La historia en su propia voz

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En Contexto
Quilapayún es por su obra y trayectoria un conjunto esencial para conocer la música popular chilena de la segunda mitad del siglo XX como para comprender estética y políticamente el movimiento que se llamó «nuevo cancionero latinoamericano», que desde la década del ´60 del siglo pasado atravesó géneros, estilos y formaciones diversas con una impronta que será difícil de borrar. Durante estos días Quilapayún festeja los 50 años desde su formación

Es difícil precisar la fecha exacta en que comenzó nuestro grupo; en el recuerdo se amontonan las imágenes que uno podría tomar como punto de partida, pero la verdad es que casi todas ellas presuponen ya un comienzo. Uno diría que el Quilapayún entró sigilosamente en nuestras vidas, y que cuando tomamos conciencia de su existencia, ya hacía rato que estaba allí, entre nosotros, reuniéndonos y entregándole una dirección precisa a nuestro canto.

Empezamos, si mal no recuerdo, en un mes de invierno del año 65, pero no podría decir cuál. Más adelante, cuando quisimos precisar tan memorable acontecimiento, no tuvimos más remedio que fijar arbitrariamente un día cualquiera del mes de julio y elegimos el 26. La verdad es que es perfectamente posible que hayamos nacido en esa fecha, pero pruebas no tenemos ni siquiera para convencernos a nosotros mismos. Lo que más pesó para elegir tal día fue, como se imaginará, nuestra admiración por la revolución cubana, sueño siempre entreverado en nuestra propia utopía, aunque en realidad es perfectamente posible que hayamos comenzado a cantar algunas semanas antes o algunos días después.

Lo que sí recuerdo perfectamente es que una mañana fría, de esas que los chilenos conocemos tan bien, en las que el sol, después de muchos días de lluvia, vuelve a desentumecer las calles de Santiago, llegaron a mi casa los dos Julios, Julio Numhauser y mi hermano, Julio Carrasco, ambos vagamente interesados en la música folklórica y convencidos de que lo único capaz de terminar con lo neblinoso de nuestras tres vidas era el proyecto de formar un grupo musical. Desde hacía varias semanas se les veía complotando y buscando por aquí y por allá hipotéticos integrantes que no llegaban a interesarse verdaderamente en el asunto. Como sabían que mis intereses ya se habían alejado bastante de la música, no habían pensado seriamente en mí: yo aparecía como un taciturno estudiante de Filosofía, con una promisoria carrera universitaria, en la cual ya tenía algo avanzado, y mi vida parecía orientada definitivamente hacia la enseñanza. Era normal entonces que ninguno de los dos Julios se hubiera atrevido a proponerme un cambio tan drástico de mi docto destino: incitarme a colgar la toga académica para tomar el poncho y la guitarra hubiera sido un franco desatino, de cuyos beneficios para mi vida aún sigo dudando. Pero habían sido tan infructuosas sus búsquedas y tan desalentadoras sus averiguaciones, que para no echar por la borda el gran proyecto, me solicitaron que colaborara con ellos durante un corto tiempo. Se trataba únicamente de echar a andar el asunto, después, ya se vería… No se contentaban con ser un dúo y, aunque sus planes todavía eran bastante más ambiciosos, un trío podía servirles para comenzar. Por el momento, lo único que me pedían era que cantáramos juntos durante algunas semanas, mientras ellos seguían buscando los integrantes “definitivos”. La cosa no duraría mas que un par de meses. Mientras tanto, podíamos comenzar a montar algunas canciones que después servirían para el trabajo futuro…

La idea no era descabellada: las vacaciones universitarias estaban comenzando y la posibilidad de ocupar mis momentos libres cantando y haciendo música era como para considerarla. Eramos un trío bastante alegre y cada vez que nos juntábamos nuestra potencia humorística se multiplicaba en proporciones no desdeñables; no eran raros los momentos de tan desmesurada hilaridad que para no terminar la tarde en verdaderos ataques convulsivos nos veíamos obligados a solicitar la clemencia del silencio. Por esta razón, o mejor dicho, por esta tentación —que era la única verdaderamente poderosa para quien pasaba sus días discutiendo arduamente con sus compañeros acerca del relativismo de Protágoras— me decidí a pasar unos días de esparcimiento y acepté la singular proposición.

No me equivoqué: recuerdo esos primeros momentos como los más divertidos en la vida del conjunto. Los dos Julios eran un dúo de cómicos imbatible. Había que verlos cantando una opera dramática en un idioma extrañísimo, mezcla de ruso y alemán, en la cual se iban produciendo las más inéditas situaciones que jamás libretista alguno imaginó, y que ellos, con inagotable ingenio, iban inventando sobre la marcha, para mayor admiración del auditorio. Brunilda, a punto de ser asesinada por el traidor Idomeneo, era salvada justo a tiempo por el cacique Charquicán, que aparecía en escena bailando una danza de amor araucana, acompañada por todo el repertorio de ollas y sartenes de la casa. Al final, Charquicán partía a la guerra contra el “turco” y Brunilda se quedaba llorando por no haber podido terminarle el chaleco de lana “Jazmín” que el héroe le había encargado en el segundo acto. Idomeneo herido telefoneaba a la ferretería “Bandera” para encargar el sacacorchos con el que se vengaría definitivamente.

Naturalmente, del conjunto propiamente tal no hubo nada hasta mucho tiempo después, pero eso no impedía que nos juntáramos dos o tres veces por semana a “ensayar”, como decíamos, es decir, a continuar nuestra opera interminable y a desternillarnos de la risa con todas las locuras que éramos capaces de inventar. En realidad no teníamos nada que “ensayar”, a menos que consideráramos ensayo la repetición de los números del improvisado cabaret que comenzaba justo cuando se vaciaba la botella de pisco que a veces alguno traía. Entonces Numhauser, con delantal blanco y rubias trenzas de cáñamo, nos recitaba sus poemas patrióticos para conmemorar “el día de la maestra”, y el otro Julio que lo acompañaba tocando en la guitarra una larguísima versión de “Juegos prohibidos”, concluía el programa cantando alguna de sus eximias especialidades, la famosísima canción del elefante “que tapóse con la trompa el orificio”, la cual se veía multiplicada al infinito con sabrosas rimas en “ón”, en “oto” y en “ulo”, “la cueca del piojo” que sufría similares variantes y la obra de recopilación, edificante tonada anónima cuyo estribillo dice: “no me puedo peer… no me puedo peer… suadir, de que tú no meas… de que tú no me has de querer…”.

