Mercedes a la sombra de Oggún

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Por Luis Orlando León Carpio – Desde Trinidad, Cuba

A Mercedes Lugones Marín se le erizaron hasta los pelos de la nariz la primera noche que pasó en la casita de la esquina de San Antonio y el callejón del Tamarindo. En la madrugada —sostiene con pasmoso convencimiento— sonidos de tambores comenzaron a sonar como si hubiese una fiesta en pleno apogeo. Se levantó y vio el altar tan solo como siempre. Le dio pánico. Ni siquiera esa vida consagrada a la religión del Palo Monte le impidió impresionarse frente a los signos de su propia verdad. Era como mirarse al espejo como nunca antes.

Sugestión aparte o no, Mercedes cree en los dioses que le legaron sus antepasados africanos, en esa simbiosis católico-pagana que caracteriza gran parte de la cultura cubana y que para suerte suya, en Trinidad, el sitio que le sirve de hogar por más de 20 años es una de las muestras más palpables del folclor genuino de la región.

Se trata del Cabildo de los Congos Reales de San Antonio, una institución religiosa y cultural que vio la luz en la tercera villa fundada por los españoles en Cuba desde el año 1856 y que perdura hoy con la esencia de algunos de las tradiciones legítimas que las etnias del Congo trajeron a esta ciudad.

De los antiguos reyes y reinas apenas queda el recuerdo y algunas de sus reliquias —como los propios tambores Yuca que se escuchan desparramarse en ritmos ancestrales y la estatua de San Antonio Abad que se vanaglorian de haber nacido de las manos africanas que fundaron su templo. Sin embargo, un linaje de mayordomos sobrevivieron a eventuales periodos de olvido y hoy muestran lo que ha sido de su cultura por casi dos siglos.

Mercedes ocupa tal cargo hoy y exhibe sus atributos con orgullo: los collares que la ubican entre dos aguas —Yemayá y Ochún, como resguardo— descubren un cuerpo redondo y abultado, en una piel muy negra y brillante que esconde las arrugas de sus casi 70 años. Tiene el rostro lozano, tranquilo y amigable con una sonrisa maternal permanente. Mercedes invita a conocer el Cabildo como una maestra recibe a sus alumnos en clase.

El sitio siempre permanece abierto, como todo templo que se respete. La mujer de sangre conga recibe a las personas, les habla, aunque aclara algo fundamental: “Yo no tengo nada hecho, no estoy rallá´, no estoy juramentá´, no estoy… nada porque hasta el momento dicen que no me hace falta”.

Su historia sobre el novenario de San Antonio es un festín de palabras donde no faltan el baile, la comida y las bendiciones. Mercedes nos recuerda informaciones puntuales: San Antonio en ese lugar es Oggún guerrero (no Elegguá, como suele suceder), milagroso dios yoruba, dueño del monte, de los hierros, del amor, de las cosas perdidas; del 12 al 21 de junio celebran sus nueve días de fiesta, en la que el 13 abren con la matanza de la culebra, un ritual danzario que se mantiene intacto para orgullo de la cultura local de origen africana.

“Lo que más me gusta de la fiesta, además del baile, es adornar. Yo me pongo a dirigir to’ pa’ que quede bonito como si estuviera en un bosque” cuenta frente al altar que alberga la figura de San Antonio y sus prendas de hierro, hoy decorados con gajos de mamoncillo, paraíso y abundantes buganvilias. Hay especial devoción en el 2019: la letra del año ubicó a Oggún como una de las deidades rectoras.

“Me siento bien aquí, soy pobre pero ni el desayuno, ni el almuerzo, ni la comida, ni la merienda, me faltan, y no porque toque na’ de lo de ellos. Ahora vivo de la jubilación y me apoyo un poco de los sombreros que siempre estoy tejiendo. Mi compromiso aquí es firme. Yo tengo cuatro hijos, 10 nietos y cuatro bisnietos. Ya tengo muchos de ellos listos para asumir la responsabilidad de este sitio cuando yo no esté”.

Tras morir su padre, Mercedes heredó un Cabildo en muy mal estado. Le correspondió entonces asumir el impulso de las reparaciones, que vieron la luz gracias a la intervención que la Oficina del Conservador de Trinidad y el Valle de los Ingenios, en conjunto con la Consejería de Transporte y Obras Públicas de la Junta de Andalucía, en todo el barrio del Tamarindo.

Además, a ella le tocó el acondicionamiento y la búsqueda de aquellas fiestas que celebraba de niña y parecían caer en el olvido, como las procesiones que se dio a la tarea de rescatar. Quizás por eso ya no la asusten los sonidos que escucha en las noches cuando los tambores suenan frenéticamente. Mercedes los celebra como si le dieran las gracias. Ella sonríe —me cuenta—, y les responde: “¡Anda qué rico, sigan tocando!”.
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