Hazmereir: dolor convertido en circo

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Preferible arder en llamas que extinguirse lentamente

Por Sebastián D´Ippolito – Fotos: Pablo González

El circo tiene olor pasto cortado, a lona reseca. Hay payasos enanos, motos que giran dentro de un globo de hierro y la mirada del elefante parece triste. La carpa de colores se sostiene a partir de un mástil que sale del centro del escenario. Los acróbatas abren sus manos entalcadas para caer sobre una red que los envuelve, los protege. Un tipo saca fotos durante la función y en la salida vende un tubito de plástico que tiene el negativo pegado en el fondo. En los espacios más alejados de la carpa están las jaulas y una serie de acoplados en fila donde viven los artistas.

Hazmereir es un circo que conserva los colores, el vuelo de los acróbatas y la risa. Pero es un circo nuevo, diferente. Las funciones son al aire libre, cerca del mar. No hay ruido a motores, no hay leones con cadenas, no hay hombre bala. Sus artistas se van renovando y cada uno cumple un rol fundamental. Como una columna necesita de sus vértebras. Cuando se juntan en Mar del Plata le dan vida al Hazmereir: un payaso que le gusta caminar sobre cuerdas, hamacarse en trapecios, trepar por columnas. Como si el suelo fuera un lugar al que no quisiera volver.

En Septiembre de 2015 se cumplieron 10 años de la primer función y no es solo un aniversario. Cada año, el payaso Hazmereir logra germinar, levantar el tallo y poner la cara al sol. Así transforma la energía del calor en nuevas ramas que después echarán sus flores. Ese es el espíritu del circo: transformar las energías. Porque lo primero que hizo, cuando nació Hazmereir, fue convertir en risa la huella que le dejó el dolor.

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Juan Rey tiene 60 años. Es alto, robusto, de manos grandes. Se nota que fue jugador de básquet. Es dueño de una librería escolar, presidente de la ONG Hazmereir. Está vestido de saco y el suéter que tiene debajo luce desalineado. No tiene camisa ni corbata. Solo le queda pelo a los costados de la cabeza y el borde de las patillas es desparejo. Barba afeitada al ras, cejas bien pobladas. La mirada parece detenida y su voz suena afónica, gastada, como si algo le raspara en la garganta.

Son las 5 de la tarde y hoy tampoco tuvo tiempo para almorzar. Una camarera entra a la oficina de la librería y le deja una porción de torta con café. Apoya la bandeja sobre el escritorio y los dos se ríen cuando miran la cuenta: alguien dibujó una corona con una dedicatoria que dice “para el Rey”. Juan avisa que va a hablar con la boca llena. Se levanta, señala una foto en blanco y negro que está en la pared de su oficina, se vuelve a sentar. Es él en una cancha de básquet, volcando la pelota. Dice que fue el primero en la ciudad que empezó a practicar ese tipo de piruetas.

Toma un trago de café, chequea el teléfono, firma una carta. Hace todo sin dejar de hablar. Podría pasar el día entero contando anécdotas de sus años como deportista. Pero en un momento se da cuenta de que tiene que cambiar de tema. Por primera vez piensa antes de decir algo. Limpia las migas de la mesa, hace un bollo con las servilletas y las pone adentro de la taza. Se acomoda en el respaldo de la silla, respira hondo y después de unos segundos, rompe el silencio:

—Uno puede tener 10 hijos, pero si se te muere uno, te querés morir vos también— dice mientras mira una foto de Juan Pablo, el primer hijo que tuvo junto a Clara Montoya.

Las paredes de la oficina están empapeladas con fotos. En algunas aparece junto a su hijo menor Nacho en diferentes actividades de la ONG o del circo Hazmereir. En el centro de los recuerdos está Juan Pablo. Sombrero de paja estilo cowboy, camisa blanca y jogging celeste. Las venas de los brazos bien marcadas, la mirada tranquila. La postura relajada y una sonrisa leve pero definida hacen suponer que todo está bien. La foto no es más grande que el resto y tampoco tiene marco. Pero está en el centro. Como una flor que se abre y crece hacia los costados.

