La casa

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Por Verónica Stewart / Ilustración de Juli Vicente

Odiaba ir al oftalmólogo como odiaba pocas cosas. Lo odiaba como odiaba a las arañas, al piso sucio y quizás a la injusticia. No era por el escozor que le provocaban los objetos metálicos al posarse sobre sus globos oculares, aunque eso tampoco era de su agrado. Tampoco eran nervios los que se apoderaban de ella, no exactamente. Era más bien vergüenza. Era ridículo, lo sabía. Pero había pocos exámenes en su vida que había reprobado, y menos aún exámenes a los que debía concurrir periódicamente, por motu propio, para fallar con certeza rotunda. Ir al oftalmólogo era repetir, una y otra vez, que no podía leer las letras proyectadas en la pared. A veces, ni con los anteojos alcanzaba para ver no la más pequeña, sino la segunda más pequeña; en ocasiones, incluso la tercera estaba fuera de sus posibilidades. Otras veces, atinaba a disculparse con el médico. Era ridículo. No le gustaba. 

Ese jueves de febrero asistió al oftalmólogo como lo hubiera hecho cualquier otro jueves de febrero, o cualquier otro día de la semana de cualquier otro mes. Pero todos saben que el verano es la estación oficial de los turnos médicos, y aprovechó el impulso del calendario liberado para ir a hacerse ver, o más bien, para ir a fallar en algo otra vez. La sala de espera estaba casi vacía. Eso era un acontecimiento muy extraño en ese consultorio usualmente caracterizado, como el nombre de su sala lo indicaba, por la espera constante. Antes de que pudiera dejar su mochila en la silla, las secretarias le pidieron su carnet de la obra social. Ella confirmó que sí, ya era paciente del doctor Weissberg, pero la pobre que la había atendido navegó el fichero por tanto tiempo que su colega le dijo que no importaba, que le hiciera una ficha nueva. Hacía mucho no se hacía ver. 

La hicieron pasar inmediatamente a la siguiente sala de espera. Ese espacio era, por lejos, el peor. En la primera, había juguetes, aire acondicionado y espacio. Para la primera, estaba preparada. Había fantaseado con terminar el libro de cuentos al que le venía hincando el diente hacía varios días con mucho placer, incluso traía consigo una revista de sopas de letras para pasar el rato. Pero no pudo ser, su paso por esa sala de espera fue tan breve que ni sentarse pudo. Y en la segunda, poco sentido tenía entretenerse con alguna actividad literaria. La segunda sala indicaba que ya faltaba muy poco para que el doctor Weissberg llamara su nombre, con esa voz tan suya que tenía, una voz grave y aguda a la vez. 

Aprovechó esos pocos minutos previos a la consulta para escuchar un mensaje de voz de su amiga Julia, la de la voz aguda a secas. La comunicación con Julia era así, diferida y banal, cercana y profunda. Desde que se había mudado a Nueva York, su amistad solo había crecido, y sin decirse nada, casi sin darse cuenta, ambas habían desarrollado la habilidad de contarse todo lo importante en mensajes de voz de una duración máxima de dos minutos. Cuando el audio llegaba a los tres minutos, ahí sabía que debía ser escuchado con prisa. En esta ocasión, ella le mandó un audio de un minuto y medio. Odiaba estar ahí, pero la situación no era crítica, solo un tanto horrorosa. 

Su scrolleo por Instagram se vio interrumpido por el enunciado de su propio nombre por parte del doctor Weissberg. Agarró su mochila, su puso en puntitas de pie para saludarlo en toda su autoridad de profesional de la salud de más de un metro noventa y tomó asiento frente a la pared blanca como quien toma su lugar asignado en la silla eléctrica. Qué pared era esa, qué blanca y luminosa. Qué espacio perfecto para proyectar una buena película, o para ver muchos capítulos de una serie mala en pareja. Qué desperdicio tanto consultorio médico rodeándola. Donde algunos ven entretenimiento otros encuentran una forma de tortura. 