De repente menguaba la fiesta, nos poníamos un poco más serios, y en medio de la angustia hamletiana derivada más del pisco que de un verdadero interés en la cuestión, comenzábamos a discutir sobre la “línea” que debía tener el grupo. Ésta parecía perpendicular a la superficie de la tierra, porque rápidamente se arrancaba hacia el infinito, en conversaciones inagotables sobre lo que había que hacer y no hacer, sin que quedara nunca claro para nosotros qué íbamos a cantar en definitiva y de qué manera. Felizmente esta escolástica de la “línea” nos hacía derivar inevitablemente hacia el sesudo jeroglífico que en ese momento resumía todas nuestras tribulaciones: ¿cómo nos íbamos a llamar? Un conjunto que se preciara debía poseer un nombre adecuado, sin nombre no llegaríamos a ninguna parte. Después de entregar cada cual alguna que otra idea seria sobre este problema, rápidamente volvíamos a precipitarnos inconscientemente por la pendiente del humor. Este último era, sin lugar a dudas, el gran obstáculo para llegar a algo concreto y al cabo de pocos minutos de nuevo daba cuenta de nosotros. Bastaba que alguno propusiera, por ejemplo, que nos bautizáramos “Trío Tetraciclina”, para que se desencadenaran los espasmos que después de tres o cuatro proposiciones como ésta volvían a mandarnos a la lona. “Los tres Amperes”, “El Trino Cantimplórico de los Andes”, “De arriba vengo, pa’bajo voy, ábreme la puerta que soy cantor” y otras linduras semejantes.

Un día se nos ocurrió buscar en un diccionario mapuche alguna palabra que nos cuadrara. En esa época, la mayoría de los conjuntos folklóricos chilenos en boga llevaban nombres como éstos: “Los de las Condes”, “Los de Ramón”, “Los de Santiago”, y este tipo de apelativos no nos sonaban bien. Nos parecía siútico, de mal gusto y poco original encuadrarnos en esta corriente que inclusive en lo musical encontrábamos algo mediocre. Aunque todavía no supiéramos definir con exactitud lo que nos proponíamos hacer, teníamos muy claro lo que no queríamos, y este tipo de música “folklórica”, entonces tan de moda, no nos gustaba casi nada. Por eso, para desmarcarnos de estas tendencias, buscábamos un nombre indígena.

Sabíamos que tenía que ser una palabra sonora, aguda, como esos hermosos nombres de nuestros legendarios héroes indígenas: Caupolicán, Tucapel, Cayocupil, Perteguelén y tantos otros que recordábamos haber leído en La Araucana. Pero en nuestro diccionario había tantas palabras y con reminiscencias tan diferentes, que nos perdíamos buscando entre sus páginas el nombre salvador. Como la mayoría de las palabras de nuestro voluminoso librote nos parecían demasiado insignificantes como para encerrar en ellas la descomunal idea que teníamos de nuestro escurridizo grupo, comenzamos a buscar combinaciones más complicadas. Así llegamos a definir que “quila”, que en mapuche significa “tres” no estaba mal para comenzar. ¿Pero tres qué…? Era difícil decidir la cuestión. Seguimos entonces buscando durante largo rato en la lista de pájaros, plantas y animales que pudieran servir de símbolo a nuestro propio grupo, agotando toda la flora y la fauna del gordo diccionario sin ningún resultado. Ya estábamos a punto de abandonar, perdidos entre los queleuquelenes, los maquis y las quiacas, cuando alguno pronunció casi inadvertidamente la combinación “Quila… Payún”. Quila… Payún. Quilapayún. No sonaba mal. Quilapayún, tres barbudos. Quilapayún, Quila… Payún, repetimos varias veces y cada nueva vez el hallazgo nos parecía más feliz. Quilapayún. Además, el nombre nos sugería una idea que inmediatamente nos cautivó: así como los Beatles se habían hecho famosos por sus melenas, nosotros, como los revolucionarios de Cuba, nos haríamos famosos por las barbas. ¡No faltaba más!… Lo único malo es que después de algunas bromas como ésta, el nombre se nos olvidaba y había que volver a buscar las palabras mágicas en el diccionario. Tuvimos que repetirlas varias veces y con diferentes entonaciones para comenzar a aprenderlas definitivamente: soñábamos con los anuncios y los afiches en los grandes teatros del mundo: “Hoy, Quilapayún, hoy”, “Quilapayún, el grupo musical chileno”, y nuestras fotografías en las portadas de diarios y revistas, “los famosos barbudos llegan hoy a nuestra ciudad”. Cuando se trataba de soñar no nos quedábamos en chicas y como del sueño se pasa rápidamente a la alegría, y como nosotros más que de músicos teníamos vocación de payasos, nuestro Quilapayún se transformaba rápidamente en Quilapollón, o en Quién la apoyó y de ahí se pasaba al Pollón de la chiquilla o a Quién paga el pollo y la gran conquista no escapaba al festín de carcajadas.

La verdad es que el nombre existió antes que el conjunto, y tal vez por una especie de superstición nominalista, esta palabra nos convenció de que la “cosa” que llamábamos así, podía realmente existir. En los hechos, muy poco tiempo después, la “cosa” comenzó a existir; un nombre tan convincente no podía dejar de pertenecer a algo real, y así, el Quilapayún comenzó poco a poco a transformarse en una suerte de cuarto camarada, del que uno podía hablar, opinar y hasta reírse, lo cual le fue entregando con el tiempo una misteriosa independencia.

Después del nombre vino la idea, aunque tal vez en el hallazgo de la palabra se hallaba ya incluido de una cierta manera el contenido, que no tardó en hacerse presente. Quilapayún era una palabra indígena de sonido recio y abierto, como el canto que inconscientemente andábamos buscando; pero al mismo tiempo su significado señalaba hacia Cuba, que para nosotros, como para toda nuestra generación estudiantil de los años sesenta, se alzaba como la naciente esperanza de una revolución verdadera en el continente latinoamericano. De esa manera, a tanteos, por aproximaciones, los matices de nuestro proyecto artístico se fueron aclarando, hasta constituir una dirección precisamente definida, la cual, por supuesto, en ese momento de inicios sólo quedó expresada muy en bruto: todo eso no era más que un germen, una semilla, que dependía de nosotros, de nuestro trabajo, transformar en flor o en fruto. Y desde entonces, felizmente, este cuarto camarada cuyo nombre nos costó tanto encontrar y aprender, no terminó nunca de nacer. Aún hoy día, a veinte años de esos días parturientos, todavía tengo la impresión de que recién estamos comenzando y de que todavía quedan significaciones por desentrañar en esta extraña palabra que nos unió a la guitarra. Lo que nació en esos primeros momentos de nuestra vida artística fue el impulso inaugural; sería completamente absurdo pensar que los que iniciamos ese primer movimiento teníamos ya en la mente lo que ocurrió después. En nuestros vagos sueños no estaba todavía ese camino real de trabajos y esfuerzos: que es en realidad lo único capaz de engendrar lo nuevo. Por eso puede decirse que cada uno de los que después se fueron integrando al grupo han participado por igual en su nacimiento; el Quilapayún, felizmente, no ha cesado nunca de transformarse, porque la mantención de un cometido como el nuestro vive del constante esfuerzo por ir más allá de lo hecho. Y no solamente los que más cerca han estado de esta obra colectiva han aportado a su generación, sino muchos otros que, nunca cantaron ni nunca cantarán, pero que por su generosidad y amor a la canción popular chilena, dejaron su huella en nuestra huella. “Para nacer he nacido”, dice Neruda; algo de eso ha ocurrido con nosotros, y por eso esta historia es la simple historia de un nacimiento que siempre tiene como protagonista a un recién nacido.

