La dureza de ser artesano en Costa Rica
Por Priscilla Gómez – Foto: Albert Marín
«La calle es dura. Durísima. Cuando de pronto se viene el aguacero no queda más que ver para el otro lado”.
Mentiría si negara que la Avenida Central, en San José, poco a poco, ha ido convirtiéndose en un mercado persa, ejecutado sin ningún orden ni dirección. Allí, en territorio de nadie, cada quien pone sus productos a la venta. Alfombras, bolsos, cargadores, peluches, tigres de plástico, “sombrillas a mil”, leggins , medias, …
La oferta es amplia, el espacio no.
Mentiría también, si digo que cuando camino esquivando DVDs, o billeteras de cuero en la avenida, pienso que estas personas estorban. Porque no. En todo caso, entiendo que están ahí porque todos tenemos que comer, cada quien se lo costea a su manera. El punto es que ese desorden siniestro no hace más que estrujarnos en un espacio público, limitar el espacio, y la capacidad para contemplar.
“Nos toca mojarnos. En Costa Rica llueve cada dos días, es una locura. Ya no tenemos las épocas tan definidas, y el clima no siente piedad con los artesanos, ni con nadie. Es su naturaleza. Pero se nos moja todo, y luego nos toca ver que hacemos”.
Quienes caminamos por ahí a menudo, podemos reconocer otro fenómenos en el espacio. Hace un año y medio —aproximadamente—, se establecieron al frente de la Librería Lehmann, artesanos que defienden su vocación por encima de cualquier prejuicio. Algunos días hay 15, otros días hay menos, y otros días más. Ahí el espacio se lo gana quien madruga.
“Pero le voy a decir algo, cuando llueve con viento, es cuando yo si me ‘agüevo’ un poco”, me dice Frank Páez, de 38 años. Páez es uno de los artesanos que labora en ese confinado lugar.
Cuando Páez estaba más joven decidió conocer el mundo: viajó a Nicaragua, El Salvador, y luego llegó a Colombia, donde pudo aprender distintas técnicas para crear sus pulseras, collares, y demás joyerías. Se estableció en América del Sur por un tiempo, hasta que regresó al país.
A su llegada, sin un lugar donde vender, escuchó sobre “una gente que llegaba y se sentaba en el piso a vender sus chunches”.
Esto emocionó a Frank, y decidió echarle un vistazo. Le gustó y ahí se quedó.
“Acá no tenemos campos fijos. Funciona así: llegamos a las 5 a . m. y si a esa hora hay lugar, cada quien se acomoda.
Eso sí, con un poco de modestia para no dejar a los demás sin espacio para vender”, me asegura.
El problema es que, en la selva de cemento, a veces la modestia no sirve de nada.
El director de la Policía Municipal de San José, Marcelo Solano, explica que ese gremio es una nueva generación de artesanos que surgió, y ahora deben hacerse cargo de ellos.
“Hemos conversado con todos. Los he recibido en mi oficina y ahí dialogamos. Lo que queremos es poder darles un acompañamiento interno para que cada uno se convierta en un pequeño emprendedor, y pueda dejar la calle”.
Todo cuenta
Entre estos artesanos, se encuentra Rebeca Brenes, de 30 años.
Antes de trabajar en la avenida, laboraba como recepcionista de una empresa constructora. Pero cuando dejó ese trabajo, tuvo que buscar otra manera para costearse la vida.
“El otro trabajo me daba mucha seguridad. Una oficina, un escritorio, un salario todo los 15. Pero también, en el fondo, supe que así no tenía que ser mi vida”.
Brenes tenía algo de conocimiento con las manualidades, así que comenzó a crear sus pulseras, dijes, llaveros. Y cuando notó que ese espacio en San José le ofrecía un público respetuoso que valoraba su producto, decidió establecerse allí.
“La vida cambia, pero para bien. Ahora soy una persona más ahorrativa porque este trabajo no te asegura nada. Generalmente, logro ahorrar ¢10.000 por día. Esa es mi meta. Así me pago mi apartamento, y mis gustitos”.
Rebeca aprendió además a sobrevivir el día con ¢3.000. Eso es todo lo que necesita para comer y mantenerse hidratada. Sin un jefe que la moleste, sin un uniforme.
“Uno aprende poco a poco a tener otro estilo de vida. Yo no me muero de hambre. Eso sí, tenemos un horario fijo. Yo me levanto todos los días a las 4 a. m. para poder llegar acá a las 5. La gente suele creer que somos unos vagos, pero trabajamos casi 10 horas al día”.
Tuquitos
La ventaja de ese espacio abierto, es que cada quien vende lo que puede. No hay restricciones, y cada artista decide qué presentarles a los compradores.
Por ejemplo, José Antonio Acosta, de 40 años, solía trabajar en construcción, y en su ratos de descanso, vendía cajetas. Ahora hace artesanías con bambú que consigue al frente de su casa.
Otro de ellos, quien también laboró en construcción, es Juan Carlos Córdoba, de 47 años, quien vende figuras en aluminio.
“Yo siento que Costa Rica no sabe muy bien donde posicionarnos. Es decir, no sé que tanto nos apoyan como artistas”, me confiesa.
Entre los artesanos de ese espacio, en particular, hay camaradería y respeto pero, de vez en cuando, se desesperan por el espacio limitado.
‘Wolfgang’ (no me quiso dar su nombre porque alegó que puede correr peligro si lo hace), vende tucos de madera junto a Patricia, conocida como “Pollo”.
“He visto un cambio en San José. Uno que es positivo. Por lo general, no tenemos problemas con la Municipalidad. Sus oficiales vienen, y revisan lo necesario y ya”, dice Patricia, quien también asegura que se ha encargado de contribuir con la limpieza.
“Yo me pongo a caminar detrás de las personas que botan basura, y les explico que ese es nuestro lugar de trabajo. No deberían. Pero veo un progreso enorme”.
Patricia y ‘Wolfgang’ venden tucos de madera. Ambos aseguran que con estos objetos se puede aprender matemáticas, así como ejercitar el cerebro.
“Yo amo los tuquitos. Puedo jugar con ellos todo el tiempo, y los niños, cuando nos ven, se acercan a tocar todo. Es hermoso”, cuenta “Pollo”.
Los tucos cuentan con medidas exactas que sólo ellos, y humanos muy dotados en los números, comprenden. Que la circunferencia, los ángulos, la hipotenusa. Ese es su lenguaje, y se entienden.
Una de las razones por las que estos artesanos se establecieron, específicamente en esa zona, es por el flujo constante de transeúntes, nacionales y extranjeros. Poco a poco, observando y analizando, descubrieron que ese lugar es positivo para el comercio. A pesar de que las condiciones que ofrece la calle, no son las ideales.
Wolfgang, lo explica así:
“Vea para allá, hacia la avenida. Ve toda esa gente. Es que por aquí pasa el mar de la vida”.