Teatro comunitario: arte y transformación

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En julio de 1983 había motivos de sobra para curar la inmensa herida social que estaba dejando la dictadura cívico militar, a la que le quedaban pocos meses en el poder, aunque varias de sus nefastas consecuencias aún perduren como una huella indeleble que resiste el paso del tiempo.

Los vecinos de Catalinas Sur —La Boca, ciudad de Buenos Aires— decidieron hacer algo subversivo para la época: reunirse, convocados por la mutual de padres de la escuela del barrio que ya tenía una intensa historia de labor solidaria y cultural.

Alguien, aprovechando que uno de los presentes era actor y director teatral, propuso que diera clases de teatro. El aludido, Adhemar Bianchi, respondió con esta frase:

—Clases, no: hagamos teatro… en la plaza.

Bianchi proponía una experiencia creativa, de juegos, para armar colectivamente un espectáculo y compartirlo con todas, con todos, en la plaza. Todavía mandaba la dictadura y, entre otras proscripciones, había estado de sitio: las reuniones públicas estaban prohibidas.

A nadie le importó.

Comenzaron organizando “fiestas teatrales” —así las llamaban—, con choriceada incluida. Eran vecinos del barrio haciendo teatro, jugando y compartiendo un momento alegre en aquellos años de terror.

El teatro comunitario es hijo de esa época y de esa necesidad.

Para la primera obra eligieron un texto del Siglo de Oro español sobre la censura impuesta por el rey. Un texto que se ajustaba a lo que sucedía en el país. La escena merece ser repasada: vecinos de La Boca ensayando escenas teatrales en una plaza del barrio mientras la dictadura seguía en el poder y, por ende, el miedo estaba a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la obra se estrenó en la plaza, con los vecinos interpretando el papel de censores. El público —otros vecinos— acudió masivamente: unas ochocientas personas disfrutaron el espectáculo.

Mientras se desarrollaba la función, un helicóptero policial cortó el cielo. Luego llegaron cuatro patrulleros. Entre un policía y los vecinos surgió un diálogo que parecía parte del guión:

—¿Esto qué es?

—Es una fiesta del barrio, un espectáculo.

—¿Tienen permiso?

Los vecinos mintieron con convicción, o sea, actuaron: “Sí, sí”.

Ochocientos vecinos derrotaron a los malos: los cuatro patrulleros y el helicóptero policial se retiraron rápidamente de la escena. La primera obra de teatro comunitario fue un éxito: teatral y social. La primera victoria colectiva después de años de dictadura. Y el primer grito: podemos.

El remedio para curar el tajo social que había abierto el terrorismo de Estado fue, entonces, recomponer —a través del arte— los lazos y la trama que la dictadura quiso quebrar como la rama de un árbol y ser comunidad.

Común-unidad: el árbol florecido que construye el bosque.

Treinta y dos años después de esa función, en el país coexisten casi 60 grupos desparramados por distintos puntos del territorio. El teatro comunitario tiene absoluta vitalidad y, aún, no encontró sus límites: no tiene techo.

Puede ser definido de múltiples maneras. La más concreta: teatro de y para la comunidad. Sus integrantes son vecinos que, sin necesidad de tener formación actoral previa, juegan, se divierten y construyen con otros, diferentes espectáculos guiados por un coordinar o director teatral, que también es vecino del barrio. A través del arte, el juego y la creación colectiva reconfiguran y estimulan los vínculos sociales.

Parte de una concepción básica: el arte es transformador en sí mismo y genera transformación  social por su propia condición artística: no es el envase de algo más importante, ni siquiera una herramienta para otra cosa, como mencionan algunas concepciones progresistas.

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Lo territorial

Como mayormente los grupos están formados por vecinos de un mismo barrio, el aspecto territorial configura un elemento central del teatro comunitario. Ricardo Talento —junto a Bianchi, uno de los impulsores del teatro comunitario en Argentina— sostiene que “tiene una raigambre urbana. No casualmente nació en Buenos Aires”.

El vecino, al permitirse crear y jugar con otros, transforma su cotidianidad. Es decir, su propia visión del mundo, su vínculo con sus pares, consigo y con su entorno: transforma el “yo” en “nosotros”, se vincula desde otro lugar, ocupa el espacio público y se permite crear.

