Ese muerto somos todos

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La situación en el hermano país del Ecuador, a causa del nuevo coronavirus, es insostenible y dramática. Presentamos un texto que, más allá de reflexionar a propósito de la muerte, nos iguala a todos en el único plano que nos es común: la vida. ¿Nos pusimos a pensar en la obligación moral, en nuestros muertos y en nuestros rituales? ¿Dejamos de pensar en lo macabro del cadáver abandonado para pensar en quién fue? Este es el mejor tiempo para pensar en que cada uno de esos cadáveres tuvo una vida, que cada cuerpo importa y que no somos objetos descartables.

por Rosa Ines Padilla / Foto Ivan Castaneira

La muerte es la madre de todos los miedos. Uno de estos miedos se hace más palpable cuando uno se encuentra cara a cara con un cadáver. Para Georges Bataille y Julia Kristeva no hay nada más abyecto que un muerto. Lo abyecto es algo que se rechaza, que no entra, que no calza, de lo que no me puedo defender, es algo que me genera terror. El cadáver es un abyecto porque se me hace incomprensible, porque no sé si es un sujeto o un objeto; porque en el afán de separación de la modernidad nos dijeron que los cadáveres eran impuros, que los muertos no eran parte del orden, porque estorbaban al sistema de higiene y salud que se trató de imponer; el cadáver no tiene ya reglas sociales —pensaron—, el cadáver es un objeto que debe ser excluido, y lograron así que nos separáramos aún más del cuerpo muerto, del cadáver.

Los cuerpos muertos separados debido a sus “miasmas” —malos aires— se volvieron habitantes de lugares solitarios y extramuros. Se los visitaba en lugares específicos una o dos veces al año, nos separamos del muerto y de su relato. El muerto fue relegado y silenciado, los cadáveres se volvieron parte de un orden con estadísticas, parte de un sistema con registros que clasificaron sus muertes a partir de certificados de defunción; el muerto solo puede ser parte del orden social a partir de un número visible y de una enfermada latente —que debe ser controlada higiénicamente—, ahí es cuando los muertos importan.

¿Qué hacemos ahora con los cadáveres en las calles, cuando nos dan la cara y nos hacen cuestionarnos dónde está el orden, cómo se ha desatado este caos?

Hace varios días rondan en medios de comunicación y en redes sociales varias imágenes y videos sobre muertos. Muertos en la vía pública que afectan el orden, cadáveres —o supuestos cadáveres— ardiendo en la mitad de una calle, como en una distopía. Ecuador se hizo famoso internacionalmente porque la crisis sanitaria se le está yendo de las manos, porque los hospitales están abarrotados y dejan morir a las personas en la casa, porque a los muertos se los traslada en camionetas, porque los cadáveres se abandonaron en las esquinas, sin ataúd y sin mortaja. Muertos dejados a su suerte sin un ritual. Muertos y abyectos, fuera del orden, sometidos al caos. ¿Qué esperábamos que pase si ni siquiera hemos podido darle al muerto la posibilidad de un ritual?

Desde que investigo sobre muerte, muertos, cadáveres, funerarias y funerarios, he repasado muchísimo acerca de la posibilidad del muerto. Uno de los conceptos centrales de mi investigación recae en lo que se ha denominado la agencia del muerto. Un cuerpo muerto puede hacer, cambiar y alterar un cotidiano; incluso puede establecer o transformar prácticas sociales, culturales, políticas, económicas. Cada cadáver tiene una agencia, un muerto provoca y logra. No es incomprensible, no es inenarrable, no es un abyecto. El muerto hace, genera, desencadena, cataliza, forja y crea.

Desde el inicio, los seres humanos hemos generado rituales para los muertos, una especie de memoria tangible representada en tumbas, territorios sagrados o espacios específicos que sirvieron y aún sirven para adorar y recordar. Un umbral para observarnos a nosotros mismos a partir del otro.

Son los que quedan alrededor del muerto quienes se encargan de repetir acciones o de establecer reglas específicas para que el traslado —¿viaje?— de la vida a la muerte se concluya; cerrándose así el ciclo. El nuevo ciclo restablece el orden al caos, se genera, entonces, a partir de la pérdida. Un componente de este tipo de ciclos es el relato que se narra sobre los que han partido, la historia que se ha de repetir y transmitir; se hará mito y rito.

