Ser gitano en Colombia
La última vez que el gitano Tosa vivió en una gran carpa fue a las faldas del Nevado del Ruiz. Tenía 12 años y en su memoria aún está fresca la imagen de un “caballo flaco y debilucho” que arrastraba un pesado carruaje. Junto con él, se desplazaba todo el clan con sus alfombras, velos, utensilios y demás corotos.
Acompañados por el sonido de las ollas y sartenes de cobre y de las notas de un violín, que rascaba alguno de los “mayores”, la caravana se abría paso lentamente por caminos de herradura. Los “particulares” llevados por la curiosidad –recuerda Tosa– gritaban cada vez que nos veían pasar: “¡Ahí vienen los gitanos!”.
Con permiso previo de las autoridades, “la tribu” se instalaba a unos dos kilómetros del pueblo más cercano. Hasta allí, los hombres vestidos de chaleco oscuro, camisa y pantalón de lino, botas y sombrero acudían a comprar las provisiones. En las mañanas, algunos se dedicaban al chalaneo o doma y venta de caballos. Otros trabajaban en la forja de metales. Las mujeres, por su parte, con sus largos y coloridos vestidos, se ganaban “unos cuantos centavos” leyendo la palma de la mano.
Correrías de varios días y hasta semanas, que en ocasiones despiertan la nostalgia de este manizalita de 61 años, cuyo nombre en español es Hernando Cristo. “Nosotros amábamos vivir a las afueras, en nuestras toldas, a la luz de las velas. Hoy en día, ya nos acostumbramos, como ustedes, a vivir en casas y a subir escaleras”, comenta mientras se dirige a su apartamento en el barrio Galán, occidente de Bogotá.
De padre ruso y madre griega –que huyeron de la Alemania nazi–, este gitano de ojos claros y bigote encanecido es conocido en su comunidad como el ‘Patriarca’. Un jefe de familia o seró rrom, en lengua romaní, al que todos los gitanos llaman ‘Tío’ y al que profesan un gran respeto. Admite que sabe leer, pero no sabe escribir, y que para “defenderse en los negocios” aprendió a hacer las cuentas con sus dedos.
“Nuestra vida era un permanente andar. No estudiamos y eso ahora nos hace sentir arrepentidos”, dice mientras se toma el segundo café de la mañana y enciende su tercer cigarrillo. “Llegábamos a un pueblo o caserío y buscábamos al profesor de la escuela. Estudiábamos uno o dos meses y nuevamente emprendíamos el viaje. Así era imposible aprender”, evoca con un leve gesto de insatisfacción.
Tosa, o el ‘Patriarca’, forma parte de una de las 11 kumpañy o territorios del pueblo rom donde se encuentran ubicados los gitanos en Colombia, grupos familiares a cuya cabeza está siempre el padre y que a lo largo de los años han establecido alianzas para vivir cerca o seguir itinerando. Clanes unidos por la solidaridad y por ese espíritu libre que caracteriza al pueblo gitano.
En Bogotá están ubicados en barrios como Galán –donde viven cerca de 200 gitanos–, Kennedy, Marsella, La Igualdad y Bosa, principalmente. Existen además asentamientos de gitanos en Sahagún y San Pelayo, en Córdoba; Sampués, en Sucre, Sabanalarga, Envigado, Girón, Cúcuta, Tolima y Pasto, único lugar del país donde aún viven en carpas. Según el último censo del Dane, son 4.858 los gitanos que viven en Colombia, aunque para el Proceso Organizativo del Pueblo Rom (Prorom) la cifra ya superó los ocho mil.
Los une la shib rromaní (lengua romaní) o romanés, su lengua materna, aquella que Tosa aprendió de sus mayores solo a la edad de siete años, cuando logró superar su tartamudez. Un hecho que agradece a los viejos que le dieron tabaco para masticar y “aflojar la lengua”. Así aprendió a hablar lo que este artesano y negociante de objetos en cobre llama “la jeringonza”, que todo gitano aprende en el seno de su familia. “No hablar el romanés sería perder gran parte de nuestra cultura”, anota. Con la práctica de su idioma, los gitanos levantan una especie de frontera y demuestran cierto poder cuando están en presencia de un gadzhé o particular, o simplemente un “payo”, como suelen llamar a la persona que no pertenece a su etnia. Un elemento que los revitaliza culturalmente en celebraciones especiales como fiestas, “pedimientos” o pedidas de mano, matrimonios y para administrar justicia.
La ley gitana
Don Hernando o Tosa conforma, desde hace cinco años, junto con otros mayores, la Kriss, tribunal en el que se dirimen los diferentes conflictos de la comunidad y donde se imparte la ley gitana. Un tribunal basado en la tradición oral, en el que no existen los documentos escritos y donde se pone a prueba una de las cosas más sagradas para el pueblo rom: la palabra hablada.
Juicios que bien pueden durar hasta tres o cuatro días y en los que las denuncias más comunes están relacionadas con asuntos de negocios. “Nosotros no nos vamos por las leyes ordinarias ni por las costumbres de ustedes. Ante toda la comunidad damos la cara y tomamos decisiones basados en el conocimiento de los mayores”, asegura.
