Los artistas callejeros parecen crecer en número día a día aquí en Guatemala en donde la creatividad aflora entre callejones, humos, copas, conocimiento y soledad… Sí, me atrevo a decir que una oveja negra es un ser capaz de poder convivir entre mucha gente y amar su soledad para sufrir y morir dentro de ella, dejando fluir notas, versos o pinceladas a la luz de una vela, o quizás sentado en una banqueta, un parque o en el último asiento de una camioneta.

Músicos, pintores, poetas, tatuadores, bailarines, actores, dibujantes, artistas plásticos, infinidad de virtuosos caminan alrededor de nosotros guardando dentro de sí, más allá de sus apariencias excéntricas y a veces incomprensibles; un conocimiento que les deja fluir en esta existencia de una manera más digerible pero sobre todo, más libre de expresión; satisfactoria y transcendental para sí mismos.

Los tatuadores también son artistas, aunque algunos no quieran reconocerlo. De hecho conozco a uno muy bueno, Lenin Barrera, quien antes de ser tatuador ya era pintor (de los mejores que he conocido). Un día me dijo que quizá él, era la reencarnación de Da Vinci, entonces recordé sus dibujos y casi le creo, nada cuerdo podés esperar de la boca de un artista de estos niveles, para ellos no hay límites, porque el universo es extenso, como sus mentes, la cordura no existe.

Eso de trabajar en la calle es una elección casi obligada cuando tenés que pagar cuentas y las empresas no te bridan trabajo tan fácil, pero esa historia ya nos la sabemos todos en este país, nada nuevo les estoy contando, a lo que quiero llevarlos es a las experiencias invaluables y los excéntricos personajes que desfilan informalmente en las calles del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala, a quienes vas conociendo en el transcurso de los viajes laborales en las calles.

Recuerdo cuando comencé a conocer al bandón, yo empezaba a caer a la zona 1 más frecuentemente después de las “Guerreadas” (subirse a un bus para tocar guitarra y ganar billete), a los parcheros ya los conocía de algunos años atrás, tiempo antes de empezar a guerrear y pues llegaba con ellos mientras me comía algo para recuperar energía, hacer descansar la voz y seguir el otro turno de la guerreada, desde aquí ya podés empezar a apreciar al movimiento de los artesanos en la ciudad; collares, pulseras, aretes, tejidos en macramé, o moldeados en alpaca, piedras y cristales preciosos que adornan las únicas y radiantes piezas trabajadas por las manos de los parcheros, te invito a que comprobés allí entre el Parque Central y El Portal en la octava calle, los artesanos te podrán mostrar sus piezas, y no creás que están caros en precio, recordá que también es arte.

Allí en el parche es el punto de reunión para varios artistas guatemaltecos, aquí podemos decir muchos que nos conocimos por primera vez, cantantes, pintores, escultores, músicos, poetas, malabaristas, etc. pero no solo guatemaltecos llegan a esta venta callejera de artesanía, también llegan extranjeros que comparten el amor por el arte, por el viaje aventurado y la música.

A Jorge Gorges lo conocí allí en el parche, un pintor nicaragüense que reside en nuestra ciudad por temporadas, un excelente pintor y escritor, poeta de los misticismos de la vida, él ejerce dominio de sus demonios por medio del arte, caminante del Centro Histórico y muchos caminos más que solo él sabrá, vive enamorado de Guate, por eso siempre regresa. Si un día lo ves, saludámelo.

Publicado en La Hora
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