Esto es lo preocupante de dejar cadáveres en la vía pública, de arrojarlos a su suerte en las calles. El problema de dejar muertos abandonados no son sus “miasmas” o sus “malos aires”. El problema es el olvido sistemático al que los sometemos, es su imposibilidad de generar un relato y de establecer una historia. Seamos claros, tanto médicos como epidemiólogos han dicho que los cadáveres que mueren por COVID-19 no necesitan incineración, que el tratamiento es “como el tradicional”. Los que deben cuidarse son los embalsamadores o forenses; quienes estén a cargo de su manipulación. El cadáver no contagia ‘la peste’, el cadáver ya fue víctima de ella.

Ese es el único relato que queda de aquellos que mueren sin nombre y que se transforman en meros objetos del escenario macabro de una ciudad que, se nota, está a la deriva. Esos muertos abandonados son más que objetos macabros, esos muertos demandan atención y respeto. Esos muertos eran una presencia en el mundo, eran el padre, la madre, la hermana, sobrina, abuelo de alguien. Esos muertos eran ciudadanos que no alcanzaron a la soberanía de un Estado que no les brindó las garantías necesarias ni siquiera en sus últimos días. Esos muertos son los que tal vez logren hacer más que cualquier vivo, porque hablan y gritan sobre los problemas de una ciudad sin políticas públicas, que ha sido presa de un proyecto político dedicado a hacer mascarillas urbanas y a no solucionar los problemas de acceso a servicios básicos de la gran parte de su población.

Parecería obvio —y no lo es—, pero si el gobierno de un país y de una ciudad no son capaces de hacer o satisfacer las necesidades de sus vivos, ¿qué pueden esperar los muertos?

La agencia del muerto viene unida a la idea de mortal obligation, concepto acuñado por David Sherman en el libro In a Strange Room: Modernism´s Corpses and Mortal Obligation, en el que se refiere a las acciones o responsabilidad que siente el otro con la muerte de un similar, de un familiar o de alguien cercano; la responsabilidad por dar a un otro lo que uno mismo quisiera que se le otorgue. Esto es lo que se está negando a la población de Guayaquil, tanto a sus vivos como a sus muertos; se les está quitando la posibilidad de pensar en la otredad. El otro es el que lo ejecuta, pero la agencia tácita es del muerto, del cadáver, del ausente.

Aún así, a pesar de que se esté quitando de forma consciente esta agencia, la agencia de esos muertos es la que está haciendo que recapacitemos alrededor de la situación que vive el país, la que está despertando la indignación y la que ha hecho que los muertos no sean depositados en fosas y que se esté pensando incluso en tumbas individuales. Los muertos no son solo una preocupación del gobierno, los cadáveres nos conciernen a todos.

La agencia del muerto está en la posibilidad aún de ser, de exigir, demandar, contestar, ocupar y hasta cumplir, en la obligación que nos hace estar moralmente comprometidos con ellos; pero esta agencia es dependiente; depende de sus deudos, del Estado, se somete también a regulaciones, a imposibilidades o incluso al silencio o la falta de cuidado.

Cada muerto tiene su agencia, como si cada cadáver tuviese un aura,  como aquella de la que habla Walter Benjamin y que sirve para entender a las obras de arte, sobre su posibilidad de ser únicas, irremplazables.

Esa aura se hace presente de forma más visible en el ritual funerario —otra cosa que se niega al abandonar o separar un cadáver—. El ritual funerario es uno de los ritos de paso por excelencia, tiene la capacidad de re-hacer, re-construir, el ritual no es solo para el muerto, el ritual se hace para los vivos, para los deudos o dolientes, para que se logre estructurar de nuevo un orden, para lograr un relato del que se fue; la memoria que se crea en estos espacios hace que el muerto siga en el mundo, que sea parte de una historia familiar o comunitaria.

¿Nos pusimos a pensar en la obligación moral, en nuestros muertos y en nuestros rituales? ¿Dejamos de pensar en lo macabro del cadáver abandonado para pensar en quién fue? Este es el mejor tiempo para pensar en que cada uno de esos cadáveres tuvo una vida, que cada cuerpo importa y que no somos objetos descartables, aunque el Estado y el status quo de la sociedad capitalista nos estén diciendo de forma recurrente que somos reemplazables, cuerpos que no importan, zombis casi.

Cada uno de nosotros es parte de esta comunidad. Cada persona se merece un relato, una historia. Hágalo, de forma presencial o simbólica. Deje de pensar en el muerto como un otro; deje de temerle al muerto, de hacerlo un abyecto. Ese muerto es usted y soy yo. Ese muerto somos todos.

Revista Late

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