La lumbre inmóvil
Dos poetas conversan
Por Fernando García Ramírez
Como Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco fue, además de singular poeta, un destacado crítico literario. Comenzó precozmente su carrera en la revista Estaciones de Elías Nandino con la publicación de puntuales reseñas que combinaban –y ese será su sello distintivo– la inteligencia con la erudición, el dato exacto y la pasión. Sí, pasión, porque, según George Steiner, la crítica surge de una deuda de amor.
Con justicia se afirma que José Emilio Pacheco fue el más alto exponente del periodismo cultural mexicano y que su columna (“Simpatías y diferencias”, en la Revista de la Universidad de 1960 a 1963; “Calendario”, en La Cultura en México de 1964 a 1972, e “Inventario”, primero en Diorama de la Cultura de Excélsior de 1973 a 1976, y luego en Proceso de 1976 hasta 2014) en verdad contribuyó a sostener, con rigor e imaginación, el frágil edificio de la cultura nacional.
Semana a semana durante más de cuarenta años, “Inventario” dio cuenta de los sucesos más importantes en el ámbito cultural. No me refiero, por supuesto, a los discursos vacíos de los funcionarios ni a las inauguraciones de edificios o exposiciones, sino a lo esencial: la vida de los libros. “¿De qué debería informar el periodismo cultural? Lo dijo Ezra Pound: la noticia está en el poema, en lo que sucede en el poema […] la verdadera vida literaria sucede en los textos maravillosamente escritos. Pero dar noticia de ese acontecer requiere periodistas que lo vivan, que sepan leer y escribir en ese nivel, con esa animación” (Gabriel Zaid, “Periodismo cultural”, Letras Libres, marzo de 2006).
En los “Inventarios” de Pacheco cabían la crónica, la narración, los diálogos imaginarios, poemas, traducciones, la crítica literaria, todo al servicio del periodismo, es decir, al servicio del lector. (En estos días circula ya en librerías la primera reedición de la monumental antología de Inventario, en tres tomos, en papel más ligero y con un utilísimo índice onomástico.) Material indispensable para todo aquel interesado en la vida cultural en México en los sexenios, para decirlo con Salvador Novo, de López Mateos a Peña Nieto.
La crítica, tal y como la practicó a lo largo de su vida José Emilio Pacheco, fue siempre un acto de amor, de amor al lenguaje en primer lugar, de amor a la literatura, de amor a la imaginación. Después de su comienzo en Estaciones, Pacheco cimentó su prestigio como crítico meticuloso y agudo con la publicación de su Antología del modernismo (unam, 1970). Ahí Pacheco incluyó su primer ensayo, o mejor cabría decir, su primera aproximación a la vida y obra de Ramón López Velarde, “el poeta de nuestra miseria y de nuestra zozobra”.
Marco Antonio Campos reunió, en una pulcra edición, los textos que José Emilio Pacheco dedicó al poeta zacatecano. Dentro de la enorme bibliografía que la obra de López Velarde ha suscitado, La lumbre inmóvil destaca no solamente por la penetración crítica de Pacheco sino por la notable amplitud de sus registros. En esta compilación cabe, como en un inventario, el ensayo crítico (“López Velarde y la posesión por pérdida”, “La patria espeluznante”, “En los cincuenta años de ‘La suave patria’”), la investigación literaria (“Notas sobre una enemistad literaria: Reyes y López Velarde”, “López Velarde, Tablada, González Martínez: hoy es siempre todavía”, “Las alusiones perdidas [para un glosario de López Velarde]”, “Beckett, traductor de López Velarde”), el apunte biográfico (“Un poeta de la ciudad”, “Las prisioneras del Valle de México”, “López Velarde hacia ‘La suave patria’”), la crítica cultural (“La casa de López Velarde”), la ficción (“De los poetas muertos”, que imagina qué habría pasado si López Velarde no hubiera muerto en 1921 a los 33 años) y la poesía (“Ramón López Velarde camina por Chapultepec” y “Caracol”). Este laberinto textual tiene un centro. En él, el poeta Ramón López Velarde y el poeta José Emilio Pacheco se encuentran y se dan la mano: “Nunca habrá nadie / igual que tú, / semejante a ti, / hondo desconocido en tu soledad / pues, como todos, / eres lo que ocultas.”
El asedio crítico de Pacheco a la obra de López Velarde rindió sus frutos sobre todo en dos ensayos: “La posesión por pérdida” y “La patria espeluznante”. Lo sitúa, en primer lugar, como hijo de su tiempo: López Velarde fue un poeta de la Revolución. Del mismo modo que los novelistas de la Revolución (Azuela, Guzmán, Urquiza, Muñoz) no mostraron el lado luminoso sino el lado más oscuro de la gesta social, López Velarde es el poeta que no canta (“a la manera gutural del bajo”) sino que se lamenta de los saldos ominosos de la Revolución. Es, en este sentido, un poeta reaccionario. En términos literarios no forma parte, como otros de sus contemporáneos, de la vanguardia, “se parece más a los poetas del novecientos”. No puede decirse que sea “el último de los modernistas” porque ese título le conviene más a Enrique González Martínez, que lo sobrevivió.
