[LibrosLibres] «Mar de Chukotka» de Jorge Aulicino

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Prólogo (fragmento)
Un canto físico, por Diego Colomba

¿Qué sobrevive de un nombre y un dato numérico exhibidos en estado de ruina? ¿Qué puede hacerse con eso que aún irradia algún sentido? ¿Para el beneficio de quién? Desde el principio, la ironía que pulsa en las páginas de Mar de Chukotka puede subrayar la sonoridad estrafalaria de un nombre y la absurda precisión de unas coordenadas para dar cuenta de lo que puede y no puede la poesía, pura potencia sin poder.

Así las cosas, Mar de Chukotka resulta una zona geográfica cargada de referencias naturales, históricas y sociales y, al mismo tiempo, una porosa zona imaginada por la literatura, la filosofía, el arte y los sueños fallidos de los hombres comunes: en suma, un verdadero reservorio de imágenes —una enciclopedia— que nutre cada uno de los poemas y cohesiona el conjunto. Su estatuto ambiguo se debe entonces a la acción de comportamientos enunciativos divergentes: mientras el yo de los poemas participa del juego de identificaciones que propone cualquier imaginario, su dicción provoca fricciones burlonas o grotescas —incluso pavorosas— que perturban el juego analógico de las imágenes.

La poesía y el mal

A cada paso, nos dice Mar de Chukotka, el mundo descubre su blanco absoluto. Puede reconocerlo el sujeto poético en su propio “fondo” (“donde ni siquiera nuestros instintos están escritos/ y sin embargo fulgura en la consciencia”), en los objetos mundanos (un automóvil, una venda, un jabón) o en las ensoñaciones marítimas de la literatura. Esa “blancura” injuriosa patentiza la misma ausencia de sentido que sufre la escritura poética.

Si “Dios es una política” (del orden), alguien, recién levantado, puede reducir desde una azotea la confusión fenoménica de las aves con la probable “cara de un dios”. La libertad y la proliferación responden, por el contrario, al satanismo: “Por donde el diablo anduvo/ diseminando la arena casi blanca”. Cuando todo reclama un orden, la poesía —a diferencia de la religión— se articula precisamente desarticulando. El malditismo de Mar de Chukotka conecta con ese carácter proliferante y festivo de las imágenes que se desentiende de la idea de Dios y del bien, para convocar lo que sobra de cualquier orden.

El sujeto entiende que existe en él una parte irreductible, una parte soberana que escapa a los límites, a la necesidad: “Lo estrictamente humano es un vacío/ en donde atruena el río”. Esa parte maldita corresponde al juego, el peligro y lo aleatorio. Justamente es libertad lo que le falta a Dios, quien no puede desobedecer el orden que él mismo es y garantiza. Desde la perspectiva humana, sólo Satán es libre: “Por eso he preferido el demonio,/ así sea un demonio blanco en mares cálidos./ Como si hasta allí hubiese navegado el ártico y nosotros detrás”. Ese impulso de libertad es contrario al Bien, que se apoya en el interés común y la consideración del porvenir. Pero la poesía no puede asumir la tarea de ordenar la necesidad colectiva sin volverse panfletaria, ni la de dejarse guiar por una idea de futuro: la divina embriaguez, como el impulso espontáneo de la infancia, se dan por completo en el presente. De este modo, la poesía se desprende de las exigencias de la voluntad, para responder a una sola exigencia íntima, que la vincula a lo que fascina: “Tipos cuyo único vínculo con la nada es la nada (…) Son los mejores cazadores. Ven, a decenas de metros/ y entre el follaje de la nada, lo construido en la nada,/ lo que se mueve en la nada con sangre y pelos./ Seres surgidos de la nada”.

El sujeto deja de funcionar entonces como una garantía de estabilidad: es un cuerpo —y un cuerpo es un mundo— que estalla en individuos más pequeños o se integra alegremente a un individuo más amplio o superior: “El corte inglés, la ingle inflamada,/ son a la vez el interior y el exterior de un cuerpo/ que recorre orbes entremezclados,/ esferas que se disuelven unas en otras”. El poeta es un cuerpo que distribuye gérmenes, “formas de vida” que entran en circulación con otras. Un cuerpo que quiere crear por encima de sí resulta una fuerza irreductible al organismo y su pensamiento, una fuerza irreductible a la conciencia: “Una y otra vez nos fabricamos/ y el espíritu no es nunca el nuestro.” En consecuencia, es el mundo el que se expresa en esta búsqueda corporal y, en ese sentido, la poética de Aulicino resulta materialista.

Textos

[Morse]

Juan Ramón Jiménez, ya no miras a la cara,
el jardín, las fresas, el sol
son tu mundo: habichuelas frescas
en la mesa pulida de la cocina.
Mas tu canon es tu indumentaria.
El traje, la corbata, la barba recortada.
–Todo esto ha estallado en este mundo.
El corte inglés, la ingle inflamada,
son a la vez el interior y el exterior de un cuerpo
que recorre orbes entremezclados,
esferas que se disuelven unas en otras,
calles en las que el crimen no es ya turbio ni enigmático.
La fractura, expuesta.
El locus violento, claro.
La moda, diversas epifanías sonoras
en las que se oyen a la vez
la Lacrimosa del Réquiem, un bolero agonizante,
repiqueteos indescifrables, un tam-tam,
pasos perdidos y algo que gotea
en un gran lugar vacío:
un baño, un mundo abandonado–.

