Tomás Abraham: «La cultura está hecha sobre la base de jerarquías»

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«En general, siempre escribí ensayos sobre filosofía, política y literatura, que son mis tres ámbitos. Y en 2011, en una especie de diario que llevo encima, anoté ‘29 de enero de 2011. La caverna. Novela’. Ese año estaba vacío. Cansado de la política y de la filosofía, me quedaba la novela. Ahí surgió este libro que se terminó llamando La dificultad. Así comienza el diálogo con el filósofo y escritor Tomás Abraham. Estamos en su estudio del barrio porteño de Palermo, un enorme y luminoso loft colmado de libros, fotos y pósters. Entre otras imágenes, se destaca la de un viejo equipo de Vélez, el club de sus amores. Es un apasionado del fútbol. De hecho, la charla comienza por esa temática, continuará con su nueva novela y terminará, dos horas después, de nuevo con la pelota. Está sonriente porque siente que La dificultad (Sudamericana) es su gran “obra”. Las críticas que le llegaron fueron buenas y lo incentivan muchísimo, cuenta.

–¿Contento, entonces, con el resultado de esas 480 páginas?

–Claro. Pude contar una historia, armar una forma de contarla y estoy totalmente feliz. Sentí que escribía mi obra. Siempre me pareció una falta de pudor decir “obra”, pero siento eso: no es mi libro sino obra. Demoré un año su publicación. Me la aguanté. La editorial quería sacarla y yo no. Su salida coincide con la muerte de mi padre y un ACV de mi madre. Hay una presencia del padre muy fuerte en la novela. Siento que el libro está siendo leído y lo que recibo de las lecturas responde a mis deseos y expectativas. Sentía que este es un muy buen libro. Y me parece que a otra gente le pasa lo mismo. Creo que hice una gran labor.

–¿Por qué demoraste un año su salida?

–Porque aunque mi viejo no estaba en condiciones físicas y mentales de leer la novela, si la hubiera leído le hubiese disgustado en grado sumo. Y no quería que se disgustara, porque se apoyaba mucho en mí. Yo era su columna y esa columna tenía que ser sólida. Muchas de las cosas que cuento en esas 480 páginas no se ajustan a su visión de la vida, ni de su vida, ni de la mía. No me hubiese dado satisfacción que la ancianidad de mi padre fuera amarga. No quería defraudarlo.

–¿Cómo te sentiste en este nuevo campo para vos, que es el de la novela?

–Fue una experiencia en la que fui cambiando, hasta que encontré el tono justo. Me llevó un tiempo. Después entendí que el único modo de narrar la historia de Nicolás era desde la superficie, donde estaba yo. Entonces, al despersonalizarme, pude escribirla mejor. Ninguno de los personajes me representa. Ya no hay identificación con Nicolás. Es muy raro el género autobiográfico. Porque estas no son memorias. Pero pasan cosas. Todo el tiempo pasan cosas.

–¿Cómo incidió, al empezar la novela, la presencia de tus padres?

–Escribí con absoluta libertad. Acá hay libertad. Esta es una conversación con mi historia personal, con algo de ajenidad, y con un enigma, que era saber cómo se puede cambiar. Y no sé cómo se puede cambiar. ¿Si lo escribí para saberlo? No, tan ingenuo no soy.

–¿A qué cambios te referís?

–No sólo a los básicos, como el trabajo, la casa, el lugar de uno, la mujer o una separación. Hablo de un cambio de 180 grados, de esos que se producen por un movimiento muy simple. Cuando uno dice cambiar se refiere a salir de un lugar para ir a otro. Es tan simple que es incomprensible que no se haya podido hacer nunca. Yo quería pensar eso. De hecho, la novela termina con la frase “estaba en la superficie”. Que es donde estaba. Yo quería entender ese viaje de la profundidad a la superficie. Pensarlo. La dificultad es la historia de ese viaje.

–Sobre el final decís que hablar y escribir son celebraciones. ¿Por qué?

–Porque veo mi trabajo como una fiesta. Estudiar filosofía, escribir filosofía, vivir de y con la filosofía, es una celebración. No lo pude hacer mucho tiempo. No es algo que hice siempre. Llegar a la superficie me llevó mucho tiempo. No sólo estas 480 páginas. Fue dejar la fábrica de medias de mis padres, dedicarme a esto, poder hablar, animarme a dar una clase, aprender bien el castellano, hacerme filósofo, profesor de filosofía. Es todo una fiesta eso. Dar una clase es una fiesta y eso es lo que transmito. Es una bendición de Dios laburar en lo que te gusta. ¿Cuánta gente labura en lo que le gusta?

–En “La dificultad” hablás de entusiasmo y también de tristeza, de la que decís que “hay que tener tiempo para estar triste”. ¿Podrías explayarte un poco más?

–Son dos estados distintos, porque no es eliminable la tristeza con el entusiasmo. La tristeza es un estado de pensamiento, también. La angustia es lo que no te deja pensar, te come. Con la tristeza vivís. Un duelo es una situación de tristeza. El entusiasmo es un motorcito. Es energía, ganas, vitalidad. No tiene que ver con la tristeza. Son cosas distintas. La tristeza es otro mundo.