En esos momentos de parto nunca pensamos seriamente que algún día íbamos a poder llega a ser un grupo de verdaderos artistas profesionales. Nos imaginábamos como un conjunto estudiantil, que tomaría la música como un pasatiempo, y cuya máxima seriedad podía provenir del deseo de cantar lo mejor posible en la corriente de música folklórica, que por entonces era el gran descubrimiento en los ambientes universitarios. Así comenzamos y estos inicios fueron como todos los inicios, desordenados, desorientados, ciegos, derrochando tiempo y esfuerzos, y sin que pudiéramos ver ningún resultado interesante hasta mucho después, cuando por fin comenzaron a nacer las primeras canciones.

Nuestros primeros encuentros con la música fueron en una habitación de la casa de Numhauser habilitada especialmente por nosotros como “sala de ensayos”. La llamábamos así, no porque en ella tuviera lugar con exclusividad nuestra actividad musical, pues ésta, una vez que se echaba a andar y prendía el entusiasmo, podía llevarnos a cualquier parte. El apelativo era simplemente para autoconvencernos de que la cosa iba en serio; pero bastaba que descubriéramos una nueva armonía que nos cautivara, para que rápida y bulliciosamente nos trasladáramos a los pasillos del edificio, en un rincón bajo las escaleras, donde había un eco tan resonante que hasta nuestros desafinados coros sonaban bien. Allí cantábamos a nuestra guisa, deleitándonos con las desarmadas armonías que íbamos echando al aire. Ese era el lugar de prueba, por decirlo así, y nos sirvió, hasta que los infaltables enemigos de la música, en este caso los vecinos, comenzaron a deshilvanar nuestras canciones con destemplados llamados al silencio. En otras ocasiones, para terminar la discusión acerca de si el acompañamiento de la samba o de la cueca era así o asá, nos veíamos obligados a desplazarnos al salón, donde estaba el tocadiscos, y como allí también estaba el pisco y otros tragos regionales, y como no hay nada mejor que el pisco para saber en definitiva cómo se toca la cueca, la cosa volvía a terminar en fiesta y la escena con la que se encontraba la mujer de Numhauser al abrir la puerta de vuelta del trabajo, no es para describirla.

La verdad es que nuestra “sala de ensayos”, que al principio era la pieza de planchar y colgar la ropa sin la ropa y sin la tabla de planchar, fue transformándose poco a poco en una verdadera sala de trabajo, pues se fue llenando de instrumentos folklóricos, de libros, de partituras, de sillas de paja, de botellas vacías y de colillas de cigarrillo esparcidas por el suelo. Como al dueño de casa le gustaba coleccionar instrumentos, en los muros se fue acumulando el más amplio repertorio de flautas indígenas, quenas, pinquillos, tarcas y demás, junto a charangos, tiples, cuatros y otros, cada cual de más rara procedencia y factura, y hasta una especie de violín chino, de muy pocas cuerdas, al cual, a pesar de gastar horas en su estudio, jamás conseguimos sacarle un sonido que se pareciera a la música. Teníamos también —y esto era motivo de gran orgullo para nosotros— una enorme rueda de carreta, tan grande que apenas nos dejaba espacio para sentarnos a su alrededor, pero de la que no podíamos prescindir por considerarla el colmo de lo folklórico y la prueba más ostensible que teníamos del enraizamiento de nuestras canciones. En los rincones, que eran los únicos espacios que quedaban libres una vez que estábamos todos sentados, se acumulaban las trutrucas, los erkes, las pifilcas y otros instrumentos araucanos que nunca llegamos a utilizar, a pesar de que jamás faltó la proposición de incluirlos en el próximo arreglo. Como en ese tiempo se habían puesto de moda las “peñas folklóricas”, de las que más adelante tendremos que hablar, imitando su estilo, iluminábamos nuestras reuniones con velas incrustadas en el gollete de botellas de todo tipo, las cuales con el goteo de la esperma adquirían caprichosas formas, dándole a nuestros ensayos el carácter de escenario de alguna lejana aventura de piratería. En esas penumbras comenzamos a cantar, a veces imitando sonidos de grupos conocidos, a veces encontrando nuestra propia manera, que paulatinamente fue perfilándose con mayor claridad para nosotros.

Discutíamos mucho todavía sobre la “línea” del conjunto. Como ya queda dicho, en esa época la mayoría de los grupos folklóricos populares estaban influidos por una corriente que a nosotros no nos gustaba. Se trataba de grupos de cuatro o cinco integrantes, que parecían productos de una fabricación en serie, porque siempre tenían la misma estructura musical y la misma apariencia. En sí mismos no eran muy creativos, pero habían logrado atraer la atención del gran público hacia las canciones folklóricas, cosa que no era nada de insignificante en un medio artístico como el nuestro, tan influido siempre por la música comercial. Desde hacía algún tiempo, la juventud chilena se interesaba únicamente en la música extranjera, especialmente la norteamericana, la cual, por eso mismo, era la más difundida por las radios nacionales. Éstas estaban todas o casi todas controladas por monopolios nacionales o extranjeros, y no poseían ninguna conciencia de su influencia cultural, fuera ella negativa o positiva. La ausencia de autenticidad era tal, que muchos artistas interesados en la canción popular, como reacción comenzaron a intentar un tipo de creaciones más fiel a lo que entonces ocurría en nuestro país y que parecía ocultado por la imponente influencia cultural extranjera.