En palabras de Adhemar, la territorialidad implica que “el arte, puesto en un espacio de territorio, empieza a lograr que esa sociedad esté viviendo ese territorio y no solo durmiendo en él”. El barrio deja de ser un dormitorio. Así se resignifican sus espacios de socialización.

En este aspecto, el teatro comunitario cuestiona las lógicas del mercado que colocan al cine, al shopping y casi todo los espacios de entretenimiento lejos de los barrios y las periferias: en los centros de consumo.

Lo continuo

El teatro comunitario tiene la convicción de que toda persona es esencialmente creativa y que solo hay que crear el marco para que esta faceta se desarrolle. Trabaja desde la inclusión y la integración, por lo tanto es abierto a todo aquel que quiera participar de manera voluntaria. En definitiva, considera que el arte es algo a lo que la comunidad tiene derecho: propone asumirlo y no delegarlo.

Adhemar Bianchi —actor, director y dramaturgo, fundador y director general de Catalinas Sur de La Boca— y Ricardo Talento —fundador en 1996, pleno menemismo explícito, del Circuito Cultural Barracas, el segundo grupo de teatro comunitario— recorrieron caminos paralelos sin conocerse, hasta que esas paralelas se juntaron en la práctica del teatro comunitario.

Ni uno ni otro se consideran los creadores, sino que se reconocen como parte de una generación que logró traducir, sintetizar y combinar una necesidad social con las múltiples experiencias en las que habían participado anteriormente: teatro del oprimido, independiente, callejero, popular y todos los etcéteras que han denominado al arte como herramienta de participación.

Así lograron fusionar, en la práctica, los conceptos de comunidad, arte, identidad, celebración, autogestión y juego como unidad teatral. Lo hicieron, además, con una generosidad fundacional tal, que durante los funestos días de 2002 ambos, como representantes de los grupos Catalinas y Barracas, salieron por los barrios a propalar el encuentro de vecinos a través del arte.

Hasta entonces solo existían cuatro grupos en el país: dos en la ciudad de Buenos Aires —Catalinas Sur y Circuito Cultural Barracas— y dos en Misiones —la Murga de la Estación (Posadas) y la Murga del Monte (Oberá). En 2001 había nacido el Grupo Boedo Antiguo, que recién estaba dando sus primeros pasos.

El teatro comunitario se potenció con la crisis social, política, económica y cultural que explotó tras décadas de neoliberalismo. En ese entonces significó una respuesta al deterioro generalizado y a sus consecuencias: la ruptura de vínculos históricamente construidos, la falta de trabajo en su máxima expresión, el individualismo auspiciado por el mercado, la pérdida del espacio público como un ámbito de encuentro.

Los pueblos parecen tener un mecanismo que se activa en momentos de crisis generalizada: una pulsión por salir a hacer algo. Tal vez la búsqueda de nuevos espacios de pertenencia: algo a qué aferrarse. Como todo proceso social, no se trata de algo lineal, sino de una búsqueda y un mensaje: la solución a lo que nos sucede está en manos de todas, de todos.

La gran crisis de representación que se cristalizó a finales del año 2001 puso en jaque diversas mediaciones institucionales. En ese contexto de asambleas barriales y alta participación social germinaron diversos grupos de teatro comunitario, favorecidos por el proceso histórico que revalorizó la participación social, pero también por el impulso de los grupos Catalinas y Barracas.

En este marco, las huellas de la época marcaron algunos rumbos:

  1. El poder como posibilidad: poder hacer.
  2. La potencia de la construcción colectiva y mayormente horizontal.
  3. La presencia de la clase media en proyectos colectivos.
  4. La participación social entendida como un vínculo y no como un deber ser.
  5. La herramienta corporal: poner el cuerpo para tales propósitos.

Para fines de 2015, todos estos grupos funcionan conectados a través de la Red Nacional de Teatro Comunitario, de la que también Bianchi y Talento, como directores de los dos primeros espacios, fueron impulsores.