–El entusiasmo es fundamental en la vida, ¿no?

–Y, fijáte en el ambiente académico, que es mortuorio, de velatorio. Ir a una facultad de filosofía, hablar con la gente que hace filosofía, es deprimente. No hay entusiasmo ni alegría ni celebración. No hay pasión. Cuando empecé a dar clases, lo hacía con mucho entusiasmo, porque sentía que era una fiesta. Adelgazaba dos o tres kilos por clase con la energía que desplegaba. Me caminaba toda la clase. Me tomaba unos buenos whiskys antes de empezar. Entraba con coraje, corriendo, porque exponerse no es fácil. Después me dediqué a escribir. El Seminario de los jueves, por ejemplo, tiene 31 años. Es gente que se reúne a estudiar filosofía y escribir. No se pudo hacer sin un clima de amistad. Yo le puse el alma. Y en la facultad no estudian ni la cuarta parte de lo que estudiamos nosotros. Le pongo laburo, disciplina, compromiso. Y bodega: vino, whisky, música. Hay que divertirse, pasarla bien cuando laburás en lo que te gusta. Y cuando digo risa, digo alegría. No felicidad. La felicidad en general es bajo tierra. Hay que hacer una conversión personal, dejar de tenerle miedo al poder.

–¿A qué poder?

–Al de la sabiduría de los otros. Hegel, Marx, Platón, Foucault. La cultura está hecha sobre la base de jerarquías. Están los capos y los aprendices. Lo primero que hay que hacer es lo que David hizo con Goliat: darle un hondazo. Y después, adelante. Vengo de París de estudiar con Foucault, Althusser. Profesores de la putísima madre que no se ponían en el lugar del profesor de la putísima madre. A mí un señor que me hable en griego o uno que escribe en determinado diario me hacen cagar de risa. Estamos a la intemperie. Hay que laburar. Y decir lo que uno piensa. Ahora, decir lo que uno piensa es muy fácil si pensás. Pero eso tiene que ir junto. Uno no está tratando de entender lo que dice alguien para decírselo a otro. Eso es una pelotudez. ¿Qué sentido tiene resumir el pensamiento del otro? Lo lindo de la filosofía es lo que hicieron los filósofos. O sea, decir su propio pensamiento. No tenés que ser como Hegel. Tenés que ser mejor que Hegel. Porque Hegel es un plomazo. A lo mejor tenés una idea. Pero es tuya. ¡Es tuya!

–Fuiste uno de los primeros en escribir sobre filosofía en blogs. Ahora lo hacés por Facebook. ¿Cómo te llevás con las redes sociales?

–Al principio, lo que me asombraba de los blogs era que dejaban comentarios a lo que uno escribía. Era raro, porque parecía que uno escribía en público. Eso me entusiasmaba. Pero el 25 de enero de este año, un poco desencantado con el blog, y con cierto vacío interior, con la novela que todavía no había salido, quise probar con el Facebook. Y me gusta publicar un texto cada dos días. No hablo de nada personal. Lo personal no existe para mí en las redes sociales. Soy un tipo que escribe: mi cumpleaños y esas cosas, una mierda; no existen en Facebook. Creo que no le pedí amistad a nadie y hoy tengo 5.000 seguidores. Me siento respetado. Me borré de la política porque me cansó. Hay cosas, otras, que le interesan a menos gente, pero me interesan a mí. Esas son las que publico en el Facebook. La gente me estimula. No se cuánto me durará, porque estas cosas son medio maniacas. Pero las redes sociales son algo que expande mi trabajo. No tengo smartphone, este celular acaba de sonar y no sé ni guardar un número de teléfono. El teléfono celular lo tengo porque mis padres dependían de mí y no quería salir sin este aparato. Para lo único que me interesan las redes sociales es para eso. No soy un anti- tecnología. No me parece que el mundo se vaya al carajo por esto, pero sí creo que hay muchos maníacos. Lo que sí, dentro de mi trabajo, me enfrento a los jóvenes diciéndoles que en nombre del estudio, en este viaje de la investigación, que quiero compartir con ellos, se tienen que desconectar, no romper las pelotas. Concentrarse y estar en silencio. Escuchar al tipo que les habla, que hay tipos que escribieron libros y les hablan y son sabios y más piolas que ellos. Que hay que aprender cosas. No sólo porque el mundo te lo exige si no querés ser un esclavo, también por vos mismo. Descubrir el mundo. El maravilloso viaje del estudio implica concentración, disciplina, coherencia, compromiso. No se trata todo el tiempo de estar conectado. Hay que desconectarse. Pero sólo en ese sentido.

Perfil

Tomás Abraham nació en Rumania el 5 de diciembre de 1946 y llegó a la Argentina cuando tenía un poco más de un año. Es filósofo, sociólogo y escritor, creador del Seminario de los jueves, que desde 1984 reúne a personas interesadas en hablar de filosofía. Algunos de sus ensayos son Los senderos de Foucault, La empresa de vivir, El presente absoluto y Shakespeare, el antifilósofo. La dificultad es su primera novela.

La Voz del Interior

 

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