Teresa Ralli, teatrista peruana: «La violencia está en las estructuras»

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Por Maribel de Paz

Cruzar la puerta de ingreso a la centenaria casona del grupo Yuyachkani en Magdalena es adentrarse no solo hacia un vibrante viaje escénico. Es también, si uno se lo permite, deleitarse con la variedad de sus añejas baldosas, sus hermosos techos altos de vigas expuestas, sus ventanales con rejas de fierro forjado, las barandillas de madera tallada de su terraza, su jardín sembrado de floripondios y la pequeña gruta, en un rincón, agazapada casi, con la imagen de la divinidad candomblé de la bonanza: Oxumare. Afuera, los buses truenan, y mientras posa para las fotos, Teresa Ralli afirma: “Donde hay desequilibrio, hay vida”. Luego extrae de su bolso, como quien devela un tesoro, las fichas escritas a máquina hace 17 años por el poeta José Watanabe, cuya versión libre de la tragedia griega creó para Yuyachkani en larguísimas jornadas de trabajo de las que Ralli siempre recordará la voz “como de tela suave” del vate de Laredo. Con la carcajada amplia, un café cargado y las ideas claras, la actriz, que se hace enorme en el escenario, inicia esta conversación:

La gente no me cree que son las mismas fichas con las que trabajo desde hace 17 años. Nada menos que 17 años… Pasa rápido y lento, porque el tiempo es un concepto relativo… Esta es la frase que me ayuda a vivir.

Justo entrevistaba a Fernando de Szyszlo el otro día y me decía que es un horror lo corta que es la vida.
Es muy fuerte el paso del tiempo, pero cada nueva etapa que uno vive te hace valorar con más intensidad la anterior, se van misturando los aprendizajes, y lo más interesante es sentir que tengo mucho que hacer y que soy libre de abordar aquello que estoy imaginando. Y eso es bueno.

Luego de 17 años, el montaje de “Antígona” está por cumplir su mayoría de edad.
Y es interesante ver cómo el espíritu de esta historia sigue brillando y sigue teniendo algo que decir. Justo estaba revisando algunas notas y recordaba cómo se da este conflicto entre Antígona y Creonte: él representa la ley de los humanos y Antígona responde a la ley de los dioses. Y pensaba en un equivalente de aquello hoy en día, cuando la ley de los humanos, la que nos rige, se ha pervertido y reinterpretado de tantas maneras para conveniencia de las clases políticas. Entonces, ahora el equivalente de la ley de los dioses vendría a ser esta sed que tenemos los que peleamos por la vida, de respetar la naturaleza y la condición humana en toda su justeza.

¿Y de qué forma ha sido este país injusto contigo?
No podría decir que yo he experimentado una injusticia de la cual me pueda sentir rencorosa o doliente, no en mi propia carne. Quizá en el sistema educativo en mi infancia sentí la precariedad del intelecto, el agostamiento de la vida cotidiana, la falta de libertad; pero eso ha sido pequeño porque creo que he sabido superarlo y volar hacia donde he querido con mi comunidad.

Y, sin embargo, está el episodio de Canto Grande, cuando un alcohólico te atacó brutalmente.
Sí, me incrustó un vaso en la cara y tuve 90 puntos. Yo tenía 23 o 24 años. Con el grupo, al principio, aunque no supiéramos bien qué es lo que estábamos entregando, hacíamos talleres, era la manera de aprender, y en Canto Grande yo hacía talleres con los niños. Ese domingo me los iba a traer al museo del Paseo Colón, y ahí fue cuando apareció el borracho. Tuve que ser muy fuerte para implementar la acción legal, porque sentía que de pronto no debía enjuiciar a ese hombre.

¿Por qué?
Quizá me sentía extraña al barrio, quizá había algo de mí que decía: “¿Por qué he venido a un sitio al cual no pertenezco?”.

O sea, culparte a ti misma, como gran parte de las mujeres agredidas.
Exactamente. He pasado por eso, he pasado por eso. Pero cuando me has preguntado no lo recordaba, porque creo que con el tiempo he ido limpiando mi alma, mi memoria. Y ahora pienso en el panorama que tenemos frente a nuestros ojos, en cuán dura y parcial es esta cosa que se llama justicia, en cómo se acantona en la mirada machista y patriarcal para no implementarla contra los agresores.

¿Cuál dirías que es el gran trauma nacional, la herida más honda, la llave que abre la caja de Pandora?
Es difícil pensar que sea solo una llave y solo una puerta. Creo que tal vez la primera tiene que ver con la violencia que se ha ejercido en este territorio desde centurias, porque la violencia no es algo que aparece con la guerra interna, sino que esta es consecuencia de una violencia sistemática ejercida a través de las estructuras caóticas de este Estado mal construido.

Como una savia que recorre la historia patria a través de los siglos.
Un río subterráneo que sigue allí, porque la violencia no solo es la evidente, la violencia está en la estructura, en cómo te reciben en un colegio, si tienes menos dinero o si tienes piel oscura. En cómo tratan a la mujer que va a la comisaría a denunciar y cómo tratan al hombre. Y cómo el ministro agarra a la ex ministra del cuello y no haría lo mismo con un ex ministro. En cómo se ha silenciado la palabra de la mujer a lo largo de la historia, su participación en cada evento trascendental, en la gesta de la independencia, en cómo es un personaje que prácticamente no hubiera existido. Eso nos han enseñado en los colegios, eso es lo que hemos recibido.

Y a la que además de todos los insultos disponibles para la humanidad en general, se le puede poner de yapa el sambenito de puta.
Ah, sí, el hombre disfruta y es hombre, así aprende. La mujer disfruta y es puta, hay que censurarla. Es una herencia que cada vez se hace más fuerte, una violencia que no se considera como tal, que se la acepta, se la digiere, y luego se la da de mamar al hijo. Esa es la incongruencia y la paradoja de las mujeres de nuestra sociedad: es la teta la que da de mamar esa visión, que atenta contra nosotras mismas.

¿Cómo has hecho tú para no dar de mamar esa leche perversa a tu hijo?
No sé, yo no soy pura, no soy prístina. Es probable, por supuesto, que tenga mis propias oscuridades y fallas, pero tengo una ventaja, y es que no paro de reflexionar sobre eso.

Quizá el mayor regalo que puedes darte a ti misma.
Pero es un regalo que pesa. Dicen que la gente inconsciente es más feliz, pero yo creo que el conocimiento trae una calidad de iluminación que no la da ninguna otra cosa, y no es un conocimiento solo cerebral, sino integrado con el cuerpo y las vísceras.

Publicado en El Comercio

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