Sin siquiera esperar a recibir las órdenes que sabía que vendrían, se sacó los anteojos, y el mundo se le hizo de niebla. Mientras preparaba los pequeños utensilios de oftalmólogo, el doctor Weissberg le preguntó por su madre, el único vínculo que tenían en común por ser ella, también, su paciente. Le preguntó por las lecturas de Torá del templo, y ella contestó con una aparente autoridad en el tema de la que carecía. Lo sagrado no le sentaba del todo bien. Cumplida la cuota necesaria de charla irrelevante, el doctor puso en marcha el ritual de todos los días. Con total desinterés por el catastrófico rendimiento que ella estaba condenada a repetir, prendió la proyección. La pared, hasta entonces canvas blanco de posibilidades audiovisuales infinitas, se llenó de letras. El golpe fue seco e inmediato: podía leer dos de las seis filas proyectadas. Pero en esta ocasión, el doctor Weissberg optó por la misericordia. Antes de preguntarle nada, le entregó un armazón de plástico que ella se calzó en la nariz con entusiasmo. Fue pasando cristal por cristal, y en tan sencillo acto, se supo triunfal: este sería otro más en la larga lista de exámenes que aprobaría con honores. 

Tras dar con el aumento justo – uno levemente superior al que ya tenía –, el doctor Weissberg prosiguió con el examen. Esta era la parte de la consulta que ella siempre olvidaba. No había forma de fallar o acertar cuando se trataba de abrir mucho un ojo, mirar a la izquierda, a la derecha, para mí, para allá, para abajo, para arriba, cuando había que poner la pera acá y apoyar la frente acá. Pero esta vez, se prestó para todas esas piruetas faciales gustosa, sintiéndose una ganadora por primera vez en su historia oftalmológica. 

Fue entonces cuando sucedió. Es difícil explicar qué fue lo que sucedió, porque la naturaleza del hecho es tan intrascendente como lo es crucial. Mientras miraba al fondo de la máquina que mediría su presión intraocular, bien al centro y bien adentro de lo que parecía el infinito, vio bien al fondo, pero también bien de cerca, una casa. Se trataba de una construcción en el medio de un campo, y la imagen presentaba una atmósfera tan clara, tan de fotograma sacado de una película de terror, que ella se hubiera animado a apostar que hubo un diseñador de arte involucrado en la ingeniería de esa máquina. Fijá la vista bien al fondo, dijo esa voz ahora tan externa, y fue entonces cuando sucedió. 

Camila vio su casa. No era una casa parecida a la suya. No era una casa construida en el mismo estilo arquitectónico que la suya. Era su casa. Lo vio con una claridad de la que jamás pudo jactarse. Lo supo enseguida, y sería absurdo preguntarle por lo absoluto de esa certeza; sería como preguntarle a alguien si estaba seguro de que era él mismo quien le devolvía la mirada en el espejo. Lo supo como quien reconoce a un hijo, a una mascota, a un aroma de la infancia. Era su casa. Sintió cómo las pupilas se agrandaban ante el desconcierto, y cuanto más la miraba, más detalles identificaba. El musgo debajo de la ventana, la cerradura despintada, la esquina izquierda de la ventana del segundo piso levemente quebrada de cuando granizó ese día que duró una semana. La sensación era que una especie de grúa había capturado su hogar en Coghlan desde las raíces y lo había depositado aquí, en el medio del campo, en plena película de terror, en esta consulta oftalmológica. 

El doctor Weissberg entonces corrió la máquina y la vio a Camila, de piedra, inmóvil en su lugar. La miró extrañado y le dijo que el examen venía bien, que la presión estaba perfecta y que solo restaba hacer un fondo de ojo en unos meses. Justo antes de que pudiera indagar en su estado de desconcierto, Camila lo miró, se disculpó por la extrañeza – será posible, disculpándose en el médico otra vez – y le agradeció. Le preguntó dónde retirar su receta no porque realmente le importara, sino porque sentía la imperiosa necesidad de fingir normalidad hasta convocarla, hasta que se hiciera real. No lo consiguió. 

