Presentan «Anuario estadístico del cine mexicano»

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Por Hipatia Argüero Mendoza

En el marco del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, el Instituto Mexicano de Cinematografía presentó el sexto Anuario estadístico de cine mexicano, un resumen estadístico relacionado a las distintas áreas del quehacer cinematográfico en México; una herramienta fundamental para medir los logros —e identificar los problemas— en un año de producción, distribución y difusión de cine en nuestro país. Aunque a primera vista puede parecer una publicación dirigida exclusivamente a quienes participan en la industria, se trata de un documento interesante por comprensible, pues en un instrumento gubernamental tan grande como el IMCINE, la transparencia y la difusión de resultados debe ser una de las prioridades. En este sentido, el Anuario pone al alcance del público un panorama general de la inversión de fondos públicos en la creación cinematográfica (disponible en este enlace).

Este año, la presentación se llevó a cabo en el Paraninfo Universitario de la UDG en el marco de la trigésimo primera edición del FICG, el festival de cine más importante para la industria cinematográfica en México. En la mesa estuvieron presentes Jorge Sánchez, director de IMCINE, como moderador, y presentaron Raúl Figueroa Díaz, representante del INEGI —institución con la que IMCINE colaboró por primera vez para la realización de un capítulo del anuario—; Rigoberto Perezcano, director de Norteado y Carmín Tropical; Juan Carlos Domínguez, coordinador de la publicación; y José Woldenberg, quien ya había participado en presentaciones anteriores con un balance general y a quien citaré a lo largo de este artículo. La quinta presentadora, para mi sorpresa, fui yo, tras recibir una invitación por parte de IMCINE a la luz de la reciente publicación de las dos partes del artículo El estado del cine mexicano: Industria dependiente y Comunidades de cine. Esta invitación no sólo me sorprendió por lo inesperado de que una institución como IMCINE le ofrezca un espacio en un evento tan oficial a una persona virtualmente desconocida en el medio, sino por lo increíble que resulta saber que las instituciones de las que escribimos sí leen las cosas que publicamos y les interesa integrarlas al debate, lo cual, a mi parecer, es un buen síntoma.

Las palabras pronunciadas en las presentaciones de esta naturaleza difícilmente tienen resonancia fuera del auditorio en el que se llevan a cabo, pues las notas posteriores suelen resumir las impresiones y reflexiones de quienes se encuentran en el panel, a meros números y citas que no requieran mayor contexto (por ejemplo, explicar quién soy yo y por qué estaba ahí). Es en este sentido que comparto el texto que escribí para la ocasión, una reflexión personal, pero que me parece fundamental: ¿qué relación tenemos con el cine mexicano?

En los últimos años la producción nacional ha aterrizado cómodamente en las tres cifras. Estamos muy lejos, en número de producciones pero no en tiempo transcurrido, de aquellos años oscuros en los que apenas una o dos películas llegaban a las pantallas y se volvían parte de la conversación colectiva. Esos años en los que Amores Perros sacudió a las carteleras e Y tu mamá también puso de moda palabras como charolastra. Ahora, con 130 películas producidas en 2014 y 140 en 2015, parece que estamos a salvo de ese abismo; sin embargo, el aumento parece limitarse a la producción, no a la presencia real de cine mexicano en el consumo de cultura nacional. En este sentido, creo que es necesario preguntarnos: ¿por qué hemos llegado hasta aquí? El siguiente artículo es una especie de conversación imaginada entre dos de los textos leídos durante la presentación. Mi texto, complementado por fragmentos del texto de José Woldenberg, El cine mexicano: unas de cal y otras de arena, el cual resume de manera muy precisa los datos presentados en esta edición del Anuario estadístico de cine mexicano.

