Barrio Malevo

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‘Barrio Malevo’, una obra que huele a tango y a muerte

Por Yhonatan Loaiza Grisales

Aquí, en esta cantina, Carlos Gardel es Dios y sus tangos son los salmos. Aquí se bebe a diario, con los clientes de siempre, los sospechosos habituales, que ahora pueden estar madreándose a gritos y después bailar sin inmutarse sobre los cadáveres anónimos por los que nadie llora.

Este es el Barrio Malevo, un lugar fantasmal en el que todos sus habitantes –que viven como si los persiguiera una bala– se reúnen para celebrar otro aniversario de la muerte del más grande del tango, del Zorzal Criollo, que falleció en Medellín tras el choque de dos aviones.

A esta cantina llega Carlos, un bailarín de tango que solía pasar allí sus años de adolescente y ahora se encuentra con un bar de espectros en el que todos los bebedores tienen su destino marcado. El bailarín es Carlos Ramírez, cuyas anécdotas personales inspiraron esta obra, ‘Barrio Malevo’, un proyecto que lleva más de seis años en fermentación y que por fin verá la luz este primero de agosto, cuando el grupo Quinta Picota lo estrene en la sala La Factoría de L’Explose, en Bogotá.

La pieza es dirigida por Iván Carvajal y cuenta con un elenco de diez actores con una larga trayectoria en la escena colombiana, como Natalia Ramírez, Andrés Estrada, Alexis Rojas, Angélica Martín, Diana Alfonso, Tomás Jaramillo, Julián Mora y Héctor García, que les dan vida a los personajes que habitan esta cantina perdida en el tiempo.

Carvajal cuenta que fue Carlos Ramírez quien prendió el bombillo de la primera idea de la historia, pues quería hacer una obra con sus recuerdos y, sobre todo, actuar en el escenario junto a su hija Natalia, una de las integrantes del grupo. Para construir el texto, Quinta Picota invitó a la antioqueña Verónica Ochoa, una de las voces más originales de la dramaturgia colombiana, que ha creado montajes como ‘Retrato involuntario de Luigi Pirandello, Corruptour’, sobre la muerte de Jaime Garzón, y el ‘Emoteísmo’, junto a Felipe Vergara.

“Contar la historia de Carlos era contar la historia de un periodo de Medellín, de una transformación que hubo en la ciudad que se vivió a través de la propia piel del personaje. Encontramos un lugar común entre Carlos y yo para volver la mirada de nuevo sobre esa ciudad tan compleja, tan llena de amores, de desamores, de bala y de cuchillo, así tal cual como un tango”, explica Ochoa.

Ramírez, en cuyo currículum escénico se destacan varios montajes con el grupo de danza contemporánea L’Explose, recuerda que hace unos años visitó un bar en Medellín en el que solía jugar billar con sus amigos. Allí, en esas épocas de estudio y durante uno de sus chicos de billar, sus compañeros y él vieron que uno de los ‘malevos’, de los pillos que solía visitar el sitio, escuchó un tango y se puso a bailar solo. “Fue muy particular, eso me marcó y cuando decidí bailar tango ese fue el estilo que usé. Y fui a ese mismo lugar para recordar, pero ya no estaba el billar, solo había una cantina más pequeña y ya no existía ese fondo donde estaban las mesas. Yo me senté a tomarme una cerveza y resulté bailando”, recuerda Ramírez.

El bailarín y la dramaturga empezaron a compartir sus experiencias, a recorrer varios lugares de Medellín y a crear la historia sobre una de esas cantinas que tienen clientes regulares, que van todos los días a la misma hora y salen dando tumbos. Ochoa fue afilando un texto que en el 2015 ganó el Premio Distrital de Dramaturgia y que detrás de esos aires costumbristas esconde un juego teatral y sobre todo un análisis doloroso sobre todos los horrores que corroen el alma colombiana.

Con su pluma picante, Ochoa encuentra atajos ingeniosos para contar las particularidades de estos personajes, desde Lourdes, la copera indomable; pasando por Mariana, la metalera que va a la cantina porque se aburrió de los metaleros que “lo tienen chiquito”, hasta Julio, el sicario que habla en un código picaresco y despliega un tradicionalismo rancio en sus diálogos.

Para el director, luego de recibir el texto, el reto fue determinar hacia qué estilo teatral quería enfilar la puesta en escena. “Ahora hemos llegado a entender cómo es la estética y el género de la obra, que son cosas que van de la mano. Hemos decidido que este es un cabaret popular y hacia eso está apuntada la puesta, a tener rasgos del cabaret, rasgos definidos, pero un cabaret que nos pertenece, de los arrabales colombianos, de esa identidad popular nuestra”, explica Carvajal.

Noche de tangos

Además de esos personajes, de esos seres típicos que uno podría encontrarse en cualquier bar de algún barrio popular, también aparece una enigmática dramaturga que escribe sus textos en hojas de papel reciclado y les va contando a los espectadores las historias de los protagonistas… y sus tangos favoritos.

La música popular es fundamental en el montaje. Es una especie de columna vertebral, pues cada tango le pone subtítulos al drama emocional del personaje de turno. Pero en la obra también hay una doble lectura sobre esos temas musicales.
“A mí me gusta muchísimo el tango, pero digamos que es uno de esos amores tóxicos, porque mueve en mí una cosa muy profunda y a la vez tiene esa narrativa medio machista… Por eso digo que es como una relación tóxica, porque me encanta, pero lo que dice me confronta”, dice Ochoa.

El trabajo, de la mano de Ramírez, fue decantar esos amores nocivos y también retratar la importancia cultural del tango en Medellín. Es así como en la cantina hay un altar a Gardel y los clientes se paran de tanto en tanto a hacer coreografías impulsados por esas letras desgarradoras.

Y mientras todos esos personajes pelean, se desahogan, se consuelan, se coquetean y se rechazan, Ramírez sigue su baile personal, desconectado de su entorno, como si fuera el álbum que está girando solitario en el tocadiscos de la cantina.

A su alrededor este pequeño mundo se va resquebrajando, la muerte de los clientes comienza a volverse normal; surgen las historias pesadas, los recuerdos que tienen ecos de la violencia entre liberales y conservadores, pero, como esto es Colombia, podría ser cualquiera de nuestras guerras. Y hasta aparecen señas de que esta es una pesadilla cíclica, sin fin, con referencias muy sutiles al estilo de Luigi Pirandello, un autor que ha influido el estilo de Ochoa, lo que presentó otro reto a la hora del montaje.

“Está presente una extrañeza que se revela sobre el final… Y el paso a paso fue decirnos cómo hacemos que este tejido de la obra, extraño, se convierta sobre el escenario en un tejido legible, interesante, divertido, sorpresivo”, asegura Carvajal.

Y esta cantina seguirá abierta, este ‘Barrio Malevo’ seguirá vivo y estos personajes, sin importar su destino, seguirán cantando los tangos con la emoción en la garganta. Porque si no es con emoción, ¿para qué cantar un tango?

El Tiempo

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