El cine y la revolución

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El cine y la Revolución Mexicana

Pueden ustedes decir que ya acabó la guerra,
ahora andamos unidas
las gentes honradas y los bandidos.
General Francisco Villa

Por Juan Manuel Aurrecoechea

Cuenta Paco Ignacio Taibo II que la frase que preside este texto fue la única declaración que, a regañadientes, consiguieron arrancar a Pancho Villa los periodistas que asistieron a la comida celebrada el 4 de agosto de 1920 en San Pedro de la Colinas, Coahuila, siete días después de la firma de su pacificación.

Quizá cualquier revolución, no sólo la Revolución Mexicana, es el momento en que toman su lugar más verdadero, se separan y enfrentan radicalmente, las “gentes honradas y los bandidos”. En el caso mexicano, “los bandidos” se embarcan con rumbo a Europa en buques de extraños nombres como Ypiranga; se exilian en París, Madrid o Nueva York aguardando que las “cosas vuelvan a su cauce” para recuperar sus haciendas y negocios; conspiran para que Victoriano Huerta restaure “orden y progreso” con métodos criminales; bendicen al ejército federal en el que depositan sus esperanzas. Las “gentes honradas” toman las armas, se mueren en combate o sobreviven a la guerra revolucionaria para volver a ver cómo se revuelven una vez más las “gentes honradas y los bandidos”, mientras regresan a sus pueblos y asuntos para rumiar sus recuerdos. ¿Cuál es el lugar del cine en esta historia? ¿Cuántas imágenes cinematográficas nos legó la Revolución Mexicana?, ¿Cuántas la recrean con alguna fidelidad?, ¿Cuáles son capaces de evocar su complejidad?

La Filmografía que ofrece la Filmoteca de la UNAM en ocasión del Centenario de la Revolución, consigna 519 títulos: 134 documentales nacionales y 86 extranjeros, así como 156 ficciones nacionales y 143 extranjeras. La mayoría de los títulos extranjeros proviene del país que vigiló más acuciosamente el curso de nuestra Revolución: los Estados Unidos. Es muy probable que muchos títulos hayan escapado a nuestra indagación, pese a que nos empeñamos en documentarlo todo y no adoptamos ningún criterio de exclusión; lo mismo incluimos las realizaciones de los profesionales consagrados que los ejercicios escolares y los de amateurs.

El mérito de esta filmografía es reunir trabajos previos de investigadores de la talla de Emilio García Riera, Aurelio de los Reyes, Margarita de Orellana, Mario A. Quezada y de los archivistas de la Filmoteca de la UNAM, que dedicaron muchos años a documentar el cine de la Revolución. Esta recopilación es pues, una suma que agrega unos cuántos títulos recientes, más lo que se ocultó a quienes nos precedieron en la construcción de filmografías de la Revolución y ahora es fácil consignar gracias a la Internet.

Muchas de las películas aquí mencionadas se han perdido —desgraciadamente una gran cantidad de los documentales filmados en la época— y se han perdido quizá para siempre. Sólo quedará de ellas lo que consignaron periódicos y memorias cinematográficas de la época: a veces nada más el título con que se exhibieron. Algunas esperan su recuperación y restauración en rincones y archivos olvidados. En el mundo hay muchos investigadores empeñados en esta tarea.

El cine de la Revolución es un álbum de múltiples estampas. Cientos de películas filmadas por mexicanos y extranjeros han abordado el tema con los más diversos fines y desde las más extremas perspectivas. En el conjunto podemos distinguir tres vertientes principales: la noticiosa, que se filmó en el momento mismo de los sucesos; la documental, que una vez pasado el acontecimiento intenta reconstruir los hechos; y finalmente, el cine de ficción, que se nutre de la Revolución como tema de sus tramas. En este abigarrado mosaico caben desde imágenes captadas por testigos de los acontecimientos, como Jesús H. Abitia, Salvador Toscano, los hermanos Alva, Julio Lamadrid, Lealand J. Burrud, Herbert M. Dean, Carl von Hoffman o William Fox, hasta las versiones más disparatadas, como aquella en que el misterioso luchador enmascarado, La Sombra, busca un supuesto tesoro enterrado de Pancho Villa.

Y es que la Revolución ha sido motivo de escarnio y exaltación, de demagogia y aproximación crítica, de relajo y tragedia; el cine la revisa con las ópticas del melodrama, la tragedia, la comedia y la aventura; pocas, aunque notables ocasiones, con una perspectiva histórica seria y documentada. Muchos cines han contado muchas revoluciones. A todos hay que agradecerles que evoquen, incluso con todos sus sesgos y distorsiones, aquel momento crucial, capital en la historia de México, en el que las muchedumbres armadas subvirtieron el orden social para reivindicar su existencia y aspiraciones.

