«Los ríos profundos» de José María Arguedas

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La novela-ópera de los pobres

Fragmentos del prólogo del libro «Crítica de la cultura de América Latina» de Ángel Rama

Los ríos profundos es un libro mayor dentro de la narrativa latinoamericana contemporánea y si al discurso crítico peruano le llevó veinte años situar la obra en el puesto eminente que le cabe dentro de las letras del país, al discurso crítico latinoamericano le ha llevado otros tantos reconocer su excepcionalidad, sin que todavía pueda decirse que ha logrado concederle el puesto que no se le discute a Pedro Páramo, Rayuela, Ficciones, Cien años de soledad o Gran sertão: veredas, entre la producción de las últimas décadas.

Si no es una «beggar’s opera» como la dieciochesca de Gray, es, al menos, una ópera de pobres, como las que intentaron entre ambas guerras Kurt Weil y George Gershwin, porque está cons- truida a partir de los materiales humildes que componen una cultura popular; por momentos, se diría que con los desechos de grandes culturas, tanto la incaica como la española, conservados en ese «bricolaje» que intentan las comunidades rurales con las migajas que caen de la mesa del banquete de los señores. Toda la acción transcurre en la pobreza, en la basura, en los harapos, en cocinas de indios, caminos lodosos, chicherías de piso de tierra, letrinas de colegios, baldíos, destartalados refectorios. Ningún indicio de educación superior, ni siquiera en los maestros de Abancay; ninguna presencia de las mayores culturas de las que estos seres son los últimos desamparados herederos y hasta en un personaje, Valle, la caricatura provinciana del intento de apro- piarse miméticamente de ellas.

Las orquestas que aquí tocan son las de indios (arpa, violín, charango) o las bandas de los regimientos militares, o es un rondín que se toca solitariamente, o es aún menos, el sonido de un trompo al girar; lo que se canta son huaynos, himnos, jarahuis, carnavales. Los elementos ambientales proceden de la región: son los pájaros, las flores, los animales de la zona rural, muy escasa- mente jerarquizados por el arte y la literatura. Y aun los recursos literarios, no van más allá de la provinciana estilización que se intentó en los años veinte.

Sin embargo, toda esta pobreza está movida por una energía y por una belleza sin igual. Es un universo violento, en constante pugna, cuya dinámica no cede un instante e imprime su ritmo rapsódico a la narración. La tensión y la energía del texto es, como ha visto Dorfman, el estricto equivalente del universo revuelto que se expone: en verdad, son ellas las que lo crean por encima del nivel de la historia y de sus variadas peripecias. Tal fuerza se complementa con dos virtudes mayores: la precisión y la transparencia. La acuidad de la mirada y la velocidad con que dispone los elementos de la composición, van a la par con la precisión con que los recorta y distribuye. Todo se hace nítido, rápido, claro y agudo.

Ninguno de los componentes pobres con que trabaja ha sido recubierto de cosmética y, al contrario, se ha acentuado el desamparo y el horror. Todos son aceptados en su escueta cor- poreidad y puestos al servicio de un ritmo y de una melodía. Es justamente esta aceptación mixta de una materia no prestigiada pero fuerte la que sostiene el resplandor espiritual de la obra. Da origen a una suntuosa invención artística, hace de una ópera de pobres una joya espléndida.

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