Vivíamos en los comienzos del gobierno democratacristiano y todavía se respiraba la euforia del triunfo electoral de Eduardo Frei, que había producido una gran consternación en las filas de la izquierda. Los ganadores habían logrado imponer la idea de que con ellos se iniciaba un largo período de transición pacífica hacia una sociedad más justa; se hablaba de los futuros cincuenta años de poder democratacristiano, y el movimiento ascendente que se había unido en torno al nombre de Salvador Allende parecía obligado a postergar sus ilusiones hasta un futuro muy lejano. Pero en realidad, como en el despliegue populista del freísmo había muchas ambigüedades, la “revolución en libertad”, muy apoyada por el gobierno norteamericano de la época, pronto comenzó a mostrar sus limitaciones, las cuales, sobre todo agudizaron las contradicciones que pretendían resolver. El gobierno de Frei sembró nuevas expectativas de justicia, sin poder entregar soluciones definitivas, y al final, resultó ser una especie de compromiso entre la verdadera revolución que venía fraguándose desde hacia tiempo en las entrañas de Chile, y las fuerzas que se oponían a ella, espantadas ante el posible desborde popular. A pesar de todo esto, este período fue muy positivo: la reforma agraria realizada en esos años fue una medida bastante profunda y progresista, que modificó completamente las relaciones de producción agrícola; la sindicalización campesina alcanzó un grado de organización nunca antes visto en el país, cambiando radicalmente la conciencia de los campesinos chilenos. Por otra parte, lo que se llamó “chilenización” del cobre —que fue una suerte de acuerdo con las compañías norteamericanas que hasta entonces explotaban ese metal— aunque era una solución intermedia, con vistas a una futura nacionalización, preparó la verdadera apropiación, la cual se realizaría más tarde, durante el gobierno de la Unidad Popular. Del mismo modo, los esfuerzos de “promoción popular”, que eran medidas de ayuda que favorecían a los más desposeídos, aunque basadas, más en la caridad, que en formas de atacar el mal por la raíz, aligeraron la carga de innumerables familias de los sectores marginales de las ciudades. Con estos nuevos lineamientos políticos, el país comenzó incuestionablemente a tomar otros rumbos, acrecentándose las esperanzas del pueblo con la constatación de que un cambio importante era posible.

El gobierno de Frei quiso mantener un purismo centrista que al final le costó la derrota de 1973 y que caracterizó todo este sexenio. Por mantenerse alejado de toda verdadera alianza hacia la izquierda o hacia la derecha, todo este período fue como una especie de equilibrismo entre la revolución y el conservantismo, que no logró dar la impresión ni de un verdadero cambio ni de una verdadera continuidad. Por eso, al final, todo el mundo terminó descontento: la derecha, porque los cambios y las reformas le parecían una audacia que empujaba el país hacia el comunismo, y la izquierda porque el reformismo en la continuidad no solucionaba los problemas del pueblo. Por esta razón, después de los éxitos espectaculares de los primeros años, la Democracia Cristiana comenzó a ser derrotada en todos los frentes, pasando a ser la tercera fuerza entre la izquierda y la derecha; y por eso también, frente al triunfo de la unidad Popular, sus ilusiones centristas la fueron empujando hacia posiciones cada vez más reaccionarias. Un centrismo de izquierda, como el que preconizaba Tómic, tal vez nos habría ahorrado la terrible época que estamos viviendo, en la cual, el centro y la izquierda, cada cual a su manera y con la misma ceguera, le han abierto las puertas al fascismo.

Pero dejémonos de historias que no han ocurrido y volvamos a la nuestra que sí es real: el gobierno democratacristiano también tuvo sus devaneos culturales, los cuales no dejaron de tener un cariz positivo, pues contribuyeron a levantar el caído sentimiento nacional. El efecto, las conmociones del verdadero parto que se gestaba en el seno de nuestro pueblo —y no se entienda esto en un sentido estrecho político partidista, como si el resultado de esto que se preparaba tuviera que haber sido necesariamente el gobierno de Allende— no podían ser del todo ignoradas por un gobierno populista, el cual, por lo demás, había nacido de una cierta conciencia de esta situación germinal, aunque para darle una dirección determinada. “Cambiar todo para que no cambie nada” parecía ser la divisa de los dirigentes derechistas democratacristianos, que fueron los que al final le imprimieron el ritmo al proceso. Si bien esta idea no bastaba para conducir revoluciones culturales, sí fue suficiente para impulsar algunas iniciativas artísticas que pronto comenzaron a dar frutos. En el ámbito de la música popular, que es el que a nosotros nos interesa, comenzaron a escucharse voces nuevas, y algunos artistas, hasta entonces completamente ignorados por el gran público, comenzaron a tener un tímido reconocimiento. El caso más notable es el de Violeta Parra, que desde que había vuelto de Europa, trataba de hacerse un lugarcito en la programación de las radios nacionales.

Sin embargo, lo que en esa época tuvo mayor acogida en todos lados fue una corriente, que sin ser expresión auténticamente popular, empezó a ser ampliamente difundida, tal vez por el hecho de representar más o menos fielmente en el terreno de la música, lo que la Democracia Cristiana era en el plano político. Esto es lo que comenzó a llamarse “neofolklore”, y en lo cual nos vemos obligados a detenernos, porque tiene una cierta importancia en la definición inicial de nuestro grupo, y sobre todo en el nacimiento de lo que después se llamó “Nueva Canción Chilena”.

El “neofolklore” fue como una versión del folklore campesino para las capas medias, es decir, un intento de tomar la música folklórica en sus aspectos más pintorescos y tranquilizadores, y de vestirla al gusto de los sectores medios de la sociedad chilena, la cual durante este período pasó a ser la clase dirigente. En esta línea de creación no todo era malo, pero pronto la comercialización de este estilo fue sofocando todo espíritu de renovación, haciendo de esta música una versión criolla de la música de mercado. Tal vez lo que puede dar una idea casi caricatural de este momento de degradación, es el carácter que tomaron los grupos de aquella época, que fueron los que llegaron a tener más éxito. Todos ellos estaban formados por jovencitos muy compuestos, que salían al escenario peinados a la gomina y vestidos de “smoking”, con corbata “de humita” y todo. Así, aclamados fervorosamente por sus admiradores, eran estos conjuntos los portavoces de una imagen idílica del hombre de la tierra, de su vida y de sus virtudes, siempre cantadas con exageraciones románticas y patrioteras. Estas canciones de tarjeta postal hablaban inofensivamente del arriero, de la lavandera y del “huaso”, y eran interpretadas con voces dulces y entonadas por estos jóvenes de zapatos impecables.