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La noche del 18 de agosto de 2005 Gabriela Battiato tenía un mal presentimiento. Había salido de la clase de circo criollo junto a su novio Juan Pablo y quería llegar rápido a casa. Pensaba que les robarían en la calle o que tendrían un accidente con la moto. Juampi en cambio estaba relajado, nunca se preocupaba ni tenía apuro por nada. Cuando finalmente llegaron, Gabriela cerró la puerta y se relajó. El miedo suele esperar afuera.

Esa noche era especial. Un compañero que vivía con ellos había viajado y tenían la posibilidad de disfrutar la casa. Hacía mucho frío. Prendieron las hornallas de la cocina, tomaron un café, charlaron. Después Juampi empezó a llevar la conversación hacia el punto donde las palabras sobran. Poco a poco se sacaron la ropa y se metieron en el baño.

Gabriela estaba en la ducha mirando a Juampi cuando en un segundo dejó de sentir el cuerpo. No se podía mover, se desvanecía. Su cabeza estaba totalmente lúcida, pero no reaccionaba. Para un acróbata no hay nada peor que no poder moverse. Él la envolvió en una toalla y la llevó a la cocina. Le levantó las piernas y las apoyó contra la heladera. Gabriela se desmayaba y al minuto volvía a despertarse. Cada vez que abría los ojos lo veía a él intentando reanimarla. Ella no podía hacer nada.

La explicación médica dirá que la última vez que despertó y vio a Juampi caído a su lado, tuvo un pico de adrenalina. Eso le permitió arrastrase hasta la puerta que habían dejado sin llave, empujarla y empezar a gritar. Sus tíos que vivían adelante escucharon y la sacaron. La ambulancia no demoró, pero para Juampi ya era tarde. Diez años después del accidente con monóxido de carbono, Gabriela está convencida de que la muerte llegó en el mismo momento que ella despertó y logró salvarse. También dice que después de esa noche ha estado muchas veces al borde de morirse, pero que tiene un ángel de la guarda que siempre la está cuidando.

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Al otro día del accidente, Juan Rey viajó con tres amigos a Buenos Aires a buscar el cuerpo de su hijo. Clara, su mujer, se quedó en la casa junto a todos los amigos de Juampi que poco a poco fueron llegando. En ese momento, Nacho, el hijo menor de ambos, estaba en un festival de circo en Europa. Después de firmar todos los papeles que le pusieron delante, cuando ya estaba volviendo hacia Mar del Plata, Juan Rey decidió que iban a despedir a su hijo de otra manera: haciendo lo que a él le gustaba hacer. Un mes después, se realizó una varieté de circo en homenaje a Juan Pablo. El cartel que anunciaba la fecha, hora y lugar tenía dibujos con globos y guirnaldas de colores. Abajo, en tono más claro, una leyenda: “Preferible arder en llamas que extinguirse lentamente”.

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La capacidad de la cancha de básquet del club Kimberley es de 700 personas. El 19 de septiembre de 2005, cuando fue el homenaje, entraron 1400. El presidente del club estaba muy preocupado. No sabía si el piso iba a aguantar. Telas verdes, amarillas y rojas caían desde el techo hasta decorar el aro de básquet. La luz que salía desde el fondo parecía un sol que llegaba hasta el escenario. Había chicos de todas las edades, con sus padres o solos. Compañeros de trabajo de la familia, amigos, vecinos, conocidos. Sobre los costados, diferentes artistas plásticos pintaban en sus telas lo que percibían esa tarde. El homenaje empezó con las palabras de Juan. Clara, estaba parada a su lado. Las mandíbulas bien apretadas. Los ojos rojos y el pecho a punto de estallar. Antes de que termine la presentación todos estaban llorando. Ya no se aguantaba más. Juan recuerda que esa tarde había una energía muy particular. Dice haber visto una especie de humo, como algo que está pero no se deja ver del todo. De esa nube vio aparecer a Tomate, uno de los mejores clowns de la Argentina. Poco a poco las sonrisas de los chicos empezaron a cambiar el aire del lugar.

Los payasos salieron haciendo piruetas y la luz se fue con Nacho, que apareció parado arriba del aro de básquet. Sacó cuatro bolsas de supermercado del bolsillo y empezó a hacer un número que estaba ensayando su hermano. Soplaba suave adentro de ellas y hacía que se eleven, que vuelen. Después aflojó su cuerpo y cayó de espaldas sobre un colchón que lo esperaba en el piso. Se levantó rápido y siguió haciendo malabares con las bolsas hasta desaparecer detrás del telón.

