Costa Rica: Tecnologías como dispositivos de integración
En noviembre pasado, el jueves 10 para ser exactos, Aureliano Morales López sintió, a sus 18 años, que los nervios se le mezclaban con la emoción, como un torbellino encerrado en su pecho de piel morena.
En el Teatro Bomberos, del Parque de Diversiones, se sentía lejos de casa. No en un sentido metafórico sino literal: su hogar es Sepecue, en Alta Talamanca, río arriba en el corazón de las montañas cercanas al Caribe sur de nuestro país, muy lejos de la Uruca, donde la espera ponía a prueba su paciencia y sus nervios.
Para llegar a ese momento, a la final del Festival Estudiantil de las Artes (FEA), Aureliano tuvo que recorrer un largo trecho. Montarse en una lancha, navegar las aguas del río Telire, arribar al playón de piedra y barro que hace las veces de muelle en la zona de Suretka, en pleno territorio Bribri, y desde allí iniciar un largo recorrido por carretera hasta llegar, muchas horas y muchos kilómetros más tarde, al centro del país.
Eso, entre otras cosas, es ser indígena en Costa Rica: es vivir no solamente lejos, sino al margen; es caminar más que los demás, tener menos oportunidades y mucho más complicadas de aprovechar, es tener que luchar el doble para lograr lo que se propone.
Aureliano lo hizo: caminó más, aprovechó sus oportunidades, luchó el doble para no sentirse él mismo al margen: Aureliano, de torso fuerte y piernas cortas, de colochos largos amarrados en una cola breve, Aureliano color Talamanca. El muchacho, todavía nervioso mientras espera el turno para mostrar su trabajo, está consciente de su camino.
Ese camino comenzó, estrictamente, a inicios de ese año 2016, cuando a él y sus compañeros del Liceo de Sepecue les propusieron participar en el FEA que, en esa edición, trabajaría bajo la temática de hacer un alto al bullying .
A Aureliano le picaron las manos: quería hacer, en vez de quedarse sentado dejando pasar sus escasos chances. Le picaron las manos porque sabía, en el fondo, que nadie iba a poder hacer un trabajo como el suyo. Sabía, además, que tenía, por fin, las herramientas necesarias a mano.
Fue en el 2015 cuando al cole llegaron, flotando Telire arriba, dichas herramientas. Como si fueran machetes y palas para el mundo contemporáneo: llegaron computadoras disponibles para todos los estudiantes del colegio –los 111 de ellos–, todos ellos nativos y habitantes de una región poco acostumbrada a la tecnología, menos aún a su uso con fines educativos.
Así, a inicios del 2016, Aureliano se puso manos a la obra. Valiéndose de la computadora y de la cámara de su teléfono celular, dio forma a un video que mostraba los efectos negativos del bullying , así como distintas formas aplicadas por sus propios compañeros para contrarrestar esa forma de acoso.
No hizo falta que nadie le enseñara cómo hacerlo. Él mismo, antes, durante y después de clases, valiéndose de las herramientas a mano, filmó, editó y musicalizó el video. El talento estaba en él, pero los recursos tecnológicos le dieron una plataforma para exponerlo.
Esas computadoras no arribaron solas, por supuesto. Llegaron como parte del proyecto Aprendizaje con tecnologías móviles en centros educativos indígenas, de la Fundación Omar Dengo, cuya misión es minimizar la brecha de acceso a recursos educativos y tecnológicos en los territorios de nuestros pueblos autóctonos.
Sepecue adentro
Dejemos a Aureliano donde está, sentado en una silla del Teatro Bomberos, y vayamos a Sepecue.
En Sepecue, el verde se sorprende a sí mismo: hay tantos tonos del color como si de una master palette natural y boscosa se tratara. En Sepecue, hay manchas de capitalismo aquí y allá, ensuciando el paisaje: pulperías, tiendas de ropa de segunda mano, basura ocasional, rótulos de Pilsen e Imperial. En Sepecue, las casas están lejos unas de otras; en Sepecue viven 2.000 personas y estudian, en el colegio, 111 muchachos.
De esos 111, una docena escuchan a la profesora de Tecnología mientras les asigna una tarea. Todos frente a sus computadoras portátiles y valiéndose de la cámara en cada ordenador, los estudiantes deben tomar una fotografía de ellos mismos –literalmente, la instrucción fue “tómense un selfie ”–, insertar la imagen en un documento y escribir un mensaje dedicado a sus madres.
“Recuerden que en nuestra cultura, la tierra es una mujer. Es nuestra madre, y ella siempre será especial para nosotros”, les guía Asiyi Méndez Morales, profesora encargada. Los muchachos atienden las indicaciones con entusiasmo moderado –son adolescentes después de todo–, se distraen, conversan entre ellos, luego vuelven a escribir; en español o en bribri, da lo mismo.
“Trabajo con los grupos mayores, décimo y undécimo, y el uso de la computadora definitivamente ha transformado el interés de los estudiantes, se les nota”, cuenta la profesora. “Los he puesto a trabajar sobre todo con la escritura, porque muchos de ellos van como el pollito picando: una tecla a la vez; ahí van, mejorando poco a poco”.
Desde afuera, puede resultar difícil de comprender el efecto inmediato en una comunidad que puede tener la implementación de tecnologías tan elementales –que solemos dar por descontadas en el centro del país– como los procesadores de texto de una computadora.
Sin embargo, para las poblaciones indígenas –históricamente relegadas en básicamente todos los aspectos de la vida del país– puede marcar una diferencia mayúscula.
