García Lorca en Cuba: Historia de una pasión

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En Contexto
García Lorca fue detenido entre finales de julio y primeros de agosto de 1936, semanas después del golpe de Estado contra la II República. El poeta fue acusado de socialista, masón y homosexual. En la madrugada del 18 de agosto de 1936 fue asesinado por los militares golpistas. Su crimen es un de los cientos de miles del régimen franquista. Su cuerpo permanece aún desaparecido.

Cuando se hundieron las formas puras
bajo el cri cri de las margaritas,
comprendí que me habían asesinado.
Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
abrieron los toneles y los armarios,
destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
y que el mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados.

Federico García Lorca – «Fábula y rueda de los tres amigos» (Poeta en Nueva York)

Lorca en La Habana

Por Pío E. Serrano. Escritor y editor cubano

Después de permanecer durante seis meses en los Estados Unidos, García Lorca llega a La Habana. Por lo que sabemos, la estancia norteamericana del poeta granadino quedó resuelta en dos experiencias contrapuestas. Por una parte, la grata memoria de la acogida con que es recibido por las figuras mayores del hispanismo en Nueva York —Ángel del Río, Federico de Onís, Ángel Flores…— y por ciertos medios culturales norteamericanos, así como por el encantamiento que le produjo aquella ciudad monumental, esplendente de luz y color, rica en actividades culturales, cruce de caminos de las más diversas razas y nacionalidades; por otra, el descubrimiento de las prácticas más descarnadas de la sociedad capitalista y, sobre todo, el hallazgo del universo del negro norteamericano, la discriminación que padece y la marginación a la que está condenado. Y será esta segunda zona, la dolorosa y airada, la que producirá un vuelco en su expresión poética y, como nunca antes, abre su poesía a la denuncia de la opresión social, a la comprensión de los discriminados y explotados y a la necesidad de mostrar su identificación con los perseguidos.

Después de los sentimientos encontrados que le dejarán los seis meses de permanencia en Estados Unidos y de los pesares que arrastra desde España, García Lorca llega a La Habana. La estancia cubana —98 días— le permitirá a Lorca recuperar su lengua, durante meses menguada durante su estancia en Nueva York; recupera un espacio urbanístico más allegado y cordial en una ciudad que todavía concilia la «ciudad fortaleza», la «ciudad convento» y la «ciudad posada», tan españolas, con el despertar de una «ciudad monumental», favorecida por una burguesía ávida de espacios, que desborda el ámbito doméstico para ocupar el espacio público, y que Lorca hace tan suya que escribe a sus padres: «Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba»; regresa a unas prácticas religiosas más cálidas y vistosas que la frialdad protestante; descubre un frotamiento humano, desinhibido y espontáneo, el cubano, quien al dirigirse al amigo lo palpa, lo toca, palmea su espalda, abraza con el saludo y aún los más humildes —insulares al fin— ejercen la elegancia del gesto, la finura del trato con el visitante extranjero; recupera, en fin, probablemente por primera vez en su vida, el cuerpo, un cuerpo que en su experiencia expresa un deseo de libertad, mediatizado por el vuelco ideológico que se apodera de su escritura en Nueva York y por el erotismo irradiante de la naturaleza tropical y la fascinación que le producen esas «gotas de sangre negra que llevan los cubanos». No en balde, es en La Habana donde se siente capaz de escribir El público.

Nacido en 1898, es muy probable que Lorca recibiera desde fecha temprana las melancólicas referencias de la Cuba recientemente perdida. En cualquier caso, el poeta granadino dejó constancia en varias ocasiones de las habaneras y nanas, algunas originales de autores cubanos, como la habanera «Tú» de Eduardo Sánchez de Fuentes, que escuchaba en sus días de infancia, cantadas en el seno de la familia. A estas evocaciones musicales, añadía Lorca otras de carácter plástico: las sugerentes y ricas en colores fuertemente contrastantes de las marquillas de tabaco, presentes en las cajas de puros que su padre recibía de La Habana, y donde el niño descubriera la frondosa cabellera de Fonseca —Francisco E. Fonseca, industrial tabaquero cubano, fallecido un año antes de la llegada de Lorca a La Habana—, y que más tarde evocaría en su conocido poema «Son», «Son de Cuba», «Son de Santiago de Cuba» o «Son de negros en Cuba», que con todos estos títulos ha sido recogido en las diferentes versiones publicadas y presente como último poema en su Poeta en Nueva York, editado póstumamente en dos ediciones de 1940.