En 2013 me invitaron a escribir un artículo sobre cine mexicano para la revista Tierra Adentro de Conaculta. Supongo que al editor de dicho número le pareció una tarea sencilla, un paso natural: eres mexicana, te gusta escribir de cine, seguramente puedes escribir sobre cine mexicano. La responsabilidad de llevar a cabo esta tarea me llevó a reflexionar sobre nuestro cine, no desde un análisis riguroso de las películas que comenzaban a llegar a las salas comerciales, ni como un fenómeno económico o social, sino desde mi propia relación con el cine nacional. Resulta extraño que, a pesar de que en ese entonces era estudiante del curso de guión en el Centro de Capacitación Cinematográfica, nunca me hubiera puesto a pensar con profundidad y claridad cómo me posicionaría a mí misma dentro de esta actividad, cuál era el panorama en el que con tanto gusto había decidido sumergirme. Porque hacer cine es una decisión profesional, no un hobby o un capricho. Es participar en una industria creciente y cambiante; transformar el placer de crear en un modo de vida. Quizás en ese momento mi generación y yo estábamos dando muchas cosas por sentado (como los pasos a seguir para escribir cine en nuestro país: intentar consagrarnos como jóvenes creadores y conseguir las becas necesarias para darnos a conocer, sin realmente pensar de dónde salen dichos fondos y cuál es el objetivo del gobierno al apoyar el cine mexicano). No fue hasta que se me presentó este reto que me puse a cuestionar los discursos que utilizamos, tanto en círculos informales alejados del medio, como entre colegas que desean vivir de la realización cinematográfica. Notar la condescendencia con la que hablábamos de nuestro propio cine despertó algo en mí, curiosidad por un lado, e incomodidad por el otro. ¿Por qué queremos hacer cine si no lo vemos? ¿Vamos a hacer cine mexicano solo porque nacimos aquí o en verdad creemos que tenemos algo que aportar? Quisiera hacer una invitación a cuestionar nuestra postura ante el cine mexicano, a pensarnos frente a una taquilla —o con el control en mano para decidir qué ver en una plataforma digital— y reflexionar qué pasa por nuestra cabeza (como consumidores de cine en domingo, no como defensores de la industria) al elegir, o no, ver una película mexicana.

Rescato un fragmento de dicho artículo de Tierra Adentro porque, aunque han pasado algunos años desde su publicación y mi visión se ha modificado, aún sostengo la siguiente premisa: “La generación que nació en los ochenta en México creció durante la sequía de cine nacional más grave que ha enfrentado nuestro país hasta la fecha. Las 135 películas producidas en 1958 (el año más prolífico del cine mexicano según datos del Anuario estadístico de 2012) aún en 2013 representaban una cifra difícil de superar. Entre 1997 y 1998 se produjeron apenas 7 películas mexicanas: el momento más bajo de nuestra historia cinematográfica. El declive de la producción nacional tuvo consecuencias en el público joven y generó cierta indiferencia y muchos prejuicios en torno al cine mexicano. Esto lo digo más por experiencia que a partir de datos duros e incuestionables. Crecimos sin nada que ver, sin identidad cinematográfica. Salvo por las contadas y famosas excepciones, para finales de los noventa, las películas hechas en México se habían convertido en una apuesta poco segura, tanto para el espectador como para las exhibidoras. Entonces aprendimos a medirlas a partir de una escala distinta, casi indulgente, y a repetir opiniones como: “Está bien… para ser mexicana”.

En muy poco tiempo, las cosas han cambiado de manera radical, un crecimiento acelerado en términos de producción que no ha encontrado un equilibrio en la exhibición. Nos fuimos de 0 a 100 (en términos muy literales), pero dejamos al público atrás.