A muy pocos días de haber salido de la clínica, Gabriela volvió al trapecio. Apoyó su cadera sobre la barra buscando equilibrio y empezó a estirarse. Quedó sostenida apenas por un punto, boca arriba y con los brazos abiertos. El movimiento de las cuerdas la obligó a arquearse en el aire con furia y delicadeza a la vez. Siempre a punto de caerse, pero no. Como una planta que resiste el primer temporal.

Toda esa energía acumulada no se podía perder. El calor con el que ardía esa llama, naturalmente se trasformó. Así nació el Hazmereir. Haciendo de la derrota una victoria, del dolor un festival.

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En los primeros festivales, Nacho invitó a participar a sus amigos de la murga Federico Galván, Ana Clara Manera y Florencia Ferreyro. Esos días quienes caminaban por la avenida Juan B. Justo veían los banderines de colores, escuchaban la risa. Alguien entraba a comprar cigarrillos a un quiosco y se encontraba con payasos charlando. La gente se acercaba y se agrupaba en una carpa que empezaba a quedar chica. Para el tercer año, la cantidad de espectadores superaba los 6000.

La familia de artistas del Hazmereir nunca dejó de crecer. En los sucesivos festivales se sumaron las hermanas Josefina y Marcelina Gardey, Martin Umerez, Javier Cufre, Mariana Mora, Luz Rodriguez, Felipe Plaf, Constanza Brasesco, Adrián Segovia, Nicolás Chirimoyo, Leandro Sánchez, Paula Passaro, Ruben Ferreti y Carina Piñera. Cada uno es un parche que brilla con su propio color en el traje del payaso.

La incorporación de nuevos artistas que llegaban de otras partes del país o del extranjero fue aumentando. Los fundadores del circo empezaron a dejar su lugar en el escenario y comenzaron a dedicarse a sostener el festival. Diagramar fechas, conseguir lugares, pagarle a los artistas. Gracias a ese trabajo, el Hazmereir se convirtió en una marca registrada de Mar del Plata y a la vez en uno de los festivales de circo más grande de Latinoamérica.

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Cuando Clara se ríe, pequeñas arrugas se le forman al costado de los ojos celestes. La blancura de su piel se interrumpe en el brazo derecho donde tiene un tatuaje con la frase que siempre decía su hijo Juampi: “Preferible arder en llamas que extinguirse lentamente”. De esas letras nacen ramas que crecen, se estiran y terminan en puntas con hojas. Clara ceba mate desde una pava que calienta a cada rato. Hace todo tranquila y cada vez que se mueve dos perros la siguen de cerca. Si ella va hasta la vereda, Indio y Tango se quedan llorando bien agudo, con el hocico pegado a la puerta, esperando a que vuelva a aparecer.

Clara le tiene miedo al olvido. Entiende que es la ley de la vida, que es inevitable que la gente se olvide del desaparecido. Por eso, cada festival que se acerca, ella encuentra tranquilidad al ver a su hijo en la cara de los artistas, en la risa de la gente, en el recuerdo siempre presente. Después de 10 años, cree que Juampi logró detener el tiempo, lo siente vivo en todos lados.

La casa está llena de cajas. Dentro de dos días será la décima edición del festival y Clara tiene mucho trabajo que hacer. Antes de las funciones se queda la tarde entera pintando flores en los zapatos de un payaso, uniendo banderines o cociendo miles de lentejuelas en un traje. Año tras año, su casa es el lugar para que los artistas tengan donde parar. Les compra la comida, les ordena el vestuario y se pasa el día lavando la pileta del patio, por si llega a hacer calor. Cuando todos ellos están en su casa, a Clara, el día se le hace mucho más corto. Federico no tiene dudas, dice que ella es el alma del Hazmereir. Se la ve poco, pero sin Clara, el circo no existiría.

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Nacho habla despacio. Parece disfrutar cada palabra. Dice algo, se frena, sonríe y después sigue contando. Se acuerda de Villa Gesell, la ciudad a la que volverá mil veces con su espectáculo callejero, pero sobre todo, la que lo vio nacer como artista.