La fama, según Rilke, es una suma de malentendidos. Por ellos se piensa en López Velarde como un poeta popular, como un poeta que cantó a la Revolución. El equívoco inicial lo provocó Álvaro Obregón. José Vasconcelos, entonces secretario de Educación, había corrido a verlo para pedirle apoyo económico para el entierro del joven poeta. En la mano llevaba un ejemplar de El Maestro, la revista del magisterio que circulaba con un gran tiraje, que en sus páginas incluía “La suave patria”. Vasconcelos, para convencer al presidente-general, le leyó el poema. En la siguiente reunión con sus ministros, Obregón repitió el poema de memoria. De ahí nació el equívoco de su fama.
López Velarde es “un poeta de gran complejidad”, “entre los nuestros es el que exige mayor colaboración del lector y conocimiento previo del lenguaje poético”, “es un poeta para poetas”. Borges, que se sabía de memoria “La suave patria”, lo juzgaba muy superior a Leopoldo Lugones.
Esa fama equívoca, que lo ha llevado a ser confundido con un poeta popular, lo quiere ver también como un poeta del “amor amoroso de las parejas pares”, cuando en realidad, como lo muestra Pacheco, “la muerte recorre toda la poesía de López Velarde”. No es un poeta “patriótico”, al contrario, sus poemas “si algo celebran son el erotismo –el uso no biológico de la sexualidad– y la necrofilia”.
López Velarde pasó su breve vida, literalmente, en la zozobra, “dividido entre el falso edén de la vida provinciana durante el porfiriato y el porvenir sin rostro”. Para el poeta la pasión por la mujer se transformó en el mito de la Mujer, “que es todas las mujeres y también el alma del mundo”. La provincia, que López Velarde había perdido al trasladarse con su familia a la capital, la recuperó primero a través de las mujeres provincianas que también se habían mudado a la ciudad y a las cuales no pudo convertir en sus amantes “para no atentar contra la pasión original bajo los estragos de la domesticidad”. La amada, transfigurada, asume entonces “los rasgos de la muerte”. De este modo, López Velarde encarna “la posesión por pérdida, que es el núcleo secreto de su poesía”.
Tras la publicación de La sangre devota en 1916, instalado en la capital del país, “quiso triunfar como todos: abogado, periodista, profesor, político muy cercano al secretario de Gobernación”. Tenía un problema: ¿cómo conciliar esas ocupaciones con su trabajo de poeta? ¿Cómo lograr la respetabilidad si escribía poemas eróticos y, aún más, necrofílicos? Gabriel Zaid, recuerda Pacheco, afirma que “la oscuridad” de la poesía de López Velarde fue una forma de conservar sus trabajos. “La necesidad de discreción lo llevó a hacer lo que nadie había hecho […] forzó el vocabulario modernista hasta hacerlo otra cosa.” Fue en ese periodo que López Velarde escribió Zozobra, El son del corazón y El minutero, “los tres libros supremos de la poesía mexicana entre 1920 y 1932”.
“La suave patria”, cuyo misterio “no se ha agotado y aún invita a toda clase de interpretaciones”, fue el modo que se le ocurrió a López Velarde “para reconciliarse con los vencedores”. En ese poema “los valores morales y estéticos de la sociedad agrícola se instauran contra la civilización urbana”. En otras palabras, reniega del progreso y propone “que la nación regrese a las haciendas patriarcales”. Para López Velarde “la patria es su provincia, la provincia es la tierra y la tierra es la mujer amada”. Todo esto, claro, en el terreno de la imaginación poética. En 1920, con el cuartelazo obregonista, acabaron sus ilusiones. El México que él amaba estaba muriendo. El fracaso de su esperanza, concluye Pacheco, “se liga a la convicción católica de que no hay redención en la tierra”.
En “La suave patria” López Velarde intentó la épica que lo reconciliara con el futuro (con los revolucionarios en el poder), pero en vez de eso escribió un poema íntimo, oscuro, enigmático, más erótico que filial.
López Velarde murió el 19 de junio de 1921. No es posible saber si en el futuro se seguirá leyendo. Eso lo dirá la posteridad, pero la posteridad somos nosotros. La posteridad se construye con lecturas y relecturas y con libros como La lumbre inmóvil, en el que dos poetas se dan la mano y conversan. ¿De qué hablan? De poesía, por supuesto. Desde la eternidad literaria nos contemplan y nos dicen: “Aquí estuvimos, / reemplazando a los muertos, / y seguiremos / en la carne y la sangre / de los que lleguen.” ~