*

¿Cómo no admiraría la humanidad su propio crepúsculo?
Había llegado a la cima de la civilización
el concepto no atenazaba sus sienes
no existía aún la actualidad en el atuendo, el mobiliario.

Esto en la égloga sea incluido: mirás el cuello
de una camisa en una vieja foto y entendés que, donde
cayese la luz, el espacio atemporal inundaba todo
y flotaban todos los sentidos abandonados a su sola inteligencia.
¿Cómo serían oídos los jilgueros en los patios?
Nadie concebiría el trabajo invertido en la oscura chistera.
Ningún indicio de movimiento representaba otra cosa
que no fuera la dinámica de la sombra y la luz,
como en una lentísima máquina transparente.

*

No se repite la frontera,
necesariamente debe renovarse o no sería,
y aunque hay quien prefiere la arboleda, y aun la pérgola,
para establecer su límite, su inenarrable horizonte,
la frontera se corre, deja en las costas
de Chukotka herrajes, autos oxidados,
asientos reventados,
manchas oscuras en la piedra.
Va hacia el norte.
Y se siente otra vez, más allá de ella,
en los hielos, ya no en los exóticos tapices
ni en las silenciosas puntas de las lanzas,
la calma voluptuosa de los dioses.
El Polo como el muslo de la diosa.

*

[Dite]

El mal del mundo no es Satán.
Lo maneja con una inteligencia humana
aprendida en el Cielo, pero no es él.
Deberíamos inquirir sobre sus desafíos,
pero también sobre sus charlas con Dios
en el metrobús, en ese cafecito con sillas
plegables bajo un toldo, donde esta mañana
lloraba una enfermera.

*

…Este descender
sin énfasis particular
ni poniendo en el descenso
un especial contenido:
pasos hacia el sótano;
pasos hacia cierta zona pantanosa
cuando un Támesis se retira;
hacia la caverna de tu desconsuelo
pues uno ha venido a vivir y sabe que larga o corta
la vida no parece justa ni mucha.

Pero también sabe uno que las sombras
son un cuervo, un guía que repite
tus sonidos pero que pareciera
ver más agudamente que vos.
El cuervo ha de decirte: “Hay más”,
en tanto al conocer las sombras
las tuyas mismas conozcas.
Ahí verás que se mueve algo, más pálido
y sin embargo persistente.
El Ártico de vos, tu luz fantasma.

*

[Una pipa africana]

Oscura pero tórrida,
sin dejo de la luz meridiana,
hecha de un material llamado meerschaum
que significa espuma de mar
extraído lejos de la costa
a golpe de pico, ahora negro y marrón,
trabajo humano condensado:
a la vez industria y lejanía,
labrada luego por artesanos que dibujaron ciempiés,
hojas de banano o helechos
en un sueño oscuro poblado de retumbes.

Una que es como se muestra:
objeto y apariencia.

*

[William Carlos Williams]

Soy el intelectual más prestigioso de la cuadra.
Querría tener un De Carlo 1960 para estacionarlo
frente al Hospital de Infecciosos, donde pudiera verlo
desde la ventana trasera de mi departamento,
los asientos atestados de libros y bolsas de suero.

El De Carlo es blanco como la ballena,
como mi heladera.
Todo flota
lejano y fascinante
en esta hermosa ciudad.

*

[Mito IX: La Ruta de la Seda]

Por donde el diablo anduvo
diseminando la arena casi blanca,
las caravanas, con
la seda tejida por gusanos
que debía necesariamente
darle otra consistencia al paisaje.

Y el corazón se vestiría
y sería el vacío la latencia
en el indescifrable vestido,
cuya textura es imposible de pensar.
Era el deseo pasar sin ruido, como la seda,
por la adormecedora noche radiante.
Las caravanas sin embargo llevaban con ellas
la peste del valor, la especia como moneda;
el intercambio sembraba la arena
con la bosta de alelados camellos.

 

Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) es poeta, traductor, crítico literario y periodista.
Publicó, entre otros, los libros de poesía La caída de los cuerpos, Paisaje con autor, Hombres en un restaurante, Almas en movimiento, La línea del coyote, Las Vegas, La luz checoslovaca, La nada, Hostias, Máquina de faro, Cierta dureza en la sintaxis, Libro del engaño y del desengaño y El camino imperial. Escolios. En 2015 publicó El Cairo. En 2016, Corredores en el parque. En 2012 reunió sus trabajos hasta ese año en el volumen Estación Finlandia.
Tradujo poetas italianos, entre ellos Cesare Pavese, Pier Paolo Pasolini y Antonella Anedda. Seleccionó y tradujo con Jorge Salvetti poemas del estadounidense Frederik Seidel. En 2011 apareció su traducción de “Infierno”, de Dante Aligheri. Y en 2015 la traducción de los tres libros de la Comedia. Trabajó en agencias de noticias y revistas. Durante 28 años se desempeñó en el diario Clarín, de Buenos Aires, y fue allí editor jefe –desde 2005 hasta 2012– de la revista de cultura Ñ. Integró el Consejo de Dirección de Diario de Poesía entre 1987 y 1992, actualmente colabora con el Periódico de Poesía de la Universidad de México. Administra el blog de poesía traducida y poesía en castellano Otra Iglesia Es Imposible e integra el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. En 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. Forma parte del staff de nuestro sitio, op.cit.

Publicado por Op.Cit.
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