Quizás el impulso último para viajar a Cuba lo recibiera de su amigo José María Chacón y Calvo, hispanista y diplomático cubano, llegado a España en 1918. Se habían conocido en 1922, durante un viaje que Chacón hizo a la Semana Santa de Sevilla, acompañado por Alfonso Reyes, y desde entonces su amistad no dejó de crecer, alimentada por su trato frecuente en Madrid. En el piso de Chacón, en General Pardiñas 32, Lorca conoció a la antropóloga cubana Lydia Cabrera, quien, al parecer, estableciera el fecundo contacto entre el poeta y Margarita Xirgu.

En 1926 Chacón da a conocer por primera vez en Cuba la poesía de Lorca en la revista Social y en 1928, el poeta hispanocubano Eugenio Florit firmó un entusiasta artículo en la Revista de avance con motivo de la aparición delRomancero gitano recién publicado en España, y de nuevo la revista Socialreprodujo «Romance de la luna, luna» y «La casada infiel», poema este último que causó furor en La Habana y que Lorca dedicara a Lydia Cabrera y su negrita (Carmela Bajarano). Y en 1929 el crítico cubano Antonio Oliver Belmás, al tiempo que da noticias del agotamiento del Romancero gitano en las librerías habaneras, publica en la Revista de Avance un amplio ensayo sobre Gerardo Diego y García Lorca.

Aprovechando su estancia en La Habana, Chacón logra interesar a Fernando Ortiz, presidente de la Institución Hispanocubana de Cultura, fundada en 1926, y de la que era vicepresidente, para invitar a García Lorca a Cuba, una idea, sin duda, nacida desde los días en que Lorca prepara su viaje a Nueva York. Durante un breve viaje a Nueva York, en enero de 1930, Ortiz confirma personalmente a Lorca la invitación para visitar Cuba y dar cinco conferencias. El tres de marzo Lorca recibe de la Institución Hispanocubana de Cultura 150 pesos para cubrir los gastos del viaje que hará por barco desde Miami. La llegada a La Habana el 7 de marzo es anticipada por la prensa cubana, que no vacila en calificarlo como «el más eminente poeta español del momento». Acuden a recibirlo al puerto, por supuesto Chacón y Calvo, y algunas de las figuras más relevantes de la cultura cubana, entre ellos el joven poeta Juan Marinello y el profesor Féliz Lizaso.

Ahora bien, cuál era la Cuba a la que llegaba el poeta granadino. En lo político, la isla atravesaba los primeros meses del fraudulento acceso a un segundo periodo presidencial de Gerardo Machado, respondido con indignación por la población, lo que genera un clima de agitación y violencia, que cobra vida en una fracasada huelga general en marzo de 1930; hasta agosto de 1933 la isla viviría una etapa de feroz violencia entre el terrorismo opositor y la sangrienta represión del dictador. En lo económico, el país vivió durante unos pocos años de los beneficios de la política aduanera proteccionista y del incremento de la obra pública gestionada por el primer gobierno constitucional de Machado, un auge económico que comenzó a hacer aguas a partir de la crisis del 29 y que ya en 1930, con el desplome de la venta del azúcar en el mercado internacional, precipitaba a la isla en una tempestad económica de la que no se recuperaría hasta la II Guerra Mundial. Numerosos testimonios cubanos confirman que Lorca no permaneció indiferente al clima político de la isla y que, en más de una ocasión, expresó su simpatía por el rechazo popular a Machado, llegando a desfilar en algunas manifestaciones.

En cuanto al escenario cultural y a la reacción de los grupos intelectuales ante tales perspectivas, desde la década del 20 se comenzó a expresar un clima de contestación. Primero fue la «Protesta de los Trece» (1923), a continuación el surgimiento del llamado Grupo Minorista (1924), posteriormente la creación del movimiento ABC (1931) y la presencia cada vez con mayor visibilidad y efectividad del movimiento comunista, que tuvo entre sus filas a dos de las figuras más relevantes de la época, el líder universitario Julio Antonio Mella y el poeta Rubén Martínez Villena. En lo estrictamente literario, y particularmente en la poesía, las letras cubanas viven el renacimiento aportado por la Segunda Generación republicana, ansiosa por librarse de los flecos últimos del postmodernismo. Su vehículo fue la Revista de Avance (1927-1930), soporte de una nueva ética y de nueva estética alejadas de la inercia tradicional, defensora de la renovación del lenguaje y abierta a los ismos que ya se imponían en el resto de Hispanoamérica. Conviven en el periodo poesía pura y poesía social, alentadas ambas por los aires de la vanguardia y que alcanza uno de sus mejores momentos en la poesía negrista de Guillén. El 20 de abril de 1930, unos días antes de que Lorca escribiera su poema cubano «Son», Guillén publica en elDiario de la Marina sus ocho «Motivos de son», que para algunos fue, no influencia, sino circunstancia que favoreció la escritura del poema lorquiano. En 1930 y a lo largo de la década se publicaron algunos de los textos centrales de la poesía cubana, resultado de la efervescencia renovadora del momento. Ninguna otra ocasión mejor para el entusiasmo y la curiosidad con que fue recibido Lorca en la isla.