Prácticamente todos los caudillos de la Revolución advirtieron el poder del cine y quisieron utilizarlo en su favor: Francisco I. Madero supo aprovechar las habilidades de Salvador Toscano y de los hermanos Alva para proyectar su imagen tras la firma de los acuerdos de Ciudad Juárez en 1911. Pancho Villa firmó en 1914 el famoso contrato de exclusividad con la Mutual Film Company, que sirvió para difundir una imagen favorable de su causa en los Estados Unidos y para hacerse de 50 mil dólares que destinó a aprovisionar a la División del Norte. Huerta intentó utilizar a camarógrafos norteamericanos, como Frank Jones y Fritz Arno Wagner, para ilustrar el supuesto poder y profesionalismo de un ejército federal que avanzaba de derrota en derrota. Venustiano Carranza contó con los servicios del cineasta George D. Wright, norteamericano radicado en México, quien fue un activo propagandista del “Primer Jefe”. Álvaro Obregón se hizo acompañar por el notable fotógrafo Jesús H. Abitia a lo largo de sus ocho mil kilómetros en campaña.

Quizá sólo el sur zapatista se mantuvo al margen de estas estrategias cinematográficas. Según Armando Bartra, la política de medios del Ejercito Libertador del Sur optó por los corridos de Marciano Silva impresos en papel de china, que todavía se pueden adquirir en los mercados pueblerinos de Morelos, Puebla y el Estado de México. Y si quedaron algunas imágenes cinéticas del Morelos insurrecto, fue gracias a las cámaras que acompañaron al presidente Madero cuando el apóstol de la democracia viajó a Cuernavaca para tratar de convencer infructuosamente a Emiliano Zapata de que el asunto más urgente de la Revolución no era el de la tierra. Las otras imágenes cinematográficas de los zapatistas corresponden al punto más álgido de la Revolución, y quizá por ello eran inevitables: atestiguan la entrada a la capital del país de los ejércitos de la Convención, con Zapata y Villa a la cabeza, al ritmo un tanto apresurado y antinatural de los 18 cuadros por segundo.

Otras revoluciones cuenta el cine de ficción. Aquí cabe de todo: batallas que lo mismo sirven de marco escenográfico a los gestos hieráticos de estrellas de la pantalla como Pedro Armendáriz, el Indio Fernández, Pedro Infante, María Félix, Dolores del Río o Silvia Pinal, que al lucimiento fotográfico de Gabriel Figueroa, quien se empeñó en demostrar que la Revolución Mexicana transcurrió bajo los cielos más hermosos del mundo. Luchas y sacrificios que encuentran su consagración en corridos cantados al calor de las fogatas de los campamentos. Finales de película en los que engolados declamadores explican a los espectadores que tanta sangre derramada, tanto sudor y lágrimas, finalmente se justifican por la seguridad social, las esplendorosas escuelas, carreteras, presas y otras obras públicas construidas por los regímenes surgidos de la gesta histórica de 1910. Y en la versión norteamericana dominante, la Revolución no es más que la historia de una mexican señorita asediada por un lascivo greaser ensombrerado, con dobles cananas, pistolas y sables, a la que salva un guapo joven, americano, rubio y de indudable estirpe hollywoodense.

Pero los cines de la Revolución Mexicana también propician muchas lecturas. Un ejemplo: Friedrich Katz termina su libro Pancho Villa, evocando a los jóvenes socialistas austriacos que convirtieron Viva Villa! —la caricaturesca biografía del revolucionario narrada en tono de western por Howard Hawks y Jack Conway en 1934— en arma de lucha contra el régimen fascista.

Cientos de ellos acudían al Kreuzkino, en el centro de Viena, donde se exhibía el film —cuenta el historiador—. Cuando Villa aparecía en la pantalla llamando a los peones mexicanos a levantarse contra sus opresores y gritando “¡Viva la revolución!”, el público austriaco se levantaba de sus asientos gritando a su vez: “¡Abajo la dictadura de Schuschnigg! ¡Viva la democracia! ¡Viva el Partido Socialista!”

Así como cada espectador realiza su propio montaje con los fragmentos de las películas de la Revolución que ve a lo largo de su vida, para, finalmente, editar su propia versión, hay quienes han intentado materializar su “película” tejiendo a su manera con trozos extraídos de realizaciones ajenas. Mientras buscaba The Life of General Villa —una de las muchas películas perdidas a las que aludimos líneas arriba— Gregorio Rocha localizó en la biblioteca de la Universidad de Texas en El Paso una cinta ya muy deteriorada. Se trataba de una obra de revancha, creada por Félix y Edmundo Padilla, exhibidores de cine silente en Texas, quienes insatisfechos con las versiones antivillistas que proponían las películas que ellos mismos distribuían, se dieron a la tarea de realizar La venganza de Pancho Villa, construida con fragmentos de esos mismos filmes más algunas escenas que filmaron utilizando como actores a sus familiares y amigos y un texto francamente villista.

