La resiliencia paisa

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Vivir, escribir, resistir: la resiliencia paisa

En Medellín, colectivos ciudadanos resisten a través de sus oficios, bien sean relacionados con las artes o con otros quehaceres. Pese a que en los sectores medios y altos de la sociedad persiste la estigmatización sobre los jóvenes de bajos recursos (marca que se extiende a las entidades del Estado), los colectivos ciudadanos no pierden su vigor: todo un ejemplo.

Marzo 14 de 2015, sábado, 10:00 a.m. Estoy en medio de mi rutina de ‘mamá-chofer’, llevo a mis niños aquí y allá, a clases extracurriculares. Suena el celular, respondo, grita una voz masculina: me exige que no regrese a Lovaina –donde recién culmino una investigación periodística para el medio alternativo Vivir en El Poblado–, que si lo hago me van a matar, que ya sabe quién es mi esposo y a qué se dedica. Acierta al decir cuántos hijos tengo. Y en el nombre del colegio donde estudian.

Denuncio ante las autoridades. De inmediato, el Estado, la Alcaldía de Medellín, me ofrecen protección. No la acepto por dos motivos: un viejo amigo, quien permaneció intimidado durante años y vio caer a todos sus compañeros de grupo político, me aconseja sin titubear: “Soy el único que sobrevivió. Soy el único que jamás aceptó guardaespaldas”. Pero mi razón esencial es muy otra: la dependencia de un esquema de seguridad amenazaría mi libertad para trabajar, para vivir.

La Unidad Nacional de Protección (UNP) se apersona del asunto; el mismo director, Diego Mora, me llama para indagar sobre mis requerimientos de seguridad. “Distribuyo” a mis hijos (menores de once años) en las casas de familias de amigos que amorosamente los reciben durante algunas semanas.

Me voy, sola, de la ciudad. Desde una finca a pocos kilómetros de Medellín, a punta de WhatsApp y bajo la recomendación de no llamar a diario a mis hijos, continúo con las columnas, afino mis clases para la universidad. No me interesa oír la radio. Soy pésima televidente. Solo leo y escribo: lo que nadie me puede quitar. Por un camino de herradura, a diario salgo a caminar con el perro de los mayordomos. El silencio solo se quiebra con el tas-tas-tas de herraduras sobre el cascajo (¡cuánto envidio a esos jinetes cercanos!).

Entonces: la pesadilla, la de verdad…

Al regresar, cambié mis rutinas de circulación urbana. A regañadientes (esto es: por mis hijos) acepté el Plan Padrino de la Policía, un chaleco antibalas y un celular de la UNP. Durante más de un año, esa institución me sometió una y otra vez a interrogatorios personales y telefónicos que me hacían revivir mis meses de reportería en la Comuna 8 y mantenían fresca la amenaza en mi memoria. En repetidas oportunidades firmé papeles en los cuales reiteraba mi renuncia a cualquier esquema de protección, insistí en que se lo proporcionaran a otros colegas, en el Bajo Cauca o en Urabá, donde los organismos del Estado abandonan a su suerte el ejercicio independiente del periodismo.

En otra ocasión (tras la amenaza al periodista Pascual Gaviria), sin mi consentimiento, la UNP me sacó del aula donde imparto cátedra en la Universidad Eafit para “presentarme” a mi guardaespaldas. De nuevo me negué.

Escribo estas líneas en la conmemoración del tercer aniversario del asesinato de Luis Carlos Cervantes. Desde 2010 estaba amenazado por sus denuncias sobre la corrupción y los nexos de funcionarios locales con bandas criminales en Tarazá. El crimen sigue impune. Coincide con los 18 años de la muerte de Jaime Garzón. Ni la capital, sede de la más poderosa institucionalidad, sirve de escudo.

¿O acaso la institucionalidad es la que nos hace vulnerables?