Entre el 9 de marzo y el 6 de abril despacha Lorca las cinco conferencias en La Habana que justificaban su viaje, y que después desgranaría en otras ciudades del interior de la isla. El éxito alcanzado por Lorca en sus presentaciones fue extraordinario. Lejos de la solemnidad acostumbrada en estos actos, Federico se presenta desinhibido y cordial, improvisa y desborda simpatía. La recaudación de taquilla, unida a la ayuda económica de sus amigos, posiblemente permitiera a Lorca ampliar su estancia en La Habana. Sobre la recepción del poeta granadino escribió más tarde Juan Marinello:

Las gentes de mejor sensibilidad recibieron con avidez absorta el verso inesperado, y le adivinaron la calidad y la hondura a través de su resonancia popular y de aquella conexión con lo nuestro que lo hacía, de pronto, materia cercana. Por ello se dio el caso, no producido antes ni repetido después, de que un escritor en la etapa ascendente y con lenguaje inusual, fuese recibido en la isla como un valor cumplido, de lograda estatura, de grandeza andadora. Porque es lo cierto que nuestros mejores hombres del año 30 ofrecieron al muchacho presuroso y alegre un homenaje de escritor clásico.

Y Lezama Lima, entonces estudiante, recuerda una lectura de poemas de Lorca en la Universidad de La Habana:

La seguridad de su voz en el recitado, le prestaba un gracioso énfasis, un leve subrayado. La voz entonces se agrandaba, abría los ojos con una desmesura muy mesurada, y su mano derecha esbozaba el gesto de quien reteniendo una gorgona, la soltase de pronto. El recuerdo de los cantaores estaba no solo en el grave entorno de su voz, sino en la convergencia del gesto y el aliento en todo su cuerpo, que parecía entonces dar un incontrastable paso al frente.

Lorca fue recibido y mimado en Cuba por las figuras más representativas de la alta cultura cubana, como Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Lydia Cabrera, Félix Lizaso, José Antonio Fernández de Castro, etc. Y encontró un cordial acomodo entre los poetas cubanos contemporáneos: Guillén, Ballagas, Dulce María Loynaz, Florit, Marinello, Tallet, entre otros muchos.

Pero no solo de conferencias y vida pública se alimentó la visita habanera de Lorca. Si exceptuamos al siempre presente Chacón y Calvo, tres fueron los círculos en los que transcurrió su vida privada. El primero, prácticamente desde su llegada, en torno al matrimonio español de Antonio Quevedo y María Muñoz, musicólogos asentados en Cuba desde 1919, una amistad precedida por una cálida carta de presentación de Manuel de Falla. Con ellos compartiría numerosas actividades culturales y poco de su existencia más íntima.

Entre los hermanos Loynaz —Carlos Manuel, Dulce María, Enrique y Flor— Lorca encontraría su mejor acomodo. La variedad de temperamentos, hiperbólicos todos, y el inusual estilo de vida de los hermanos ganó de inmediato el favor de Lorca, al tiempo que su simpatía y su no menos delirante comportamiento le abrieron las puertas de aquella casa de El Vedado que para Lorca sería «la casa encantada». Allí instaló una suerte de taller, sin pernoctar nunca, donde tocaba el piano y cantaba, escribía, dibujaba, bebía whisky con soda, entre apasionados coloquios que solían terminar, ya de madruga, en visitas a las calles y plazas de La Habana Vieja. En aquella casa Lorca escribió El público, algunos de los poemas de Poeta en Nueva York y fragmentos de Yerma y Doña Rosita la soltera. Si difícil fue su relación con Dulce María y Enrique, su trato de exaltada fraternidad con Flor y Carlos Manuel compensó el desencuentro con los mayores de los hermanos.

