La resistencia de la cueca chora

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La resistencia de la cueca chora

No nació como un local cualquiera, sino como una casa que se amanecía en la música. En plena época del toque de queda.

Por Leo Marcazzolo

La bohemia porteña se retuerce y agoniza en la respiración de sus últimos representantes. Quedan pocos y un puñado se reúne cada domingo tras el bolero, la cueca chora y la pílsener en un espacio cultural oculto que se conoce como la Isla de la Fantasía. Si la Isla de la Fantasía pudiese concretizarse en una imagen, sería la de una extensa casa de adobe, invadida por el sol pálido del mediodía, interrumpida por baches y peñascos, dentro de un patio de medialuna, con un parrón sin uvas y una tarima de madera que funciona como escenario. En medio del baile y la orquesta, hay una larga escalera de fierro que el propio dueño de casa diseñó para mirar el cielo. Se llamaba Benito Núñez, y desde antes de los 60 comenzó a ser conocido como uno de los mejores cuequeros del Puerto.

Murió el 22 de octubre de 2013, pero su espíritu sigue allí. Sus innumerables retratos y objetos definen su identidad compleja. Sofás de felpa roída en medio de las mesas, muñecas colgando sin cabeza en la parra, y proas de barco, mutiladas, entre las malezas. Sus sobrinos y sobrinas, que son los que abren (únicamente los domingos, por respeto a los vecinos), comentan que hasta el olor de la cazuela lo evoca. “El guitarreo de mi tío aún se escucha”, cuenta María Núñez, su sobrina. Las voces guturales, el ruido de las guitarras, el acordeón, los zapateos y los graznidos también lo evocan. Eso, mientras perros y gatos, con sus respectivos retoños, circulan sin pedir permiso entre los visitantes. Esa vida y ese lugar comenzaron a plasmarse cuando la viuda de don Benito, Adriana Solar del Campo (Nanita), aún no cumplía los 30. “Venían los amigos del Beno bien seguido a guitarrear y yo tenía que aumentar el almuerzo de 10 pa’ 30”, dice la Nanita, mientras la quietud de sus 82 pareciese consumirla.

Los comensales caen como peregrinos, incluso antes de la una. Vienen, tocan el timbre, se compran un botellón de tinto o una cerveza de litro y zapatean. Se llena de gringos con cara de aventureros, familias completas con padres, abuelos, hijos, hijas y nietos, y más de algún argentino que pide fiado. El visitante asegura que viene a bailar la cueca, pero más que eso, viene a experimentar esa cosa medio improbable y misteriosa que la circunda.

Don Benito y las mujeres

Su propia familia dice que don Benito jamás pedía perdón antes de subirse a un escenario. Era orgulloso el hombre. Quizás también era la metáfora de eso que solíamos llamar la “bohemia porteña”. Un mito dentro de su propio mito. La Isla de la Fantasía, sin ir más lejos -que con los años fue consagrándose ante los ojos de músicos como Los Tres o Los Bunkers-, no nació como un local cualquiera, sino como una casa que se amanecía en la música. En plena época del “toque de queda” continuaban reuniéndose casi todas las noches. “No podían salir a la calle, obligados a amanecerse aquí”, cuenta María Núñez, quien, además, explica que el nombre Isla de la Fantasía surgió de “pura cazuela”. Un día, uno de los innumerables amigos de don Benito subió hasta el último peldaño de la escalera, en medio del patio, y de pronto vio un avión y gritó: “Llegó el avión”, y como de inmediato le gritaron de vuelta “buena poh, Tattoo”, al segundo, ya el patio estaba bautizado igual que esa afamada serie de los 80.

Don Benito nunca tuvo hijos, pero sí docenas de mujeres. Estas se le quedaban ilusionadas, le tocaban la puerta y su mamá se las espantaba. “Durante todo nuestro matrimonio vinieron a buscarlo mujeres… Pero pa’ qué enojarse, pa’ que pelear, pa’ qué hacerse mala sangre. Preferí dejarlo libre, libre, libre”, comenta su propia viuda, que, por más que lo intenta, no consigue despegarle los ojos a la enredadera que plantó el marido. La enredadera sube hasta el segundo piso, cubriendo los frágiles peldaños de madera de la escalera que conduce al cielo. Benito Núñez la observaba, le cantaba y la regaba. Su crecimiento desordenado, decía, se parecía a él, que por las noches salía a cantar y, a veces, solo llegaba luego de varios días o meses.

Quienes lo conocieron aseguran que cuando le cayó la enfermedad “maldita” comenzó a hundirse casi al mismo tiempo que su patio. Ya solo hablaba con los perros, traía partes de artefactos que encontraba tirados y escuchaba el ruido del viento que llegaba intermitente a posarse en aquel suelo irregular, de vegetación frondosa. Aquella irregularidad frondosa era lo que separaba a la Isla del Puerto. La cadencia y la vertiginosidad de la ciudad eran distintas. “Pese a que el tío Beno se había criado en la bohemia, ya no reconocía a nadie. Ya solo se ganaba allí y llamaba a los perritos”, cuenta María Núñez, quien, además, confiesa que dado su avanzado estado de “demencia senil”, más de algún pariente quiso esconderlo. “Querían fondearlo, pero yo preferí que no… De la noche a la mañana, de estar casi postrado mi tío, pasó a tocar el pandero”.

Le habían diagnosticado alzhéimer.

La Nanita jamás aprendió a bailar o a tocar la cueca. Con un pálido tono de quejumbre comenta que don Benito le decía que “aprendiera”, pero que jamás le enseñó: “Creo que yo no quería aprender, porque si hubiese querido, hubiese aprendido…”.

La Tercera

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