Sobre el tema de la producción, José Woldenberg apuntó: “[la cifra de 140 películas producidas] adquiere toda su relevancia si volteamos a ver lo que sucedía hace apenas 15 o 20 años. Por aquel entonces, las cifras fluctuaban cada año entre 17,16, 9,12 y 20 películas. Parecía que el cine mexicano apenas sobrevivía o, dirían los más pesimistas, agonizaba. Y es que desde 2002, cuando se produjeron 14 cintas, la producción no ha hecho más que crecer de manera sistemática”. Y aunque este crecimiento sistemático es positivo en muchos sentidos, la otra cara, la de la distribución y exhibición, resulta poco alentadora: “por donde se le mire, esa es la faz oscura de la cuestión. [En 2015] 286 millones de personas fueron a las salas de cine, 46 millones más que en 2014. ¡Para quienes afirman que el cine en el cine va de salida! Se trata de la cifra más alta desde 1993. No obstante, a ver cine mexicano solo fueron 17.5 millones, es decir el 6.1% del total. Y el asunto es más triste porque un año antes (2014) el porcentaje fue de 10, y el asunto resulta peor si se le compara con 2013, cuando 30.1 millones de espectadores fueron a ver cine mexicano a las salas”, aclara Woldenberg. Aunque es cierto que el año pasado hubo un declive sustancial en asistencia al cine para ver producciones mexicanas, vale la pena matizar que las cifras alcanzadas durante 2013 se debieron principalmente a los dos exitazos de taquilla estrenados en ese año, No se aceptan devoluciones y Nosotros los nobles. Que dos películas hayan conseguido inclinar la balanza de manera tan pronunciada no es precisamente un diagnóstico de bonanza en la asistencia al cine mexicano, pues se trata de dos muy marcadas excepciones que llegaron como bombas de detonación secuenciada a las salas nacionales, picos evidentes entre las 67 películas mexicanas estrenadas en 2013. Sobre esto, Woldenberg añade: “Estamos además ante un mercado más que desigual. Mientras las 10 películas con mayor éxito de taquilla —todas estadounidenses— concentraron el 40% de la asistencia, hubo 43 películas mexicanas que no fueron vistas ni por 10 mil espectadores cada una”. En 2015, “de 80 estrenos [mexicanos], solo 4 alcanzaron más de un millón de espectadores. Tres cintas fueron vistas por más de 500 mil y menos de 800 mil espectadores. Once más lograron meter a las salas entre cien mil y quinientas mil personas; 8 entre cincuenta y cien mil; 4 entre 20 y 50 mil; 7 entre 10 y 20 mil”, concluye.

A la luz de estas cifras, queda claro que el cine tiene un valor. Desde una perspectiva muy romántica, el cine, como arte, parece estar exento de las leyes del mercado, de los indicadores macroeconómicos, de los vaivenes de la oferta y la demanda. Sin embargo, en este momento en que la producción nacional ha alcanzado su punto más álgido, debemos repensar las nociones que rigen nuestro propio consumo y comenzar a asumir el cine como una actividad económica, como un producto que, sin dejar de ser arte, requiere inversión, comercialización y recuperación. La gran aportación de esta nueva edición delAnuario estadístico es difundir estos conceptos al incluir un capítulo sobre la contribución económica de la industria cinematográfica en colaboración con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Este capítulo plantea que la contribución va más allá de los resultados en taquilla, pues presenta datos sobre la remuneración y los puestos de trabajo ocupados, entre otros. “Se nos informa”, dice Woldenberg, “que la ‘cultura’ representa el 2.8% del PIB nacional y que la industria cinematográfica más los medios audiovisuales incorporan el 15% del PIB de la cultura (es decir, de ese 2.8%). La industria cinematográfica generó 2,630 puestos de trabajo y pagó 274 millones de pesos en remuneraciones. Pero, como no es difícil imaginar, apenas representa el 0.03% del PIB nacional. Lo que quizá valga la pena destacar es que la evolución del PIB de la industria cinematográfica ha crecido en los últimos años —de 2009 a 2013— a tasas por encima del promedio del PIB en la cultura y del PIB nacional”. A la luz de esta información, inédita hasta este momento, será posible revertir la idea de que el cine —y su éxito o fracaso— sólo puede medirse a partir de la taquilla de las grandes exhibidoras, con los mismos estándares con los que medimos el cine comercial estadounidense que llega a nuestras salas –que por supuesto no es todo lo que se produce allá, sino solo lo que tiene una recuperación asegurada, pues para muchas distribuidoras extranjeras, no hay necesidad de estrenar e invertir en películas que representen un riesgo sólo porque su contenido lo amerite. En este sentido, Woldenberg añade: “No está mal que el Anuario rescate y divulgue esa información, pero —creo— lo fundamental del cine es contemplarlo como un fenómeno cultural, una fórmula a través de la cual nos recreamos y pensamos. Ahí radica su singularidad, de ahí su importancia”.