El tercer círculo en que se desarrolló otro aspecto de la vida privada de Federico en La Habana estaba formado, en primer lugar, por el joven poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y, en parte por los españoles, el musicólogo Adolfo Salazar y el pintor Gabriel García Maroto. Con ellos, Lorca conoció la intensidad de la noche marginal habanera, especialmente allí donde la presencia negra, bullanguera y alegremente provocadora, tenía sus recintos. Con ellos visitó por primera vez el popular Teatro Alambra, solo para hombres, donde se representaban delirantes piezas que alternaban la sátira social y política con lo vulgar y grosero, pero que gracias a la eficacia de los actores se convertían en desternillantes parodias que hacían llorar de risa a Federico, desde entonces asiduo asistente a estas representaciones, deslumbrado por la pericia en escena del negrito, el gallego, la mulata, el homosexual y el chino. Con sus amigos más íntimos recorrerá también los poco recomendables bares nocturnos del puerto y con Cardoza visita un elegante burdel que, en palabras del guatemalteco dejó paralizado a Federico «perplejo ante tanta suntuosidad».

Si en la zona portuaria Lorca descubrió la fuerza raigal y el encanto rítmico de la música popular cubana —entonces recién llegado a La Habana el son de Santiago de Cuba— fue en los bares marginados de la playa de Marianao donde Federico fue recibido como uno más entre los soneros negros y mulatos, sorprendidos por la gracia y la espontaneidad de aquel blanquito «gallego» que, primero los escuchaba con seriedad y atención para, a continuación, tomar el ritmo con las claves y hacer coro con los enardecidos intérpretes, ebrios de ritmo y de ron. Sin duda, entre aquellos bares modestísimos y populares, donde mejor se sintió Federico fue en el bar del Chori —Silvano Shueng Hechevarría, como Wifredo Lam, hijo de chino y de negra—, aquel mestizo enorme, santiaguero, de labios protuberantes y expresión inmutable, con un pañuelo rojo atado al cuello, poseedor de un inexplicable talento musical, capaz de extraer sorprendentes armonías de timbales, botellas, sartenes y bocinas, al tiempo que cantaba «Hayaca de maíz», «La choricera» y «Enterrador no la llores». La autenticidad del espectáculo debió de estremecer a Federico.

Si la disputa en torno al viaje de Lorca a Santiago de Cuba —costeado por la sede santiaguera de la Institución Hispanocubana de Cultura— ha quedado definitivamente zanjada por los incontestables testimonios de su visita, lo que hasta el presente no ha sido despejado es la identidad de la persona que lo acompañó. Un misterio más de un viaje que Federico quiso mantener en secreto, pues los Quevedo-Muñoz ni los Loynaz fueron advertidos del mismo. Lo que sí no ha dejado dudas fue la escritura del poema cubano de Lorca, «Son», escrito en el mes de abril en Matanzas, publicado por primera vez en La Habana por la revista Musicalia (abril-mayo de 1930) y cuyo original autógrafo regalará a su director Antonio Quevedo. Las pequeñas divergencias surgidas en las ediciones posteriores son materia de filólogos. En las que no entro. Sí me gustaría señalar que en Lezama Lima he encontrado, a mi parecer, la más acertada interpretación del verso «en un coche de aguas negras», de un hermetismo impenetrable para muchos, y que Lezama descifra considerando la metáfora como alusión al desaparecer el sol en la línea del horizonte. Sigue Lezama: «Ahí Lorca intuyó que el prodigio de nuestro sol es trágicamente tener sonidos negros, como el  caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo».

Todavía hasta el día en que Federico se embarca hacia España el 12 de junio lo persiguen las innumerables anécdotas tan singularmente lorquianas con que, desde sus primeros días habaneros, dejó sembrada su estadía en Cuba y en las que el implacable limitado tiempo no nos ha permitido detenernos.

A su regreso a España, Cuba, lo cubano, permanecerá en el imaginario del poeta. Sus cartas a los cubanos y los testimonios de sus amigos dan fe de un constante relato que revela lo impregnado que Federico quedará por su experiencia cubana. Por otra parte, son numerosos los textos inmediatos que genera el recuerdo del joven poeta durante su breve estancia cubana. Y con motivo de su asesinato, desde el mismo año 36, la respuesta cubana se llena de poemas de rabia, de ternura, de rechazo, de patetismo adolorido. En 1999 César López compiló cerca de un centenar de textos de todos los tiempos, donde los escritores cubanos han asegurado la permanente presencia de Federico García Lorca entre nosotros. Solo citaré el poema de Guillén, escrito en 1937:

ANGUSTIA CUARTA

Federico

Toco a la puerta de un romance.
—¿No anda por aquí Federico?
Un papagayo me contesta:
—Ha salido.