La Red es el tejido en donde se comparte la experiencia de los distintos grupos, se gestionan subsidios colectivamente, se intercambia información, problemas y dificultades comunes, se acompaña y fomenta el crecimiento de los grupos existentes y se propicia la aparición de nuevos. Además, anualmente o cada dos años se organiza el Encuentro Nacional de Teatro Comunitario, que va variando de sede según las necesidades de un determinado lugar. Allí participan grupos de todo el país, compartiendo actividades y espectáculos, lo cual convierte a cada encuentro en una experiencia enriquecedora para todos y una instancia de reflexión colectiva y tejido de la red social.

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Lo característico

Dada la multiplicidad de aspectos desde los cuales puede ser descripto, es imprescindible delinear algunas características del teatro comunitario para saber de qué hablamos cuando nos referimos a él:

Se trata de grupos integrados por vecinos que, a través de aportes colectivos, crean una obra de teatro, generalmente vinculada a su identidad barrial. Así, propicia nuevos lazos sociales entre los vecinos.

Los grupos están conformados por personas de diversas edades, clases sociales, identidades políticas y formación académica. Se trata de grupos abiertos, cuyos integrantes entran y salen, reproduciendo la dinámica que tiene la comunidad. En el teatro comunitario es habitual el constante recambio: vecinos que se suman al grupo, otros que dejan de asistir durante un tiempo y luego regresan, quienes se mudan y cambian de barrio, etcétera: las múltiples variables que suceden en la vida.

Las distintas edades permiten que cada grupo sea un espacio donde confluyen diversas generaciones. La inter-generacionalidad es una de sus características esenciales. Tensiona la lógica del mercado, cuya peculiaridad es la segmentación de los consumidores en diferentes franjas etarias, y propicia un espacio de encuentro, pertenencia y una estética por fuera de los cánones que establece el mercado.

El elemento central que despliegan los vecinos a través de dinámicas y ejercicios es el juego. El aspecto lúdico es parte constitutiva del teatro comunitario y desafía el peor de todos los miedos: el ridículo. El cuerpo se convierte en protagonista para la diversión y para crear con otros. Así, da batalla contra los paradigmas opresivos que disciplinan y oprimen los cuerpos.

Las obras se caracterizan por la participación de muchos actores en escena, que entran y salen en diversos momentos del espectáculo.

Los textos de dramaturgia, fruto de aportes colectivos y de la síntesis poética de los directores, se adaptan a la dinámica propia de los grupos: la rotación de vecinos en el grupo, por ejemplo. Si en una función un vecino tiene otro compromiso y no puede actuar, otro ocupa su lugar: no se trata de reemplazos sino de diferentes versiones. Al comienzo esta situación era percibida como una debilidad. Sin embargo, con el paso del tiempo comprendieron que en realidad era una fortaleza: permite que el vecino no sienta su participación como una carga. El recambio le permite al grupo ensayar diversas versiones en las cuales el que actúa pone su propia impronta.

Además de la puesta teatral, en las funciones de teatro comunitario hay un cuidado trabajo escenográfico y plástico producido colectivamente: el resultado sería imposible de lograr de manera individual.

Existe un “nosotros” en lugar de un “yo” que evoca al teatro épico. El coro, la voz del pueblo, potencia esa alianza. No es solo un grupo de gente que canta: es un nosotros colectivo. La canción, como parte de la memoria colectiva, es central en las obras de teatro comunitario. En lo colectivo, la individualidad no se pierde sino que se potencia por lo que genera vínculos humanos en lugar de relaciones instrumentales.

Lo social

En el teatro comunitario el elemento artístico es insoslayable —a fin de cuentas, lo que hacen es teatro— pero su objetivo es superador de aquel que suele concebirse solo como un producto estético. “El proyecto es un verdadero trabajo en donde no solamente se actúa, canta, diseña el vestuario y realiza escenografía, sino que está centrado en la recuperación y reconstitución del entramado social resquebrajado dado que se demuestra con cada producción que se pueden construir procesos artísticos donde se articulen el deseo, la memoria y las diversidades”.

Así, el teatro comunitario es generador de encuentros y de valoración: todo el mundo puede hacer algo. Además de los integrantes de cada grupo, es frecuente que también sus familias se involucren en algún aspecto de la organización: el buffet, el traslado, la logística. Cada función genera, además, un espacio de encuentro y una celebración: una fiesta.