A nosotros estos grupos no nos gustaban nada. Musicalmente eran más o menos como su apariencia: rebuscamientos vocales, armonías alambicadas y un limitadísimo número de recursos expresivos que se repetían hasta el cansancio, pero que terminaron imponiéndose como rasgos estilísticos propios de este movimiento, hasta el punto que nadie dejaba de utilizarlos. En alguna estrofa de la canción siempre tenía que aparecer un solo de bajo, cuya intención, más que una necesidad musical, parecía una demostración virtuosística de los registros más graves del cantante. En los medios especializados, este malabarismo se tomaba como la prueba irrefutable de las calidades de un conjunto. La otra cosa que no podía faltar era el famoso “bomborombóm”, es decir, la imitación vocal de los ritmos del tambor o de los rasgueos de la guitarra, remedo que a veces llegaba a ser tan exagerado y complicado, que daba la impresión de que nuestras tonadas campesinas comenzaban a despeñarse hacia el “beebop” del jazz americano. Se llegó a abusar de tal manera de estos recursos, que se transformaron rápidamente en el rasgo predominante de la música de esa época, y durante bastante tiempo estos “bomborombón”, “bimbirimbín” y “bambarambám” se descargaron como ráfagas sobre los oídos del inocente radioescucha chileno. Como en estos grupos todo parecía estar marcado por lo cuantitativo, otra de las características que daban prestigio era la altura que podía alcanzar la voz del tenor: los pobres músicos se desgañitaban tratando de superar las marcas de los grupos más famosos, los cuales hacían proezas cada vez más difíciles de imitar.

Lo positivo de este movimiento fue que en medio de este inquietante formalismo, estos mismos grupos comenzaron a incluir verdaderas canciones creativas en su repertorio, y fueron ellos los primeros intérpretes de estos grandes compositores y poetas populares que por aquella época comenzaron a asomar la nariz en el ambiente artístico nacional: me refiero a la Violeta ya nombrada, a sus hijos Ángel e Isabel, a Víctor Jara, a Rolando Alarcón, a Patricio Manns y a tantos otros, todos ellos, primero confundidos con esta ola de “neofolklore”, y más tarde cada vez más distanciados de ella.

A nuestro pueblo le gustó el “neofolklore” y esto es perfectamente explicable: en primer lugar, porque nunca antes había habido en Chile una tal valorización de la música popular nacional, la cual, aunque aparecía vestida con un ropaje estéticamente discutible, no dejaba de traer consigo una cierta energía cultural; en segundo lugar, porque esta música de contenido nacionalista buscó su éxito a través de la reviviscencia de tradiciones con un gran arraigo popular, y se las arregló para ir incorporando en su temática, los grandes temas de la historia de Chile. De este modo, de una ingenua comprensión de las luchas patrióticas, se fue pasando a una visión un poco más profunda de Chile y de su pueblo. Por este motivo, no hay solución de continuidad entre este movimiento y lo que surgirá más tarde como Nueva Canción Chilena. Aunque en algunos casos, las canciones “neofolklóricas” le daban al pueblo un falso retrato de sí mismo, éste vio en ellas sobre todo su carácter nacional, y no se equivocó valorando positivamente este movimiento, y viendo en él, por encima de las falsificaciones de estilo, la fuerza que tendía a nacer y que exigía por fin expresarse en canciones auténticamente nacionales y verdaderamente populares. Esto bastó para que todo nuestro país cantara con estos artistas, los cuales, sin tener plena conciencia de ello, estaban contribuyendo a despertar profundas raíces, de las que saldría buena parte de lo que se hizo después en este campo.

Por otro lado, y como queda dicho, incluido en este movimiento estaba la matriz verdadera de la música popular chilena, todos esos grandes artistas que con sus creaciones constituirían el surco más fructífero de nuestra canción popular.

El “neofolklore” dio frutos: casi todas las radios comenzaron a abrirse a este tipo de música y los mejores artistas del movimiento, muy pronto pasaron a ocupar los primeros lugares en las preferencias del público chileno. Se hablaba mucho de los hermanos Parra, especialmente de Ángel, quien pasó a ser una de las figuras más importantes del ambiente musical de esa época. Rolando Alarcón y Patricio Manns también tuvieron estruendosos éxitos: el primero con su canción “Si somos americanos”, que rápidamente se transformó en una de las manifestaciones masivas de ese nuevo espíritu bolivariano que por todas partes quería hacer escuchar su voz; el segundo con “Arriba en la cordillera”, seguramente la canción más escuchada en toda la historia de la canción chilena. Isabel y Víctor todavía no eran suficientemente conocidos, a pesar de que ambos ya se habían lanzado en la aventura de componer sus propias canciones.

Pero no sólo el “neofolklore” hizo irrupción en esa época. También se hizo presente otro fenómeno, no menos masivo que éste, y que rápidamente inundó las ondas radiales ocupando los primeros lugares en los rankings de la música comercial. Se trataba de esa música que se ha dado en llamar en todos lados, “género internacional”, y que tiene efectivamente representantes en todos los países; música de contenido generalmente insulso, y por medio de la cual, la canción ha llegado a ser un verdadero producto de consumo. Con estas baladas, que multiplicaban al infinito las versiones de “te quiero mi amor, mi vida, vamos a la playa” y otras piezas de antología del mismo valor poético, apareció en nuestro ambiente musical el complejo fenómeno de la comercialización del género canción con todas sus distorsiones y excesos. Las particularidades que esto tuvo en Chile no son muy interesantes de señalar, aunque para comprender estos inicios es importante dejar consignada aquí la repulsa que provocó en nosotros esta degradación de la música popular. Tal vez lo que más nos molestaba no era tanto la inepcia artística que estos cantantes demostraban, sino ese aspecto de superchería que traía la comercialización de su hacer. Hoy día esto parece haberse instalado en todo el mundo y toda defensa de la verdadera creatividad parece utópica frente al poder de esta música promovida a niveles planetarios por las grandes transnacionales del disco y del espectáculo. En los años sesenta, este gigantesco operativo comenzaba a dar sus primeros pasos y hasta en Chile aparecían las primeras manifestaciones de lo que podría denominarse el “idolismo”.