La secuencia que sigue sucedió, enteramente, en piloto automático. Camila salió del consultorio. Se subió al ascensor. El ascensor la saludó. Se bajó del ascensor. Bajo las escaleras. Aparentemente, saludó al guardia de seguridad. No hay manera de saberlo con certeza. Caminó hacia la derecha hasta llegar a Santa Fe. Luego, caminó hacia la izquierda hasta llegar a Pueyrredón. Apuntó a la boca del subte. Bajó las escaleras hasta la D. De haberse tomado la H, tendría que haber bajado muchas más escaleras. Siempre pensó en la H como un laberinto luminoso, excepto ese jueves de febrero. Ese jueves de febrero, no podía pensar en la H como nada, ni en nada más como nada más. Esperó en el andén que iba rumbo a Congreso de Tucumán. El tren llegó dos minutos después. Se subió al cuarto vagón empezando desde la trompa del vehículo. Se sentó. Miró las estaciones pasar. La gente subió y bajó. Las señoras pidieron asientos y los jóvenes los cedieron. Los niños jugaron a algo. Las chicas escucharon alguna banda. La última estación era la suya. Se bajó. Y caminó. 

El zumbido de su celular la despertó de su extraño sopor autómata. Había quedado en encontrarse con Celeste, esa amiga que hacía tanto no veía pero a quien tanto quería. Pensó en cancelar, aunque no entendió por qué. Quizás eso era lo más desconcertante de la situación: no tenía por qué angustiarla, no realmente. Era extraño, sí, pero no amenazante. Y sin embargo. 

El teléfono zumbó otra vez. Amiga, estoy un poco atrasada, te busco por tu casa en una hora y vamos a la cervecería de la esquina. ¿Ok? Sí, estaba ok. Le constestó el emoji del pulgar para arriba. Guardó el teléfono y empezó a caminar por Cabildo. Dobló a la izquierda en Iberá, y camino derecho las trece cuadras hasta Melián. Vivía en una de las zonas más objetivamente lindas de toda la ciudad, y hacía de la apreciación de esa estética un ejercicio diario. Ese jueves de febrero, sin embargo, caminó como quien camina a la horca. Si miró para ambos lados al cruzar fue solo porque era porteña hasta la médula, y nacer y crecer en Buenos Aires venía con una alerta constante que ningún estado de shock podía apagar. 

Cuando llegó a la esquina, se detuvo por siete minutos a mirar su casa. La sensación era que una especie de grúa había capturado la casa de la consulta oftalmológica desde sus cimientos y la había depositado aquí, en el medio de Coghlan, en plena película de terror, en esta ciudad húmeda. Sintió cómo sus pupilas se agrandaban. Al octavo minuto, cruzó la calle. Abrió el bolsillo de la mochila tras luchar con el cierre por unos segundos, temblorosa, y abrió la puerta de la casa. La puerta de su casa. 

Entonces sucedió. Camila se sacó los anteojos, y el mundo se le hizo de niebla. Camila se los volvió a poner, y la niebla no se esfumó como solía hacerlo. El sillón era amarillo, pero los detalles de sus botones eran imperceptibles. El cuadro de los cítricos que había comprado en Holanda era ahora una serie de manchas más o menos naranjas y algunas figuras confusas color lima. Recorrió todo el lugar. Hasta su cama era un rectángulo de comodidad confusa. Hizo la danza de los lentes unas cuantas veces, cada vez más rápido y desesperada. Cerró y abrió los ojos, se calzó y se sacó los anteojos, cerró y abrió los ojos, se calzó y se sacó los anteojos, cerró y abrió los ojos, se calzó y se sacó los anteojos, entendió que su casa sería ahora por siempre indescifrable, que su hogar sería un eterno misterio borroso, que jamás volvería a aprobar un examen.

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