20 años de «Musas paradisiacas»

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Existen tantas Musas paradisiacas como veces ha sido expuesta. Pareciera que la célebre instalación de José Alejandro Restrepo, cada vez que es presentada al público, lo hiciera con ligeras variaciones sobre sí misma. Indudablemente, Musa paradisiaca no es una obra estática o inmutable, es una suerte de obra activa que cambia cada vez que se expone al público: no solo sus capas de lectura aumentan, se complejizan y entreveran con el tiempo, con el aumento acumulativo de la tragedia, sino que cada vez más, Musa, en sí misma, se nos revela ampliada, ya sea en su diálogo con otras obras que le son afines (cuando es mostrada en exposiciones colectivas) o en la forma como el propio artista la despliega, empeñado en desenterrar las genealogías visuales de la violencia, sus recorridos transhistóricos, los parentescos imprevistos de las imágenes y sus evoluciones en nuestro presente. Un universo warburgiano que nos permite vernos reflejados en nuestra propia miseria.

Estas cualidades hacen que Musa paradisiaca no pueda considerarse una “obra terminada” en el sentido clásico del término, como lo sería un libro o un álbum musical, al menos todavía; o que pueda ser catalogada y explicada por la historiografía del arte como una obra única, cerrada, que siempre deba recrearse igual, que pueda analizarse como pieza exenta, como un todo hermético que habla sobre sí mismo, sin hacer referencia a sus múltiples contextos expositivos y temporales. Tampoco puede afirmarse que, en términos comerciales, sea una obra destinada al mercado: por fortuna, Musa se libera hábilmente de la objetualidad exigida por el mercado del arte, incluso de la idea de “registro”, para internarse bellamente y sin compromisos preestablecidos en los territorios ocultos de la memoria.

A pesar de su nombre, Musa paradisiaca no alude a una bella mujer en el paraíso, sino al nombre científico del banano, que a Restrepo le gusta imaginar como una suerte de árbol del conocimiento, de fruto prohibido, que al ser probado desencadena consecuencias cataclísmicas, como las masacres que vemos habitualmente en las zonas tropicales en donde se cultiva la planta, ya sea en Colombia, América Central o el sur de Asia. Musa está conformada por varios racimos de plátano colgados en una sala de exposición. Cada uno de ellos tiene una especie de “flor-glande” que, a la manera de un pene, fecunda de muerte la piel del territorio y el espacio límpido del museo, como los viejos patriarcados violentos, esos que hemos heredado casi sin darnos cuenta.

De estas flores penden las desgracias: pequeñas pantallas que reproducen videos relacionados con episodios de violencia en zonas bananeras, tomados de noticieros. Las imágenes en movimiento se proyectan sobre pequeños espejos en el suelo, mostrándonos una suerte de reverso del decorado: las plantas, con su aire exótico, con esas formas que resultaban pintorescas a los viajeros de antaño, esconden una maldición que solo vemos del otro lado del espejo, una suerte de espejo de Blanca Nieves que nos cuenta visualmente los secretos de un mundo desconocido, el lado vedado de nuestra dieta, la historia social de una planta, la expansión de los procesos acumulativos, la explotación del campesino pobre, la genealogía de las imágenes.

Musa es una obra efímera, vive mientras viven los racimos de plátanos, que con el tiempo se pudren como se pudren los cuerpos, cuyo olor impregna e invade las salas de exposición de esa Bogotá que parece tan alejada del calor, la exuberancia y el trópico. Al principio, el olor se apodera suavemente de las salas, con aires refrescantes de planta tropical, invocando recuerdos infantiles en el espectador; luego, el ambiente se torna enrarecido, con aires pútridos, como el cuerpo herido, como la carne muerta. Al final, solo quedan los esqueletos de los racimos, como testimonios, como los despojos de una masacre, como el recuerdo de una tragedia. Y luego, como todo, la obra desaparece, como un cometa. La sala vuelve a estar límpida y sin olores, el museo o la galería vuelven a abstraerse de la realidad, del mundo circunvecino: sucio, injusto y calamitoso. Solo quedan fragmentos de recuerdo en nuestra memoria. Hasta que un día, como el cometa, la obra regresa, vuelve a nacer, con nuevos racimos verdes de plátano fresco, transformada, rodeada por otros objetos, en un lugar imprevisto, trágica y esperanzadora, como un recuerdo persistente, que no claudica, perpetuo.