El “idolismo” es el resultado de las relaciones mercantiles introducidas en el dominio de la canción popular, y consiste en hacer creer o intentar hacer creer que los artistas de este género son unas especies de semidioses con extraños poderes sobre su público. Su arte no es el producto de un trabajo o un talento creativo, sino una cualidad casi divina en la cual se plasman los sueños de las masas. Como ni los empresarios disqueros, ni los representantes o agentes de espectáculos, ni siquiera los propios artistas logran explicarse las complicadas causas por las cuales muchas veces una insignificante musiquilla, con palabras medianamente bien hilvanadas, se transforma de la noche a la mañana en un producto de consumo masivo, igual que en los tiempos de ignorante salvajismo, se interpreta este prodigio como manifestación mágica de un oculto poder que residiría en algún misterioso rincón del cerebro del creador. Es verdad que el fenómeno del éxito de las canciones populares es bastante extraño y se presta para todo tipo de elucubraciones – controlar las potencias de la creatividad humana se ha revelado desde siempre como una empresa imposible – pero de ahí a creer que un autor de canciones es un genio, porque ha logrado agradar con su música a un público masivo, hay una evidente exageración. Esta se explica en parte por el interés de transformar a un artista en un producto de gran consumo, de donde los descomunales esfuerzos de promoción que se hacen en torno a ciertos nombres, cuyo talento generalmente está lejos de ser probado. Lamentablemente todo esto es un malabarismo que juega con un real misterio del que poco o nada se sabe, pues aunque las cosas, en este restringido terreno de la canción popular, parecieran más claras que en el campo del arte más desarrollado, en el fondo, aquí como allí, seguimos completamente perdidos. Las explicaciones puramente sociológicas que se han intentado se han revelado insuficientes y los mecanismos a través de los cuales se trata de inducir una inclinación hacia ciertos productos musicales, la gran mayoría de las veces no funcionan como se había previsto. El maquiavelismo de las grandes internacionales del disco es mucho más ciego de lo que comúnmente se cree, y la prueba de ello es que lo que termina teniendo éxito, la mayoría de las veces sorprende a todo el mundo. Las empresas, cada vez con medios más sofisticados, tratan de prever lo que gustará o no gustará en el futuro próximo, pero los vendedores de augurios, por lo general, quedan en el más completo ridículo. El éxito es cosa muy difícil de comprender y muchas veces su valor no es otro que el que se puede medir por la cantidad de dinero ganado. Éxito artístico y valor no son lo mismo, y nuestra época ha demostrado muchas veces, tal vez demasiadas, que el éxito no implica calidad, como la calidad no siempre conlleva el éxito. El artista profundo sabe que en todo éxito hay mucho de falsificación, y que con éste, por lo general llegan más peligros que satisfacciones.

En Chile, como en otras partes, las empresas de discos comenzaron a trabajar hacia los medios de prensa, y así fueron naciendo algunas revistas especialmente creadas para “idolizar” artistas en los medios juveniles. Se organizaron verdaderas campañas “a la americana” para imponer los nombres que a juicio de estos organizadores de éxitos iban a dar las ganancias más suculentas. No estaban tan equivocados, pues estos semanarios alcanzaron un gran tiraje, y las ventas de discos, niveles récords en el mercado chileno. Lo triste es constatar que estas gananciosas iniciativas, ampliamente apoyadas por el gran público, pasaron casi siempre por el lado de lo que nuestro ambiente musical tenía de más creador y profundo, sin llegar a descubrir ni su fuerza ni su importancia. El hombre se pierde fácilmente en la ilusión de lo perecedero y pierde de vista lo esencial, que por lo general pasa por su lado invisiblemente.

Desde nuestra situación, muy exterior a todos estos fenómenos empresariales, estas operaciones disqueras nos parecían detestables, y como no podíamos compartir las favorables opiniones que despertaba la mediocridad reinante, nos volvimos cada vez con mayor decisión hacia la autenticidad del canto campesino o indígena, que frente a toda esta superchería de mal gusto, era como un aire fresco y primaveral, aunque los que amábamos respirarlo, siguiéramos siendo solamente unos pocos. A todos estos “realistas” del mercado musical, la sola mención de que la canción implicaba un problema cultural, les habría sorprendido: a ellos les importaba más lo que se ponía de moda en Miami o Nueva York, que los medios que pudieran ayudar a nuestros pueblos a salir del subdesarrollo cultural, lacra tal vez más horrible y aplastante que todos los subdesarrollos que se acostumbra denunciar.

Los artistas del “neofolklore” no pudieron sustraerse completamente al exitismo y al idolismo, porque en la época no había otra manera de llegar hasta el gran público. La influencia del modo americano fue general, y trajo consigo todas las distorsiones que lo economicista puede traerle a las iniciativas culturales. El lado positivo de todo esto es que se inició un crecimiento importante de la industria discográfica nacional y un desarrollo de las formas de comunicación vinculadas con la difusión de la música popular. Las ideas que estos medios difundieron eran bastante discutibles, pero no faltaron tampoco las iniciativas verdaderamente positivas. Por este motivo, el sello que marca todo este período de realizaciones es la ambigüedad. Los artistas nacionales tuvieron que inclinarse ante el poder de las empresas del disco y ante las radios privadas, las cuales cada día fueron tomando más fuerza. Ante todo este despliegue de medios, los alegatos de orden cultural y artístico quedaron postergados. Por supuesto que en esta ola de relativo progreso, no faltaron los individuos que vieron este campo de actividad como una oportunidad más de ganar dinero. Así, como era de esperar, llegaron aquí también los oportunistas, que se lanzaron a la eterna caza de novedades, esquilmando y engañando a muchos artistas, que por grabar o por salir rápidamente a disponer de las ventajas de la popularidad, hicieron la vista gorda frente a estos abusos. Felizmente tampoco faltaron los otros, que, con mayor conciencia nacional, nunca perdieron de vista la responsabilidad que tenían y jugaron un importante papel en la difusión de los nuevos creadores.

Nosotros éramos simples espectadores de todo esto, formábamos parte de los que buscaban, todavía silenciosamente, lo que este movimiento de resurgimiento de nuestra música popular podía traer de auténtico; nos emocionaba ver que la música folklórica podía también atravesar las fronteras del pequeño núcleo que hasta entonces la había cultivado, y, especialmente, apreciábamos la altura poética y musical que la canción iba adquiriendo. Hoy día sabemos que este fenómeno no estaba ocurriendo solamente en Chile, sino que era común a las preocupaciones de los nuevos creadores de casi todo nuestro continente. En toda Latinoamérica se estaba reproduciendo con diferentes grados y matices lo mismo que estábamos viviendo nosotros, pero de lo que ocurría más allá de nuestras fronteras, nosotros sabíamos muy poco. Chile siempre ha sido una isla, la más insular de todas las islas, y nuestra visión del mundo era muy poco abierta hacia el exterior. En todo caso, y de ello tendremos que hablar más adelante, en todo este movimiento de resurgimiento de la canción nacional había no poco de influencia argentina, país donde el populismo peronista había traído un importante desarrollo de las expresiones folklóricas.

