[LibrosLibres] «La hojarasca» de Gabriel García Márquez

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Por Hernando Valencia Goelkel – para El Colombiano (1955)

La Hojarasca es un desmenuzamiento del tiempo. Asistimos a la lenta descomposición de un pueblo, de un hombre, de un medio. El interés técnico de la obra reside en que dentro de la unidad de tiempo en que se verifica la acción hay una consciente pulverización de cada minuto, de cada hora, de cada mes. Más exactamente, dentro del tiempo novelesco, el autor ha ido deshaciendo minuciosamente, con un encarnizamiento, del tiempo humano. “Entonces el niño vuelve a moverse y hay una nueva transformación en el tiempo. Mientras se mueva algo puede saberse que le tiempo ha transcurrido. Antes no. Antes de que algo se mueva es el tiempo eterno, el sudor, la camisa babeando sobre el pellejo y el muerto insobornable y frío, detrás de su lengua mordida”. Esta disección implacable, casi feroz, magistralmente ejecutada durante casi toda la obra, que apenas cede en los dos últimos capítulos ante cierta descripción un tanto confusa, crea una densidad vital, en donde los personajes hallan completa autenticidad. Al cabo de algunas páginas nos resultan conocidos, nos parecen incorporados a nuestra propia experiencia, a la condición humana en función del instante y de los años. La verdad interior del coronel, del niño, de Meme, del doctor, nos conmoverá probablemente menos si alrededor de todos ellos el novelista no hubiera formado la atmósfera sofocante y acre, cadente y viscosa, de una América cuya dramática tensión apenas empieza a ser descubierta por los americanos (1). “Entonces el alcalde se incorpora, la camisa abierta, sudoroso, enteramente trastornada la expresión. Se acerca a mí congestionado por la exaltación que le produce su propio argumento. -No podemos asegurar que está muerto, mientras no empiece a oler, dice, y acaba de abotonarse la camisa y enciende de nuevo un cigarrillo, el rostro vuelto de nuevo hacia el ataúd, pensando quizás: -Ahora no pueden decir que estoy fuera de la ley”. Pocos pasajes como éste hemos encontrado en nuestra literatura en donde se establezca una tan completa y fuerte unidad entre el ambiente exterior y el análisis con que el hombre aprehende, no solo las cosas, sino también los otros hombres. No hay una sola mención de paisaje, y sin embargo, el paisaje está presente, implícito en el aspecto del funcionario. El sudor, la camisa desabotonada, las mismas intenciones, traen instantáneamente a la mente todo el pueblo de Macondo, las calles reverberantes los 13 muros cocidos por el sol, las siestas calurosas. Nos sentimos lejos de todo costumbrismo, de todo naturalismo tropical, de todo abuso de lo típico, y por ello mismo percibimos la vida, lo intensamente real de Macondo. La percepción nos resulta más fácil, podemos llegar más directamente a los problemas de nuestra condición. G.G.M. ha sabido establecer el equilibrio entre la visión individual y lo social. A través de los personajes, presenciamos la prosperidad y la decadencia de un pueblo, el fenómeno -más actual que nunca- de las bananeras. La Hojarasca nos ofrece el ejemplo de cómo una sensibilidad específicamente colombiana pude manifestarse a través de formas universales de expresión.

Conocemos una novela, aún no publicada, de un joven escritor colombiano, cuyas atmósferas, especialmente al comienzo, tienen semejanza con las de La Hojarasca. La misma descomposición lenta, la misma modorra, los mismos paseos de los niños al río, las mismas reverberaciones implacables de nuestras tierras calientes. Sin embargo GGM no conocía la escribir La Hojarasca la novela del otro, ni el otro conocía al escribir la suya La Hojarasca. No se puede hablar, pues, de “influencia”. Sucede simplemente que cuando se vive en los mismos medios sociales y frente a los mismos paisajes, cuando se tiene más o menos la misma edad y se leen los mismos libros, necesariamente deben de haber similitudes en la expresión, Nuestros críticos deberían prestar mayor atención a ese punto, pues al respecto abundan las interpretaciones equivocadas.


 

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