Como se anuncia en las páginas del Anuario, el impacto económico de la producción cinematográfica nacional contempla una serie de servicios y actividades, tanto directas como periféricas, que van desde el desarrollo y fabricación de tecnología para la realización audiovisual, hasta la derrama económica provocada por los festivales realizados al interior del país o los premios obtenidos en festivales internacionales. Para establecer la relevancia de esta información, cito un documento publicado por el INEGI, Cuenta satélite de la cultura de México 2008-2011 el cual dice: “Con esta información se sientan las bases estadísticas para estudios específicos sobre el sector de la cultura, como referente para la toma de decisiones en políticas públicas, entre otros usos y estudios que se puedan hacer a partir de esta información”. El objetivo del Anuario estadístico de IMCINE es presentar datos y estadísticas, sistematizarlas y ponerlas al alcance de quienes deseen consultarlas. Si consideramos que la información es poder, y en este caso específico, poder de cambio, detectar la áreas que requieren estrategias nuevas es crucial para el crecimiento del cine como industria y como arte, ya sea para fomentar el desarrollo de políticas públicas que se adecúen a la coyuntura presente o integrar la participación, cada vez más relevante, de la sociedad civil en los fenómenos de exhibición, apreciación y consumo cinematográfico. Cerrar la brecha entre la producción y la exhibición es el reto más importante que debemos enfrentar, pues este nivel de producción exige asumir la responsabilidad de difundir los productos creados. Para ello, es necesario contemplar los cambios recientes en todos los niveles y procesos de la creación cinematográfica con un énfasis en la exhibición. Woldenberg apunta: “La infraestructura para la exhibición del cine sigue creciendo. En el país existen 739 complejos cinematográficos con un total de 5977 pantallas, dice el informe, un 5% más que en 2014. No obstante, como todo en México, están mal distribuidas. El 40% del total de las pantallas se encuentran en tres entidades de la República (Ciudad de México, Nuevo León y Jalisco). Pero claro, las entidades tienen muy distinta población, y así mientras Quintana Roo posee el mejor promedio de pantalla por habitante (una por cada 9401), Zacatecas es el estado peor dotado (una por cada 57 333). En ese renglón, luego de Quintana Roo, se encuentran, Nuevo León (9439), Baja California Sur (9652) y Baja California (11 188). En la cola, por encima de Zacatecas, se encuentran Chiapas (54 507), Tlaxcala (46 797) y Oaxaca (43 204). Solo en Sonora (-5), Oaxaca (-5), Tabasco (-1) y Tlaxcala (-1) se apreció un decrecimiento del número absoluto de pantallas”. Estas cifras contemplan las pantallas comerciales existentes en los distintos estados, de las cuales muy pocas proyectan cine mexicano.

Ante este escenario insuficiente, es necesario plantear nuevos modelos de exhibición independiente e impulsar el desarrollo y sustentabilidad de salas capaces de proporcionar una salida para los materiales audiovisuales de corte autoral, experimental o independiente, que se producen en nuestro país, muchos de ellos con recursos públicos. Cito del Anuario: “los cineclubes, la exhibición itinerante y los festivales (exhibición alternativa), que han adaptado a sus operaciones sistemas digitales de proyección con menores costos, han permitido diversificar la oferta y, en los lugares donde la población no tiene acceso a los complejos multiplex, se han convertido en el principal medio de difusión de las películas”. El fortalecimiento de estos espacios, tanto permanentes como itinerantes es vital para mejorar el panorama de exhibición al interior del país, en donde el costo por boleto de las salas multiplex, si es que existen en las distintas regiones, puede resultar prohibitivo para quienes desean consumir cine. Es por esto que, además de contabilizar las pantallas de las grandes exhibidoras, el Anuario ofrece un listado de espacios de exhibición alternativa, lo cual es de suma importancia, pues es ahí donde el cine mexicano podría tener mayor presencia (por ejemplo con la Semana de Cine Mexicano en tu Ciudad que IMCINE realiza cada año). Sin embargo, en esta lista no se aclara qué pantallas son administradas por entidades gubernamentales como las cinetecas y casas de cultura (o por lo menos aquellas en las que hay proyecciones regulares) al interior de la República, y cuáles son gestionados por la sociedad civil; no se aclara si se trata de auditorios con proyecciones constantes (ya sea diarias, semanales o mensuales), cuáles son gratuitas, y cuáles operan exclusivamente en el marco de un festival de cine. Tampoco queda muy claro cuáles son los criterios para contabilizar estos espacios e incluirlos en las estadísticas de un año. Cabría saber qué requisitos debe cumplir un cineclub, por ejemplo, para ser contado como tal, y separar las salas oficiales consolidadas (como la Cineteca Nacional), o las salas comerciales independientes (como Cine Tonalá), de las exhibiciones itinerantes o eventuales. Esta edición del Anuario contabiliza la presencia de cineclubes en todo el país, los cuales suman 402. Las iniciativas de la sociedad civil para la exhibición cinematográfica alternativa son fundamentales para la formación de públicos, pues pueden llenar el vacío en la oferta de los grandes complejos. Entonces pregunto, ¿es posible generar un cambio en los modelos de exhibición al tomarla en nuestras manos y crear nuevos espacios, democráticos e independientes, que ofrezcan nuevas plataformas desde y para la sociedad civil? Me gustaría creer que el aumento en el número de cineclubes indica que sí, pero tener los datos no basta. Ahora que los tenemos, ¿qué vamos a hacer con ellos?