Y es que insistir en la escritura, abrazar el oficio, ha significado para algunos la posibilidad de reconstruir lo que por cuenta de la violencia fue arrancado o parece perdido:

“Nacemos en el conflicto, sí. Sí y claro que sí porque este tiempo y esta ciudad no admiten fugas. Somos de aquí y de ahora, sin nostalgias paralizantes, convencidos de que las situaciones límites (estas agrias horas asesinas) son la coyuntura justa para la florescencia de un nuevo medio de expresión”, así versaba la declaración de principios que fue el primer editorial de la revista semanal La Hoja, dirigida por Ana María Cano y Héctor Rincón, la cual publicó su primer ejemplar en agosto de 1992.

Dicho medio surgió en los años noventa cuando Medellín parecía inviable, el Patrón parecía haber agazapado a los medellinenses bajo el rótulo de “víctimas”. Fue en la misma época que el presidente César Gaviria creó la Consejería Presidencial para Medellín y su Área Metropolitana, con el fin de activar el diálogo colectivo y recomponer el tejido social, cuyo entramado estaba prácticamente deshecho por cuenta del narcotráfico y su penetración en todas las capas de la sociedad y del Estado. Una Consejería para resistir.

Acciones de ese talante rescataron a la ciudad, permitieron que fuera superior al rótulo de “víctima”, que Medellín mirara hacia el futuro sin detenerse en el hecho victimizante.

Es aquí donde la tradición antioqueña de honra del oficio, de trabajo por los otros, se convierte en una forma de resiliencia.

En 1917, en la revista Colombia, el presidente Carlos E. Restrepo escribió sobre Medellín, su cuna: “La ciudad actúa en nosotros en todo momento y en toda circunstancia: desde que nos levantamos, con el agua escasa o abundante, limpia o desaseada con que nos lavamos, con el reloj público que señala mal o bien la hora de comenzar el trabajo; con el pavimento arreglado o descompuesto que tenemos que pisar al salir de nuestra casa… hasta que nos acostamos, con la luz buena o mala que extinguimos y con el sereno que vigila nuestra propiedad, y vela nuestro sueño”.

Esta evocación obedece a la intención plena del escrito: no plegarse. La ciudad y sus circunstancias están ahí y nosotros con ellas. Si la revista La Hoja se centraba en un discurso basado en “una oposición civil (de civilizada) ante todo este cataclismo (…) y personal: mantener erguida ante la familia y ante todos los núcleos de nuestra influencia pequeña o grande, la bandera de los valores inclaudicables”; hay quienes siguen habitando el Valle de Aburrá con la firme convicción de no bajar la cabeza.

En Medellín, el diálogo social y la participación con aval y apoyo de las administraciones han disminuido dramáticamente en las últimas administraciones. Dicha situación no solo desmotiva a las organizaciones sino que desarticula el tejido social por cuanto plantea una competencia de recursos que hace perder tanto la perspectiva política como el uso de la palabra.

“Medellín no se siente tocada por la situación generada por el posconflicto. La gente piensa que le van a llegar guerrilleros, pero no piensa como sociedad qué quiere dar”, dice el activista social Gerardo Pérez.

Desde la captura del secretario de Seguridad, Gustavo Villegas, hasta el robo del monumento de Atanasio Girardot a plena luz del día, son indicios de que Medellín no está preparada para un reto como el posconflicto. Los ciudadanos pasan a un segundo plano ante la dinámica imperante de “policías y ladrones”.

Así las cosas, la resiliencia y la reconstrucción se hacen más complejas. No es extraño, entonces, el reciente renacimiento de la Consejería Ciudadana.

En lugares como Santo Domingo Savio y varios corregimientos, diversas tribus urbanas y colectivos ciudadanos resisten a través de sus oficios bien sean relacionados con las artes o con otros quehaceres. Pese a que en los sectores medios y altos de la sociedad persiste la estigmatización sobre los jóvenes de bajos recursos (marca que se extiende a las entidades del Estado), los colectivos ciudadanos no pierden su vigor: #NoMatarás, Asociación de Mujeres de las Independencias, SiClas, La Ciudad Verde, Casa Kolacho, Aire Medellín, Ciudadanos por el Aire, La Social, Bicitertulia, Proyecto NN, Defensores Parques Urbanos, Humanese, Confluencia, Morada, Ciudad Frecuencia, Unión entre Comunas, Agroarte, Red de Huerteros, ConVida, 27 M, Red Feminista Antimilitarista, Zoom o el Colectivo de Mujeres de Belén son algunos de ellos.