Nos molestaba bastante el vedetismo que imperaba en el ambiente, veíamos en todo eso un grado no pequeño de impostura, y aunque seguramente éramos injustos en nuestro rechazo categórico de todo lo que olía a música comercial, sentíamos un profundo malestar ante la confusión creada en todos lados por la influencia anglosajona en nuestra música. El espectáculo de ciertos cantantes nacionales agringando sus nombres y tratando de darle a su pronunciación del español un cierto tinte norteamericano, era una distorsión que despertaba en nosotros la piedad. Por eso, cada vez que podíamos, corríamos a escuchar a esos otros artistas, los verdaderamente renovadores, los cuales muchas veces tenían grandes dificultades para hacerse oír por encima del griterío superficial de los múltiples imitadores de la música de moda. Lo triste es que nuestro público, casi siempre engañado, no comprendía siempre la belleza y la ternura que traían estas canciones nuevas: algunas sonoridades de Violeta por ejemplo, aparecían entonces difíciles de aceptar por el gran público, y el sonido profundo y nostálgico de los instrumentos nortinos, que por esa época comenzaron a hacerse escuchar, eran para muchos, intromisiones bolivianas o peruanas en nuestras tradiciones. A pesar de estos malentendidos, algo palpitaba en esas salas donde sonaba por primera vez la música folklórica elevada al rango de arte verdadero, allí se respiraba un aire nuevo, y las palabras de esas hermosas canciones de un movimiento naciente iban desgranándose como frutos primerizos, desde el olvidado recinto de nuestra conciencia nacional. También nosotros queríamos hacer algo así, cautivar a nuestro público con algo auténtico, algo que yacía dormido en él mismo y que una canción tal vez podía despertar.

En este ambiente, en esta situación, discutíamos de nuestra “línea”, y por fin, después de larguísimas elucubraciones, llegamos a algunas decisiones que entonces nos parecieron definitivas: no queríamos nada que tuviera que ver con los conjuntos de música neofolklórica entonces en boga, queríamos poner el acento en la expresividad del canto y huir de todo formalismo estéril, queríamos más búsqueda, más arte, más poesía, y nos dispusimos a hacer como grupo lo que los creadores solistas ya estaban logrando: un canto de raigambre más profunda y una proyección más fiel de lo que hacían nuestros verdaderos cantores populares, esos que venían forjando la cultura latinoamericana desde hace decenios sin ningún reconocimiento, y para los cuales el fin jamás tendría que ver con radios, medios de prensa, agentes, periodistas, empresarios, etc. Esos extraían la fuerza de su inspiración del fondo de la tierra, y para ellos el canto era ceremonia, culto, tradición. Nosotros no queríamos hacer concesiones a lo comercial, y rechazábamos la ausencia de conciencia nacional de una buena parte de los medios que tenían que ver con la cultura. Rechazábamos también la penetración anglosajona en nuestra música, y aunque en esto durante mucho tiempo llevamos nuestro latinoamericanismo hasta el extremo, no faltó el reconocimiento a alguno de los aportes incontestables de esa música a la canción popular de nuestra época.

Para cumplir con ese ambicioso programa, que en ese momento no era más que una acumulación de posiciones acerca de todo —no cabe duda de que éramos los tipos más pedantes del ambiente cancionístico— nos volvimos hacia lo autóctono, hacia lo estrictamente indígena, que hasta ese momento era prácticamente desconocido en Chile. Sólo los Parra habían desenterrado este tipo de música, pero no había todavía ningún conjunto que se dedicara a difundir estas canciones. Sentíamos una necesidad enorme de encontrar nuestras raíces, de saber de nuestros orígenes, de conocer lo que éramos y lo que habíamos sido; y esto no lo entendíamos únicamente como una solidaridad romántica hacia las ruinas del pueblo que habían encontrado los españoles a su llegada al continente, sino como una verdadera respuesta a nuestra propia inconsistencia cultural. ¿Qué éramos nosotros en definitiva?, ¿en qué tradiciones podíamos verdaderamente reconocernos?, ¿cuál era en definitiva nuestra música?

Todas estas preguntas, vistas desde la experiencia cultural de los países europeos, pueden parecer extrañas. Aquí el problema de ser o no ser se da dentro de un contexto de muchas cosas ya definidas, basta volverse hacia el pasado para reconocer el itinerario histórico de lo que uno ha elegido. Para nosotros el asunto era concreto y dramático al mismo tiempo, no era posible soslayar esta necesidad de respuestas, no era posible contentarse con expedientes, que al final dejaban todo como estaba, sin decidir lo esencial, sin suelo donde cosechar, sin territorio donde plantar las semillas de nuestro propio arte. El artista necesita ser hijo de una tradición; el que quiere crear sabe que no todo viene de un despliegue de sí mismo, busca en cambio prolongarse y prolongar las raíces de su arte, no le basta con expresar simplemente los recovecos de su individualidad, quiere ser cola de león en vez de cabeza de ratón, quiere inscribirse en una historia, participar en ella, porque sabe que sólo lo que se hace historia existe como verdad. Por eso tiende lazos hacia su pueblo y entrevera su obra y sus aspiraciones con las realizaciones de su patria; su patriotismo consiste en unirse a la cadena de los que ya han ido construyendo.

Se me dirá: pero todo este tremendo blablablá filosófico es desproporcionado con respecto a la modesta iniciativa de formar un conjunto de música popular. Es verdad, pero este desequilibrio es testimonio de lo extremadamente problemático que era para nosotros ser chilenos. En realidad no sabíamos lo que éramos, y creo que esta sensación la hemos compartido con toda nuestra generación, la cual aún hoy día se mueve entre una miopía nacionalista y una hipermetropía latinoamericanista. ¿Cómo se concilian todas nuestras pertenencias? ¿Cómo se casa lo europeo con lo latinoamericano? ¿Cómo se concilia lo español con lo indio? ¿Y lo africano? ¿Hasta dónde también somos norteamericanos? Todas estas preguntas y otras similares forman el trasfondo de todo el arte en nuestro continente. Desde el más modesto, hasta el más ambicioso. Seguramente esta situación de multiesquizofrenia no variará hasta mucho tiempo más, hasta ese momento todavía lejano en que podamos ser lo que verdaderamente somos, hasta ese instante en que nos dejen, y además, seamos capaces, de hacer la síntesis de todo lo que somos, síntesis en la cual los elementos no sean polos en conflicto, sino fuerzas nutriéndose mutuamente de su enfrentamiento y de su diferencia. Lamentablemente todavía estamos lejos de ese día y seguimos todos cada uno a su manera, viviendo este desgarro cultural que hasta ahora somos: ser lo que no somos y no ser lo que somos.