Finalmente el cine tiene sus límites, y sin duda no resulta tan cierto aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”. No creo que haya imagen cinematográfica con más fuerza, más conmovedora y que hable con más claridad de la Revolución Mexicana, que aquella que nos legó la bailarina Nellie Campobello en Cartucho, el libro que recoge los recuerdos de su infancia en Parral, Chihuahua.

Martín López tenía una colección de tarjetas —escribió Campobello. En todas las esquinas se ponía a besarlas, por eso lloraba y se emborrachaba. Martín López era general villista, tenía los ojos azules y el cuerpo flaco. Se metía en las cantinas, se iba por media calle, se detenía en las puertas, siempre con los retratos en la mano; adormecido de dolor recitaba una historia dorada de balas. “Mi hermano, aquí está mi hermano, mírelo usted, señora, este es mi hermano, Pablo López, lo acaban de fusilar en Chihuahua, aquí está cuando salió de la penitenciaría, está vendado de una pierna, porque salió herido en Columbus —enseñaba la primera tarjeta temblándole la mano flaca y los ojos azules— aquí lo tiene frente al paredón, tiene un puro en la boca, véalo señora, sus muletas parecen quebrarse de un momento a otro. BALA TIZNADA PESADA COMO LOS GRINGOS. Si mi hermano Pablito no hubiera estado herido no lo hubieran agarrado” (y se le salían los mocos y las lágrimas, él se limpiaba con la manga mugrosa del chaquetín verde, falto de botones. Seguía enseñando la herencia, así la llamaba él). “Aquí lo tiene usted con el cigarro en la mano, está hablando con la tropa, mi hermano era un hombre; ¿no lo ve cómo se ríe? Yo tengo que morir como él, él me ha enseñado cómo deben morir los villistas. En éste ya va a recibir la descarga, ¡cuánta gente hay viendo morir a mi hermano! Mire usted, señora, mire, aquí ya está muerto. ¿Cuándo me moriré para morir como él? (decía dándose cabezazos contra las paredes). Mi hermano terminó como los hombres, sin vender las veredas de los jefes, allá en la sierra. ¡Viva Pablo López! (gritaba con alarido de coyote). ¿Sabe lo que hizo? (decía en voz de confidencia) Pues pidió desayuno, ¡ay qué Pablito! (exclamaba riéndose como un niño) ¿Sabe otra cosa?, pues mandó retirar a un gringo que estaba entre la multitud, dijo que no quería morir enfrente de un perro. ¡Pablo López! —gritaba Martín calle arriba, dando tropiezos con sus pies dormidos de alcohol— ¡Pablo López! ¡Pablo López!”

Miguel Ángel Berumen localizó en la Universidad de California la copia de una de aquellas “tarjetas” que Martín López enseñaba con tanto orgullo y dolor, y la incluyó en su libro Pancho Villa, la construcción del mito.

Tres años después del fusilamiento de su hermano Pablo, ocurrido el 13 de junio de 1916, Martín López cumplió su deseo y murió en batalla contra los tropas carrancistas. Hasta donde sabemos ninguna cámara atestiguó su muerte. Como los hermanos López, muchos de los hombres cuya mirada nos sigue interrogando cada vez que miramos fotografías y películas de la Revolución, murieron en combate o fusilados sabiendo por qué morían. ¿Los entendemos nosotros?

Publicado por Filmoteca Unam

El automóvil gris

Considerada como una de la primeras películas mexicanas del cine mudo, la Banda del Automóvil Gris, fue originalmente filmada, durante el año de 1919, en cuanto serie de doce capítulos, producida por Azteca Films y Rosas y Cia, siendo dirigida por Enrique Rosas, Joaquin Coss y Juan Canals de Homs, la producción corrió a cargo de Enrique Rosas, el guión correspondió a José Manuel Ramos, la fotografía al mismo Enrique Rosas y la edición, supervisada por Enrique Rosas, la realizó Miguel Vigueras, habiendo sido estrenada con gran éxito el 11 de diciembre de 1919.

Una particularidad notable de esta película es que el fusilamiento con el que cierra es la filmación del fusilamiento real de la banda y no una ficcionalización. Se propuso incorporar esta escena real como muestra del escarmiento que puede recibir aquel que se dedique al delito.

 

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