En una intervención artística de protesta contra la reciente ola de asesinatos en Medellín, cuatro fuentes de la ciudad (Teatro Pablo Tobón Uribe, Parque Bolívar, San Antonio y Pies Descalzos) fueron teñidas con anilina vegetal roja. La reacción inicial de la Alcaldía fue criminalizar a los autores y, después de jugar con varias cifras, aseguró que el costo del lavado de las fuentes sería de 3.070.250 de pesos.

#NoMatarás fue el colectivo que, en menos de 48 horas, recolectó el dinero. Recibieron donaciones de varios lugares del país. Y del mundo. Veintisiete meses después de la amenaza, me contactó un investigador de la Fiscalía 27 Especializada para preguntarme, como cualquier vecino: “¿En qué va lo suyo?”.

Nuestra cita transcurrió en las oficinas de la emisora comercial donde trabajo. Desde el saludo dejó claro que no tenía idea de qué se trataba mi caso y presentó excusas por la ineficiencia de las instituciones del Estado. Le repetí la historia, con menos exactitud por el paso del tiempo, con la desesperanza de las palabras que se saben estériles. El burócrata resumió mi relato en 13 líneas. Firmé una constancia de que el Estado se ha preocupado por mí (¡solo quiero que me dejen tranquila!). No me permitió fotocopiar ni fotografiar el documento. Me entregó un papel con el número de mi caso “para hacerle seguimiento”: 050016000206201512884.

“Si quiere saber más: diríjase al piso 20 de La Alpujarra”, se despidió.

¿En qué va lo mío? El día después de la amenaza, la Fiscalía me informó que la llamada procedía de un celular robado, el mismo que había sido localizado en Barranquilla. Jamás supe ningún detalle adicional.

Ya regresé a la UNP el chaleco antibalas y el celular que jamás usé.

Ni antes ni después de escribir este texto me he asumido como víctima. Me valgo de esta experiencia para entender desde adentro un discurso más amplio: el de la ineficiencia de las instituciones, del Estado que revictimiza cuando acosa (sin ofrecer una ayuda concreta, efectiva) a quien ha padecido un hecho victimizante, cuando convierte el dolor en un asunto burocrático. Cuando el tecnócrata aniquila al ser humano con la casilla chuleada, con el trámite finiquitado.

Continúa el primer editorial de La Hoja: “(…) No nos cayó del cielo un toque de Hada ni recibimos del azar un favor no pedido. Hemos labrado este camino paso a paso, golpe a golpe, como dice el poema (…)”.

¿Por qué como ciudadanos tenemos que entregarles la totalidad de nuestra agenda, pensamientos y capacidad creativa a los victimarios, a los hechos victimizantes?

El trabajo por lo colectivo, en mi caso, el ejercicio del periodismo, es el camino que se labra: la escritura –¡el oficio!– es la resiliencia.

A pesar de la amenaza, la directora de Vivir en El Poblado, María Eugenia Posada, la editora Luz María Montoya y yo decidimos publicar el texto que originó la amenaza: “Prado: una pieza fúnebre”. Lovaina sobrevive a las dinámicas de exclusión y a la acción devastadora del microtráfico. El medio alternativo que publicó la crónica no corrió con la misma suerte: su última edición en papel salió a la calle en febrero de 2017. Como La Hoja, aunque con un estilo distinto, Vivir en El Poblado aguantó hasta el último embate a punta de letras, queriendo ser alternativa. Sin buscar el toque de Hada: ¡siéndolo!

Vivir para escribir. Escribir para resistir.

La escritura como forma de resistencia no es otra cosa que una apuesta por el futuro… aunque a veces parezca imposible.

Publicado en RevistaArcadia

 

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