Esto, que parece tan metafísico y tan abstracto, lo vivíamos nosotros con gran fuerza como problema musical, era el fondo de nuestras discusiones y casi todos nuestros desconciertos venían de allí. Lo que veíamos a nuestro alrededor era más perturbador que orientador. El espectáculo de la inautenticidad ambiente era desolador: era triste saber que los Carr Twins se llamaban en realidad Carrasco, que William Reb era en verdad, Guillermo Rebolledo y Pat Henry, Patricio Henríquez. Todos ellos habían elegido la mala conciencia, ayudados por los comerciantes de la música, que veían en esto un modo de acrecentar sus ganancias, echando mano a estos rockers criollos mucho más baratos y disponibles que los originales.

Pero por otra parte, cuando nos volvíamos hacia las ideas imperantes sobre lo que debíamos o no considerar como “nacional”, nuestra confusión aumentaba: la idea que operaba en los ambientes musicales era pobre e insuficiente, ni siquiera tomaba en cuenta la diversidad característica de nuestro país, cuyos límites había sufrido variaciones y cuya historia particular exigía una reflexión más profunda. El centro del país había impuesto su música folklórica como música característica nacional, y sus dos aires básicos, la cueca y la tonada, valían como símbolos musicales de Chile. Las canciones provenientes del norte o del sur del territorio no estaban todavía asimiladas al concepto de música chilena, a pesar de los esfuerzos hechos por algunos investigadores: el trabajo de la propia Violeta Parra, verdadera precursora en esto de la difusión folklórica, se unía al de otros grandes cultores de la canción de las raíces, como Margot Loyola, infatigable descubridora de cantos, bailes y leyendas escondidas en antiguas tradiciones de campesinos e indígenas, Héctor Pávez y su mujer Gabriela Pizarro, quienes dedicaron su vida a la reviviscencia de la cultura popular de la Isla de Chiloé, en el extremo sur del país.

De la cueca y la tonada, en sus versiones más comerciales y menos genuinas, se hacía uso y abuso en las fiestas dieciocheras, durante el mes de septiembre, mes de las festividades de la Independencia Nacional, pero durante el resto del año este tipo de música permanecía completamente olvidada. En las proximidades de estas fiestas se llenaban las ondas radiales de esta “música nacional”, cantada por “huasos y chinas”, acompañándose con arpas y guitarras. Estas canciones, hechas para bailar en las populares “fondas” —improvisadas salas de baile construidas como se pudiera en algunos parques y terrenos baldíos— eran una forma de reencontrar el perdido sentimiento nacional bajo su aspecto más chovinista, y en medio de una tomatera tan general, que creo que ningún chileno está desprovisto de alguna historia de borrachera en el mes de septiembre. “Tomemos, tomemos, antes de que nos curemos” parecía ser la consigna general, consigna que, por lo demás, casi siempre se cumplía con extrema estrictez. Lo malo es que esta precaria idea de la nacionalidad, expresada en alegres tonadas que cantaban “Chile, Chile lindo como te querré, que si por vos me pidieran, la vida te la daré…” no permitía ir más allá de ese entusiasmo pasajero, y una vez que pasaban las fiestas, a los pocos días, todo el mundo se olvidaba rápidamente de su patriotismo, sumidos, como era imprescindible, en el Chile real, que nada tenía que ver con los idílicos textos en los que se loaban las bellezas de nuestros paisajes, o los encantos de la vida campesina. El país volvía a su verdad y las ondas de nuevo se ponían a transmitir las últimas novedades del ranking norteamericano.

Eramos todos víctimas de un lamentable malentendido: lo que éramos no lo conocíamos suficientemente como para basar en ello nuestros festejos, y lo que no éramos nos servía para pasar un buen rato, pero no para levantar una auténtica cultura popular que acompañara nuestros sentimientos nacionales. Habíamos sido engañados, algo en todo esto no funcionaba: después, más adelante, todos descubriríamos que los ideales que más se agitaban en estas “fiestas de la patria”, el honor de nuestros militares, su fidelidad a las instituciones del país y tantos otros mitos de la bandera y el escudo y etc., etc., eran todos pensamientos nacidos en la cabeza de Judas. En realidad, todo esto no eran sino pruebas de una debilidad profunda, que no tardaría en manifestar toda su terrible fuerza, y de la que eran víctimas, no sólo las derechas interesadas en asentar estas enajenaciones patrioteras, sino también las izquierdas que a veces las criticaban: cuando los mitos de un pueblo no tienen una verdadera solidez y no están apoyados por una reflexión profunda que les dé verdad, todo se puede desmoronar fácilmente; la demagogia es un arma de doble filo. De ahí la necesidad de elaborar la verdad de sí mismo, la imperiosa necesidad de buscarse y conocerse más allá de los mitos, para poder construirse dentro de una fidelidad consigo mismo, la urgencia de tomarse en serio, incluso allí donde las elaboraciones de una cultura parecen más modestas, Sólo así la autenticidad en todas sus posibilidades puede transformarse en verdad histórica.

Hay que decir que este imperativo de autenticidad estaba en ese momento en el corazón de muchos, y en especial, de todos aquellos que estaban tratando de crear un verdadero movimiento de música nacional. Estas ideas eran en el fondo las que nos impulsaban a todos, aunque en ese momento hubiera sido difícil expresarlas con la claridad que podemos hacerlo hoy día. Y esto no sólo es válido para los creadores: también en el seno del pueblo, entre los trabajadores y campesinos que despertaban a una nueva utopía, se podían observar los primeros rasgos de una nueva conciencia nacional. Esta comenzaría con el gobierno de Frei, para asentarse más tarde bajo el gobierno de Salvador Allende con el destino que se conoce.

Haciendo la síntesis de nuestras preocupaciones de esa época, llegamos a una suerte de idea general de lo que queríamos hacer, esto es: un conjunto que hiciera una música expresiva, sin rebuscamientos ni alambicamientos, y que se lanzara, junto con los nuevos creadores de la canción chilena, a la búsqueda de las raíces de lo nuestro. A esto, y porque éramos muy permeables a lo que estaba ocurriendo en ese momento en la sociedad chilena, se unió de inmediato una nueva idea que sería más adelante una de las determinantes principales de toda nuestra creación y que en esos primeros momentos se presentaba como una intención muy brumosa, pero bastante poderosa como para definir ya nuestro proyecto: queríamos hacer música revolucionaria. ¿De dónde sacamos esto? ¿Qué sentido tenía esto para nosotros en ese momento? ¿Por qué la llamábamos “música revolucionaria”? Para responder estas preguntas mejor será que escribamos un segundo capítulo.

Eduardo Carrasco

Sitio oficial de Quilapayún

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