Como respuesta a esta pregunta, Jorge Sánchez mencionó, además de la Semana de Cine Mexicano en tu Ciudad, el lanzamiento de la plataforma digital FilminLatino cuyos objetivos contemplan: “Ofrecer títulos que ya no están disponibles en salas de cine, formar públicos e impulsar la educación audiovisual por medio de la vanguardia tecnológica, y evitar el rezago y apoyar a la industria cinematográfica al estimular cambios en el proceso de producción-distribución-exhibición-difusión”. En el Anuario se especifica que hay “58 largometrajes y 69 cortometrajes que  forman parte de la zona gratuita denominada GratisMx. Del total del catálogo, “355 son producciones mexicanas, de las cuales 272 son largometrajes y147cortometrajes, lo que la convierte en la plataforma digital con el porcentaje más alto de películas mexicanas en su catálogo”.

La distribución, el paso previo a la exhibición, también vive una crisis. Como Woldenberg señala, “se detectaron 47 empresas distribuidoras, pero 17 de ellas solo lanzaron un film. Una, Videocine, con el 15% de los estrenos, concentró el 70% de la asistencia a ver cine mexicano. La otra, Cinépolis, con 5 películas logró el 9% del total del público. Como auténtico neófito me pregunto, ¿no sería pertinente una distribuidora estatal dado que demasiadas películas —incluso financiadas con dinero público— no encuentran forma de ser exhibidas dignamente?” La historia de la distribución y exhibición en nuestro país es compleja y no podemos perder de vista los antecedentes que nos llevaron al problema actual. En el libro Las industrias culturales y el desarrollo de México de Néstor García Canclini y Ernesto Piedras Feria publicado por la editorial Siglo XXI en 2008, se hace un recuento de lo sucedido al cine nacional a partir de la privatización de las instituciones dedicadas al cine: “Hasta la década de los ochenta el Estado mexicano patrocinaba estudios fílmicos (Churubusco y América); a través de Conacine apoyaba la producción, contaba con tres empresas para la distribución (Pelmex, Pelimex y Cimex, que operaban en el país y en el extranjero), y una exhibidora, la Compañía Operadora de Teatros, Sociedad Anónima (COTSA). Esa enérgica intervención en la cinematografía era difícil de sostener ante las políticas privatizadoras, que además señalaban la burocratización e ineficiencia de los organismos responsables y la corrupción sindical. El gobierno redujo el espacio de los estudios Churubusco, privatizó los estudios América, varias distribuidoras estatales quebraron, centenares de salas de cine cerraron y COTSA fue vendida en 1993”. Actualmente, revivir una empresa estatal como COTSA resultaría simplemente imposible. Además de que la mayoría de los teatros y cines del estado han sido abandonados y se han convertido en espacios al borde del colapso (la semana pasada la fachada del Cine Ermita de hecho se derrumbó), las prácticas del consumo cinematográfico han cambiado radicalmente desde la introducción de las salas multiplex en México. Sin embargo, la pregunta de José Woldenberg sobre una distribuidora estatal merece análisis y consideración, pues la inversión por parte del estado para mantener el nivel de producción que hemos alcanzado es demasiado alta como para que muchas de estas películas sólo vean la luz en una sala aislada, en el marco de un festival, o tengan un alcance limitadísimo debido al bajo número de copias con el que llegan al circuito de exhibición. Woldenberg menciona: “Mientras aquellas [películas mexicanas] que se estrenaron con 400 copias o más (6) fueron proyectadas en las 32 entidades del país, aquellas que solo contaron con 2 a 9 copias (21) o peor aún con una sola (15), en la mayoría de los casos solo pasaron en una entidad”. A la limitante de las copias, se suma la inversión en publicidad donde, cito a Woldenberg, “otra vez, la desigualdad es el signo distintivo. De las 80 películas que se estrenaron, solo de 32 se registró alguna difusión en los medios tradicionales (televisión, radio y prensa). Y parece existir —es lógico— una correlación entre el número de copias y los esfuerzos promocionales. Lo que ya no se explica es que en las redes muchas hayan pasado en blanco. 61 utilizaron Facebook, 33 abrieron una cuenta en twitter y 25 un sitio web. El resto ni eso”.