Cuando él y su hermano Juan Pablo eran adolescentes, Clara cargaba todo en el auto, lo pasaban a buscar a Juan por la librería y se iban a pasar las fiestas al camping Caravan. A la noche, cuando todos se volvían a la carpa, Nacho se sumaba a los Scotch; tres payasos de barba, rastas y pollera escocesa que iban a Gesell a hacer temporada y tomar whisky. Se quedaba con ellos hasta cualquier hora aprendiendo acrobacias, malabares o como hacer reír a los demás. El circo ya había empezado a correr en su sangre.

Mientras sigue recordando, todo el tiempo tiene un cigarro armado entre los dedos, pero casi siempre está apagado. Es organizado. Le gusta avanzar en su memoria de manera cronológica, para no olvidarse nada. En la heladera, debajo de un imán de Chaplin, una nota le recuerda que debe hablar por skype con su novia Josefina. En la pizarra que está sobre la computadora, una agenda señala cuando debe actuar en distintos festivales de Europa. Seguramente cuando anotó esos detalles, no se imaginaba que con su personaje Manic Freak, ganaría el festival de Gaukler, en Alemania.

Manic Freak tiene mechones de pelos que crecen y se estiran desde los costados de su cabeza. En el frente, arriba y atrás casi rapado. La camisa es blanca con volados y el pantalón azul le queda a mitad de camino, entre las rodillas y los zapatos gastados. Anteojos grandes, sonrisa constante. Un loco que no para de mover un cuerpo que no controla, que parece de goma.

Con mucha dificultad, el payaso sale de una caja de madera. Le cuesta porque está borracho. Acomoda cuatro botellas vacías arriba de la caja de la que salió y sobre el pico de cada una de ellas apoya las patas de una silla. Arriba de esa silla acomoda otra más y desde esa altura, cuando parece que se va a caer, Manic Freak toma el respaldo con sus manos fuertes y lentamente comienza a elevarse haciendo una vertical. Parece una torre, una aguja que señala hacia arriba con la punta de los pies estirados. Así, el amante del desequilibrio consigue mantenerse firme por primera vez, cuando está dado vuelta, cuando todo lo ve al revés.

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Santiago Foresi, uno de los fundadores del Hazmereir, se convierte en Tony Fratello: un payaso que habla en italiano y toca el acordeón a piano. Tiene pantalones cortos con tiradores, camisa clara. La nariz apenas pintada y los pelos enrulados le llenan la cabeza de resortes. Tony abre una valija y saca una bicicleta que no mide más de 40 centímetros. Para poder andar tiene que arrugar el cuerpo como lo hace con el acordeón. Después lanza un trompo diábolo a más de 20 metros de altura y lo recibe con una cuerda a centímetros de estrellarse contra el suelo. A veces es torpe y le cuesta moverse. Otras en cambio es capaz de hacer la vertical y caminar con las manos con la precisión de un reloj. Lo que nunca cambia es la complicidad queTony Fratello tiene con el público para lograr esa sonrisa que antes estaba dormida.

Cuando tenía 7 años, Santiago jugaba a ser presidente. Mientras su familia almorzaba, él se paraba en un escalón y daba un discurso. Siempre tuvo facilidad para hacer reír. A los 20 años empezó a bailar salsa y lo hacía tan bien que logró conseguir trabajo como bailarín. En el 2003 se fue a estudiar danza clásica y circo criollo a Buenos Aires. Ahí se contactó con Nacho y al poco tiempo de haberse conocido empezaron a compartir el altillo de una casa, con una única cama matrimonial.

Hazmereir III

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Fideos con leche y aceite era el menú de Nacho y Santiago si lo que juntaban en el semáforo no era suficiente. La situación los obligó a unirse a otro grupo de artistas callejeros y mudarse a Finochietto, una fábrica textil abandonada que ocupaba más de una manzana. Alrededor del patio interno, había una serie de edificios con departamentos para alojar a más de 3000 trabajadores. La fábrica estaba frente a la cárcel de Caseros y al costado del parque Florentino Ameghino, donde hay enterrados más de 15000 cuerpos que no aguantaron el paso de la fiebre amarilla en 1871.