El teatro comunitario convierte los espacios públicos en escenarios: la calle puede ser un espacio de actuación; también la plaza, el patio de una escuela, la estación de ferrocarril abandonada. En esa celebración, los integrantes (re)conocen al otro y a uno mismo.

La ocupación del espacio público por la comunidad, de manera artística, genera múltiples efectos, imposibles de mensurar. Por lo pronto, crea, a partir del espacio cotidiano, un hecho artístico para toda la comunidad.

Recupera artísticamente los espacios públicos. Además de ensayos y obras, muchos grupos realizan otros trabajos artísticos que embellecen los barrios: pintado de murales, cuidado de una plaza o de la estación de tren.

Además brinda mayor seguridad: un espacio público con gente ensayando o actuando es más seguro que dealers o efectivos policiales. Por otra parte, dinamiza la economía social: se consume en el barrio. En otras palabras, promueve un mejor entorno social.

La lógica que aparece detrás de todo este movimiento es el legado de las fábricas y empresas recuperadas sin patrón: ocupar, resistir y producir.

No es casual, entonces, que muchos grupos de teatro comunitario sean herederos de este aprendizaje como tampoco que hayan crecido en plazas y parques de distintos barrios, como el lugar de esparcimiento, pero también de resistencia: el Ágora, cuna de la vida política, artística y social de la Grecia Antigua, cuyo legado simbólico aún perdura.

En definitiva, es una práctica que se desarrolla a través de una construcción colectiva que procura romper con prácticas individualistas. Lo que se modifica es dejar de pensarse en soledad y transformarse con el otro. Como dice Adhemar Bianchi: “Desconfiar de la fuerza colectiva es una forma de individualismo”.

Por supuesto, sería necio desconocer que los grupos de teatro comunitario son parte de la sociedad y, por tanto, tienen sus virtudes y sus defectos: no son islas. Por eso mismo, deben batallar de manera continua con todos los paradigmas que no promueven una construcción colectiva y nos invitan a desconfiar del otro. Esta tensión es parte del desafío y de las dificultades que transita, atravesado por la cultura y valores que conforma una sociedad.

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Lo autogestivo

Desde Catalinas hasta el último en formación —que quizás esté surgiendo mientras se escriben estas líneas— los grupos de teatro comunitario funcionan de manera autogestiva, gestionan sus propios recursos: los ingresos y egresos de dinero, pero también el tiempo, cuánto sostienen una obra en cartel, el vestuario del grupo, los viajes, sus capacidades.

Los nuevos grupos cuentan con una ventaja más allá de la existencia de la Red y es que los errores, los aciertos, las virtudes y los fracasos de todos los anteriores que son un aprendizaje sobre qué sí y qué no conviene hacer, más allá de que se trate de un camino sin recetas.

A lo largo de todo el recorrido, y cada uno con su impronta, los grupos de teatro comunitario debieron aprender a gestionar sus posibilidades: los proyectos presentados a organismos del Estado, instituciones privadas u oenegés, la constitución de la Red, las fiestas, rifas o las ventas de entradas y la figura del “socio”, es decir, amigos o vecinos que aportan una mínima cuota mensual para sostener el espacio.

Empezaron aprendiendo sobre la marcha: si hacían una fiesta, buscando un lugar para hacerla, organizar el buffet, conseguir sillas, el vestuario para la obra, convocar a otros vecinos, etcétera. Fue —lo es— un aprendizaje que nunca termina y que, más allá de las particularidades de cada experiencia, es indispensable para sostenerse y crecer.

En el camino de la autogestión visualizaron diversas capacidades, que podían desarrollar. Adhemar cree que la autogestión tiene que ver también con el conocimiento del territorio y sus necesidades. “Parte de la autogestión es saber qué es lo que pasa. El Estado debería comprender eso para asociarse a la comunidad, pero no terminan de entenderla”.

En definitiva, no se trata exclusivamente de cómo conseguir determinada cantidad de dinero, sino de construir un proyecto comunitario que sostenga lo que se aspira a ser. Las dificultades son ciertas, pero hemos aprendido que “el límite de toda predicción es lo que las personas somos capaces de hacer”.

Se trata, entonces, de seguir creando.

Publicado en Revista Ajo

 

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