Tender una mano
En el 2013, la Fundación Omar Dengo (FOD) encontró una oportunidad para ayudar a, precisamente, marcar esa diferencia. El Banco Mundial había otorgado un dinero al Ministerio de Educación Pública para realizar proyectos pedagógicos con los pueblos indígenas del país; el dinero, sin embargo, había estado inmóvil durante años y de pronto corría el riesgo de ser requerido de vuelta por el banco.
La situación era frustrante: se había definido con claridad el proyecto –llevar equipos tecnológicos para educación a estas poblaciones– y se habían mapeado los centros educativos donde se instalarían esos equipos, pero el MEP no tenía forma de ejecutar esos planes. Ahí fue cuando entró en escena la fundación, que enfocó parte de sus esfuerzos al proyecto.
La movida resultó ser exitosa: actualmente, el esfuerzo conjunto del MEP y la FOD alcanza a 123 centros educativos ubicados en territorios indígenas, y beneficia a 8.166 estudiantes. En algunos centros, el modelo es 1:1 (una computadora por estudiante); en otros, se ofrece un número amplio de ordenadores que se comparten entre los miembros de la población estudiantil. La FOD se encarga del mantenimiento y de la renovación periódica de los equipos; el compromiso con cada institución es permanente: ningún estudiante se queda sin acceso a la tecnología.
Leda Muñoz, directora ejecutiva de la fundación, cuenta que el reto no fue meramente material sino, sobre todo, de implementación.
“Uno de los grandes retos en el uso de la tecnología con los que hemos topado viene desde la misma formación de los docentes. Si el uso de la tecnología no está presente en la formación de los profesores, es muy difícil que ellos estimulen el uso en los estudiantes”, cuenta Muñoz.
Otras dificultades han mermado el alcance del proyecto. La falta de conectividad a Internet en las zonas más alejadas es posiblemente la más urgente, pues entorpece al acceso a la información por parte de estudiantes y profesores por igual.
Pese a estas problemáticas, los efectos del proyecto son palpables, sea en números o en testimonios de sus usuarios. Muñoz resalta el efecto dominó en la comunidad: son los jóvenes quienes enseñan a sus padres a usar una computadora o un teléfono inteligente, por ejemplo.
Formación
El profesor Rodolfo Hernández Romero estuvo ahí desde el principio, cuando la penetración de los teléfonos celulares en la región era mínima, cuando los muchachos se ponían a temblar por tener una computadora enfrente, cuando en el colegio ni siquiera había electricidad.
Es decir, él sabe de primera mano la importancia de la integración de la tecnología en la formación de sus estudiantes.
En sus clases de Estudios Sociales, el uso de la computadora es fundamental; recientemente, también lo es el uso del celular: lo que en el Gran Área Metropolitana es un martirio para profesores que esperan que sus alumnos no se distraigan con el aparato móvil, para Hernández es una herramienta para acercar a sus estudiantes a las historias y personajes que engrosan la materia.
Esa transformación, esa comodidad cada vez mayor con la que los jóvenes se acostumbran al uso de herramientas tecnológicas que hasta hace poco era ajenas a las comunidades indígenas, pavimenta el camino futuro de la población estudiantil.
“El colegio trabaja bajo la consigna de que el estudiante no se acaba con un examen de bachillerato. Buscamos que se visualicen a futuro, y sobre todo en un contexto global. La tecnología acerca la realidad global a la realidad local”, cuenta el profesor.
Al mismo tiempo, esa globalización a la que se exponen los estudiantes presenta retos colaterales pero, al tiempo, muy importantes: sobre todo, la preservación de las culturas autóctonas y ancestrales de los pueblos indígenas.
Para contrarrestar esos riesgos, el colegio asumió el compromiso de brindar una base fuerte en los temas de cultura autóctona, asegurándose de que la tecnología sirva para protegerla y potenciarla: cuanto más sepan los muchachos de dónde provienen, con más cariño protegerán su herencia indígena.
“Queremos que las herramientas que tenemos a mano ahora sirvan para proteger nuestra cultura, no para que se pierda”.
El resultado
Aureliano sigue sentado en las butacas del Teatro Bomberos, esperando su turno. Tal como lo hizo cuando ganó las eliminatorias institucionales, distritales y regionales del FEA.
Ahora, a las puertas de mostrar su obra en la final nacional al mismo tiempo que decenas de otros estudiantes provenientes de zonas mucho menos remotas que Sepecue y con más y mejores oportunidades que sus coterráneos, a Aureliano le brota en el pecho otra sensación además de la ansiedad y los nervios.
De pronto siente orgullo.
Siente que representa a su gente, la gente de piel curtida y manos fuertes, de espaldas laboriosas y dientes límpidos; que representa a sus compañeros, los muchachos que sudan en las aulas calientes del Liceo de Sepecue.
Piensa en su sueño de ser reportero, de seguir creando producciones audiovisuales. Piensa en lo mucho que la tecnología transformó la experiencia colegial para él y para los suyos. Piensa en la oportunidad que tiene ahora de mostrar su video en contra del bullying en la final nacional del Festival Estudiantil de las Artes.
Todavía no sabe que va a ganar. Lo que sí sabe, lo que repetirá muchos meses después cuando un periodista de La Nación lo entreviste, es que en su pueblo, en su gente indígena, hay mucho talento. Lo que falta es apoyo, como el que él recibió en el colegio. “En Talamanca hay todo tipo de talento, pero faltan manos que nos ayuden a salir adelante”.
Publicado en Nación