El sector que había sido tomado por los artistas tenía un teatro, sala de máquinas, oficinas con muebles, cocina y hasta un jardín de infantes con guardería. Cuando cortaron el candado no lo podían creer; todo estaba intacto. Los delantales de los operarios colgaban de los percheros y los papeles por firmar esperaban sobre el escritorio del director. El teatro les sirvió como lugar para ensayar y los delantales fueron usados para crear un nuevo vestuario. Pero los artistas no eran los únicos que vivían en Finochietto. Para llegar a sus habitaciones que estaban en el primer piso, Nacho y Santiago primero tenían que entrar por la puerta de servicio y atravesar el sótano. Ahí vivía una familia de paraguayos y un ruso que decía ser ingeniero nuclear exiliado. El primer tiempo no tenían luz ni agua. Si llegaban tarde, alumbraban los pasillos angostos y la escalera con la linterna de un celular viejo. El frío entraba por los huecos que dejaban los vidrios rotos y el viento hacia repiquetear el nylon que tapeaba las ventanas. Había noches que era imposible dormir.

Los departamentos de Finochietto se empezaron a poblar cada vez más rápido y los robos pasaron a ser muy frecuentes. Al poco tiempo que Nacho y Santiago se fueron de la fábrica para empezar a hacer temporada en Villa Gesell, un grupo de personas bajó al subsuelo y mató al ruso a palazos, para sacarle lo que no tenía. Hoy en Finochietto hay diferentes grupos de argentinos, peruanos, paraguayos y bolivianos. En uno de los edificios aun siguen viviendo algunos artistas callejeros amigos de Nacho y Santiago. Cuando ellos están en Buenos Aires, siempre pasan a saludar.

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Los huesos se sueldan. Así se convencía Nacho cuando salió despedido del péndulo de la muerte.

El intendente de Calafate pensaba que estaban locos. Los había invitado para que hagan un espectáculo de circo en la plaza principal, pero no se imaginaba que iban a jugar en la altura y con un viento de más de 70 kilómetros por hora.

Apenas recibieron la invitación, Nacho y Federico se subieron a un Ford Fairlane, le pusieron un carro para llevar el péndulo y junto al director artístico Alan Darling, se fueron de gira por el sur.

El péndulo es una estructura de hierro vertical de 9 metros de alto y en cada punta tiene una rueda como en la que se mueven los hámsteres. Adentro de uno de esos círculos caminaba Nacho, en el otro Federico. Con el movimiento de ambos el péndulo empezó a girar lentamente. Si uno estaba arriba, el otro quedaba abajo y si uno empezaba a caminar más fuerte, el otro tenía que seguir el ritmo para equilibrar los pesos.

—Sabía que iban a caer en cualquier momento —dijo el médico del hospital con una mueca de satisfacción en su cara.

Nacho estaba todo inflamado pero entero. Cuando salió escupido se aflojó, para caer con todo el cuerpo, amortizar el golpe y no romperse nada. Entre la gente del público, algunos no querían ni mirar, otros se paraban y aplaudían.

Cansados de un viaje en el que la suerte no ayudó demasiado, decidieron volver. Se subieron al Ford Fairlane y vieron que el limpiaparabrisas no andaba. Si se largaba a llover, quien estaba al volante y el acompañante sacaban un brazo por la ventanilla y tiraban de las sogas que habían atado al par de escobillas. Así despejaban el agua del frente para poder ver. A mitad de camino se rompieron las luces del auto y decidieron viajar solo de día. Tardaron más de una semana en llegar. Un día, el atardecer los encontró a mitad de camino, lejos de un pueblo y del otro. Corrieron el Ford al costado de la ruta y cenaron lo que tenían: un zapallito con salsa de soja.

—Hay un refrán Alemán que dice “el nombre es programa”, y nuestro espectáculo se llamaba Malapraxis— dice Federico sin aguantar la risa.

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El décimo aniversario del Hazmereir fueron dos días de espectáculos al aire libre y una gala en el teatro que tuvo dos cuadras de cola. Más de 10.000 espectadores se acercaron a ver a los payasos, a los acróbatas.