Uno de los aspectos interesantes de Musa es que sus racimos están construidos como una especie de cíborg, como un organismo híbrido entre el reino vegetal y el tecnológico, entre la piel suave del plátano y la materialidad rígida y mecánica de los artilugios técnicos, de la pantalla en la flor, y de los cables que ascienden por el racimo, a la vista, sin magia, sin efectos que oculten su verdadera naturaleza. Pero el cíborg está moribundo: los plátanos están muriendo.

En esta nueva versión de Musa paradisiaca, a diferencia de exhibiciones anteriores en las que la instalación había sido puesta en diálogo con libros de Humboldt o con grabados de viajeros del siglo xix, o en exposiciones en las que la habíamos presenciado exenta, desplegada de forma minimalista en medio de un cubo blanco, en esta ocasión Musa se maximaliza y nos revela no solo el proceso de investigación que le permitió al artista llegar hasta ella, sino también las variaciones, los registros y las búsquedas implícitas en la obra.

En la primera sala de Flora, llama la atención el despliegue del archivo de prensa del artista, prácticamente desconocido, quien meticulosamente recortó de la prensa nacional todas las noticias relacionadas con masacres paramilitares y guerrilleras en zonas de cultivo de plátano, así como información relativa a las empresas comercializadoras del producto. Tal vez, la más antigua de estas matanzas haya sido la tristemente célebre Masacre de las Bananeras (1928), perpetrada por la United Fruit Company, en la que, según algunas fuentes, habrían muerto alrededor de 2.000 personas; una masacre que no solo demuestra las tensiones sociales entre los trabajadores, el capital trasnacional y los patronos terratenientes, sino que también prefigura los años de La Violencia, esa que se escribe con mayúsculas, inaugurada con El Bogotazo (1948). Lo paradójico de un exterminio de las proporciones de las Bananeras es que las noticias llegaron a la capital de la república apenas fragmentadas, envueltas en un aire de mito, como tantos otros mitos que recrea Restrepo (el Edén, por ejemplo). En principio, pocos lograron discernir si se trataba de un rumor, de un episodio literario o de un hecho histórico.

A diferencia de esta situación, Restrepo prefiere romper con el carácter mítico y testificar la magnitud de la desgracia, empleando su archivo de prensa, sus imágenes intrincadas y los registros de los noticieros de televisión, una desgracia que se repite indistintamente en los territorios de cultivo de plátano. Así las imágenes también sean fragmentarias, también sean construcciones políticas y también tengan agenda, Restrepo señala ciertos elementos que le permiten al espectador develar las conexiones imprevistas, ocultas, entre las empresas de plátano, la política pública, la voracidad del capital trasnacional, los lobbies de alimentos y los grupos de presión económica, esos para los que no existen fronteras, esos que se mueven indistintamente entre Estados Unidos, Europa y América Latina; y que a pesar de las experiencias, siguen ejerciendo un poder inaudito.

al vez Restrepo sea uno de los artistas colombianos menos beneficiados del llamado “boom”. Seguramente él se ha encargado de mantenerse alejado del vedetismo, la figuración y la esquizofrenia predominante en el hiperconectado mundo del arte actual. Es probable que por eso, a diferencia de otros artistas de su generación, su nombre no resulte tan sonoro o tan fácilmente identificable. Restrepo prefiere el silencio, escribir ocasionalmente, dictar pocas charlas, aparecer poco en medios, internarse en sus investigaciones en archivos judiciales, desaparecer de las ferias y de las fiestas, y persistir en un trabajo eficaz y silencioso, destapando los sedimentos impenetrables de la corteza de nuestra historia; presentarnos el arte como un territorio crítico, de aprendizaje, alejado de los objetos únicos y de lo fácilmente mercadeable; un territorio capaz de revelarnos el lado oculto de las imágenes, de las cosas; un territorio que nos permite desterritorializar la mirada, descolonizarla, extrañar nuestras percepciones (al menos a las que nos hemos habituado); señalarnos con su visualidad sugestiva, misteriosa y deliberadamente precaria, las constelaciones más oscuras de la memoria.

Publicado en Revista Arcadia
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