En la Kriss son frecuentes también las acusaciones a jóvenes que se “vuelan a escondidas”, saltándose la tradición de pedir a la novia en matrimonio. En casos como estos, el pago de una dote (uno o dos millones de pesos) sirven para alivianar la pena y la vergüenza a la que se ve enfrentada la familia de la novia. Una experiencia que no resulta del todo extraña para el propio Patriarca, quien hace más de 20 años se voló con una gitana.
La nueva sangre
Tosa, cuyo nombre evoca a un poderoso gitano norteamericano, luce hoy un sombrero aguadeño, camisa a cuadros, corbata y tirantes de color negro. A los 37 años y después de mucho pensarlo, se casó, o mejor dicho, “se voló” con Nubia Gómez, una gitana cucuteña perteneciente a un clan llamado los Bolochoc, dedicado a la ganadería y la talabartería.
“En ese tiempo, mi papá no quería que nosotras nos casáramos. A todo el que llegaba a pedirnos en matrimonio, él les respondía que no y los muchachos se iban”, comenta Nubia. Solo fue hasta los 30 años, muy por encima de la edad en que las gitanas contraen nupcias, que decidió volarse con Tosa. “Tampoco quería quedarme sola”, afirma.
En su juventud practicaba la quiromancia, un oficio que aprendió de su abuela y que hace más de 10 años decidió echar al olvido. Se convirtió al cristianismo, como lo ha hecho la mayoría del pueblo gitano. “A veces a la gente le salía todo lo que uno le leía, pero eso no era verdad. Era pura psicología”, dice convencida y motivada por algo que ella misma define como “temor a un Dios que no ve con buenos ojos esas cosas de la adivinación”.
Hoy, como toda mujer gitana, se dedica al hogar, a enseñar las costumbres y tradiciones a sus dos hijas y a confeccionar atuendos. Prendas de vivos colores, en una tela liviana y semitransparente, adornadas con pequeñas monedas en un llamado a la abundancia que dan brillo y movimiento a las jóvenes gitanas en sus bailes. “Ahora solo los usamos en ceremonias especiales –comenta–. Antes las casadas usaban una pañoleta; y las que estaban comprometidas, una cinta en su cabeza. Eso ha cambiado”.
Testigos de estos cambios son Verónica y Marcela, las hijas del clan de los Cristo. A sus 24 y 17 años, respectivamente, estas jóvenes rom han tenido que adaptarse a los nuevos tiempos. Ya no usan sus faldas largas con arandelas y estampados, por temor a la burla de los “particulares”. “Cuando íbamos a centros comerciales con nuestros vestidos, los vigilantes nos perseguían y nos sacaban. Hasta de los supermercados nos han echado, pues piensan que vamos a robar”, explica Verónica.
Hablan el romanés y el español, y desde pequeñas, aprendieron los bailes gitanos y a preparar un buen sarmi, plato tradicional de su gastronomía, a base de carne de res y de cerdo, envuelto en repollo y muy condimentado. Estudiaron solo primaria y, “como buenas gitanas”, saben que después de los 15 años deben estar preparadas para el matrimonio.
“Nosotras no trabajamos ni estudiamos. Nos dedicamos al hogar, a cuidar a nuestros hijos y a nuestros esposos”, agrega Marcela, la hija menor de los Cristo. A sus 17 años, sueña con el momento en que un joven gitano haga el ‘pedimiento’ a sus padres y forme su propio hogar. Lamenta no haber estudiado y considera que a su edad ya es demasiado tarde.
Una gitana profesional
Un alto porcentaje de la población rom en Colombia, mayores de 15 años, sabe leer y escribir, a pesar de que según el censo general del 2005, un 71 por ciento de los gitanos en este rango de edad no asisten a ninguna institución educativa.
La excepción a esta regla es Dalila Gómez Baos: mujer rom del clan Mijháis, nacida en el Cauca. Ingeniera industrial de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, con especialización en Gestión y Planificación Urbana Regional. Actualmente está terminando derecho en la Universidad La Gran Colombia. Fue la primera mujer rom en Colombia que obtuvo un título profesional y se ha desempeñado como coordinadora general del Proceso Organizativo del Pueblo Rom en el país. “Ha sido un poco complejo. Al estudiar, la mujer gitana entra en un choque cultural tanto a nivel de la comunidad como externo”, cuenta. Una lucha constante contra la discriminación, que ha despertado envidias aisladas por parte de otras mujeres de su comunidad, así como “casos muy bonitos de niñas de 14, 15 o 16 años que quieren parecerse a mí”, dice.
Para ella, ser gitano es una cuestión de principios y de valores. “Ser lo que uno es y defenderlo hasta la muerte”, afirma. Es lo que el pueblo rom llama “el aquí y el ahora” o ‘kadka tqi akana’, en lengua romaní. “Nosotros –agrega– no vemos el tiempo como lo ven los demás. Para los gitanos no existe el pasado ni tampoco el futuro, tan solo el presente. Un presente extensible, eterno, largo”.