Bajo un sol que no daba tregua, los malabaristas se colgaban y volaban en sus trapecios. Los payasos corrían de un lado a otro y la gente se agrupaba para verlos. Los cachetes colorados y el cuerpo transpirado mostraban lo difícil que era aguantar el calor. Pero nadie dejaba su lugar. Cada vez que terminaba un número, chicos y grandes cargaban sus sillas, el mate, las galletitas y se movían hasta el escenario donde iba a empezar el próximo show.

Sebastián Godoy con su payaso Yo-yo se convirtió en el invitado de honor de los últimos festivales. Yo-yo tiene todos los pelos revueltos, está vestido de traje y lleva patines en los pies. Se pelea con los nenes que se le cruzan, hace jueguitos junto al público con una pelota gigante y toca una sinfonía a partir de un juego de sifones que lanzan agua para todos lados. Antes de empezar, siempre aclara que su número moja.

Sin darse cuenta Sebastián explica su pasión hablando del calor y del agua. Se acuerda que los veranos en Tartagal, su ciudad natal, eran muy calurosos y lo único que llegaba hasta ahí era el circo. Para ver las funciones había que esperar hasta el atardecer. Pero a la hora de la siesta él se escapaba de su casa, se filtraba por debajo de la lona de la carpa y se ponía a espiar a los payasos. Cuando empezaba el show, hacía rato que él estaba adentro. Años más tarde dejó Salta para estudiar Biología marina a Mar del Plata porque creía tener una conexión especial con los delfines. Pero había algo dentro suyo que no lo dejaba en paz. El punto de inflexión fue un verano que vendió cinturones en la playa. Se sentó en la escollera y después de llorar un buen rato decidió que no quería ser biólogo, quería ser payaso. Ahora, cada vez que termina su función en el Hazmereir Sebastián abandona a Yo-yo para ir hasta la playa y darse un chapuzón. Porque aunque el agua esté bien fría, es como la risa: siempre le trae calma.

Hazmereir IV

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En el corazón de Budapest hay una isla que se llama Obudai. Una semana al año, a ese lugar llegan alrededor de 400.000 personas para asistir al Sziget; el festival más grande de todo Europa. En la edición 2015, entre todos los escenarios, había uno que pertenecía exclusivamente al circo Hazmereir. Josefina Gardey, que desde chiquita se enamoró del circo, de ese olor a lona vieja y a pasto mojado, no puede creer estar ahí, haber viajado tanto. Se acuerda de cómo nació su personaje cuando estaba junto a Nacho en Chiapas, México.

Para refrescarse un poco los pies, tuvo que caminar por un sendero que abría a la selva en dos y terminaba en las aguas de un arroyo fresco. Mientras avanzaba escuchaba voces y risas de un grupo de nenes que la venían siguiendo y que antes de esconderse le gritaban algo así como: ¡Muruya! ¡Muruya!

Días después, Josefina entendió que los chicos la perseguían porque no podían entender cómo tenía el pelo tan largo, tan enrulado. En la siguiente función de circo, ningún tzotzil se pudo aguantar la risa cuando Nacho presentó a su compañera como “Muruya” que en esa lengua significa “que tiene muchos rulos”. Así nació una payasa que camina por la cuerda floja porque le gusta estar al límite, que se transforma en una nena para jugar con su sombrero y que sabe ser dulce y provocadora al mismo tiempo.

Ana Clara Manera y Martín Umerez actúan juntos en La india, China, Nepal o Hong Kong. Se trepan a un palo de 7 metros de altura y mientras se sostienen con las piernas se toman de las manos, giran, suben. Se dejan caer desde lo más alto y frenan a centímetros del suelo. La vida de uno depende del movimiento y la fuerza del otro.

Javier Cufré y Florencia Ferreyro llevaron el circo desde Ushuaia hasta Curitiba en una camioneta del 72. Santiago y Sebastián con sus personajes viajaron por España, Italia, Israel y Singapur. Nacho y Federico fueron uno de los primeros payasos sin fronteras en llegar a Haití cuando fue el terremoto que dejó más de 100.000 muertos.

Pero cuando terminan sus viajes, cada uno de ellos siempre vuelve a la familia del Hazmereir: un payaso que nació en Mar del Plata y que aprendió a transformar el dolor en una sonrisa plena que le ocupa toda la cara.

Publicado en Revista Ajo

 

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