Quisiera abordar uno de los datos presentados en el Anuario, no sólo como la única mujer que estuvo en la mesa, sino porque es un tema que me apasiona, tanto a nivel personal como profesional. En 2015 hubo un aumento en la participación de mujeres en la creación cinematográfica con 25% de las películas realizadas en el año, 5% más que el año anterior y la más alta de la que se tenga registro hasta hoy. Sin embargo, este porcentaje contempla solamente a mujeres en el puesto de dirección. Como ya he dicho, el cine es un arte colaborativo. La participación de mujeres en otras áreas, desde la escritura de guión, hasta la edición y postproducción es aún mayor. En México existen productoras, guionistas, fotógrafas, asistentes de dirección, sonidistas y editoras muy reconocidas, así como las mujeres que trabajan en los departamentos de arte y vestuario, actrices, e incluso programadoras y directoras de festivales, sin olvidar a las críticas cinematográficas y periodistas. La participación de las mujeres en la industria mexicana debe contabilizarse de manera que incluya otras áreas de la realización cinematográfica, pues es importante destacar que ocupamos un espacio vital y también creciente, sobre todo ahora que se ha comenzado a analizar el cine en términos de puestos de trabajo ocupados y se cuenta con la colaboración del INEGI. Me parece un acierto que el Anuario toque, aunque sea a través de un dato un tanto aislado, el tema de la equidad de género. Nuestro país vive una alerta de género constante, es una realidad devastadora e innegable. El cine representa una vía para la denuncia, la discusión, la documentación y la crítica de los fenómenos de violencia contra las mujeres y otras comunidades que las prácticas de nuestra sociedad han vuelto vulnerables (personas de la comunidad LGBTI, comunidades indígenas, etc) que azotan el presente mexicano. Las voces de las realizadoras mexicanas deben ser escuchadas; su cine visto y difundido. El cine, como espejo, puede permitirnos ver las partes que no nos gustan de nuestra realidad, enfrentarlas y, quizá (me confieso idealista en este sentido) proponer soluciones. Aquí me gustaría mencionar otro dato proporcionado en el Anuario: La producción de documentales representó 35% del total (50 películas en 2015). Cito delAnuario: “Es en esta clase de proyectos donde se observa un mayor número de productores que realizan sus películas de manera totalmente independiente o en colaboración con instituciones y organizaciones de la sociedad civil”. Además de que la producción de documentales requiere una inversión menor, este fenómeno se explica por la naturaleza de muchos de ellos: la urgencia de contar algo, de plasmar un momento, de ser y hacernos testigos de los eventos que suceden en nuestro país, en el que, de un día para otro, las cosas pueden cambiar de manera radical. Esta urgencia empuja a quienes producen documentales, a hacerlo con los recursos disponibles, pues las historias difícilmente esperan a la apertura de convocatorias y a los resultados de las mismas.

Al releer el artículo que mencioné al principio de esta reflexión, me sorprendió el tono optimista de mi conclusión. Para terminar hoy, también, en una nota feliz, comparto ese párrafo final que, a mi parecer, sigue vigente: “El año pasado se estrenaron varias películas que sobresalen no por ser (ni a pesar de ser) mexicanas, sino por ser, simple y sencillamente, buenas películas. Estas cintas son muestra de un cine capaz de competir, en términos de calidad, producción e historias, con la oferta estadounidense que inunda las salas comerciales. Sin duda, la lucha que se ha llevado a cabo los últimos años por aumentar el porcentaje de películas mexicanas en pantalla es muy importante para evitar el “semanazo” que tanto daño le ha causado a nuestra industria, pero las buenas películas son buenas aquí y en China —y sobre todo en Francia, donde al parecer nos aman— (cuando escribí esto, Amat Escalante acababa de ganar en Cannes) y creo que, poco a poco y por sí mismo, el cine mexicano será capaz de reconquistar sus salas”. No se trata solo de recuperar, sino volver a formar, nuestros públicos. Reconstruir nuestra identidad.

Publicado en Nexos

Ver: Anuario estadístico del cine mexicano

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