Toco a una puerta de cristal.
—¿No anda por aquí Federico?
Viene una mano y me señala:
—Está en el río.

Toco a la puerta de un gitano.
—¿No anda por aquí Federico?
Nadie responde, no habla nadie…
—¡Federico! ¡Federico!

La casa oscura, vacía;
Negro musgo en las paredes;
Brocal de pozo sin cubo,
Jardín de lagartos verdes.

Sobre la tierra mullida
Caracoles que remueven,
Y el rojo viento de julio
Entre las ruinas, meciéndose.

¡Federico!
¿Dónde el gitano se muere?
¿Dónde sus ojos se enfrían?
¡Dónde estará, que no viene!

Epílogo

José María Chacón y Calvo vivió hasta el final de sus días con la pesadumbre culposa de haberle facilitado a Federico las 250 pesetas para pagar el coche-cama que lo conduciría a la muerte.

Publicado por Centro Virtual Cervantes

 

Federico García Lorca en Cuba: Vivencias personales y literarias. Su huella

Por Carmen Alemany Bay

Imagínense a un viajero que llega a La Habana, pero no un viajero habitual que desde siempre ha buscado en aquellas tierras su clima, su tabaco y sus mujeres, sino a un enamorado de la obra del poeta español Federico García Lorca. Aquella isla, con forma de caimán, le ofrecerá al viajero, además de sus productos y consignas habituales, una serie de recorridos en los que permanentemente la figura de Lorca aparece y reaparece. Sin duda, La Habana, la ciudad en la que más tiempo permaneció en su estancia cubana, no escatima, después de más de cincuenta años de Revolución, recuerdos del poeta; pero también otras ciudades, sobre todo Santiago, Pinar del Río, el valle de Viñales, Cienfuegos o Varadero, fueron visitadas por nuestro autor, quien llegó a decir que en Cuba «pasé los mejores días de mi vida» o en frases que podemos entresacar de cartas a sus padres: «Esta isla es un paraíso. Cuba. Si me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba» o «No olvidéis que en América ser poeta es algo más que ser príncipe».

El viajero lorquiano deberá comenzar su andadura por el barrio de El Vedado, en cuya calle 23, entre I y J, se encontrará con una hermosa estatua del Quijote, precedida por una placa en la que reza lo siguiente: «Porque somos de España en Lorca, en Machado, en Miguel. Porque España es la última mirada del Sol del pueblo nuestro. Porque no hemos nunca medido el tamaño de los molinos de viento y sentimos bajo nuestros talones el costillar de Rocinante. La Habana. Cuba». El viajero deberá dirigirse a continuación a la calle Calzada entre 14 y 16 con salida por la calle de la Línea, frente al mar, al lado mismo del final del Malecón: es allí donde encontrará la casa de los Loynaz, lugar donde García Lorca pasó casi todas las tardes de su estancia habanera entre canciones y charlas sobre literatura. Muy cerca de aquí está el Centro de Estudios Martianos donde puede que aún se conserve un cartel anunciando un homenaje a Federico García Lorca («En un coche de aguas negras: encuentro del poeta y la ciudad»). De aquí, como hacía Lorca con los Loynaz, deberá visitar La Habana Vieja y sentarse en el Templete, en el Bengochea o en el Floridita, lugar este que Hemingway inmortalizó por sus daiquiris, pero si de ser lorquianos se trata deberá tomarse un whisky con soda. De La Habana Vieja emprenderá su camino hacia el Gran Teatro de La Habana o también denominado por la mayoría como Teatro García Lorca porque una de sus salas, la principal, lleva su nombre desde 1962. Al lado de este antiguo y bellísimo Centro gallego, convertido en teatro, está el Hotel Inglaterra, en cuyo comedor, situado frente a un parque en el que se divisa una hermosa estatua de José Martí, los intelectuales habaneros ofrecieron una comida de despedida al que consideraban uno de los mejores escritores españoles del momento. El ansioso viajero no podrá, desgraciadamente, conocer el Teatro Principal de la Comedia, donde Lorca dictó sus conferencias, pero sí el hotel La Unión, donde se alojó durante casi tres meses en pleno corazón de La Habana colonial, entre las calles Cuba y Amargura. También el Hotel Detroit, en la calle Águila, frente a la playa del Vapor, entre Reina y Dragones, último hotel en el que residió el poeta granadino antes de embarcar hacia España. Las afueras de La Habana —Guanabacoa, Regla, Guanajay o Santa María del Rosario—, también fueron visitadas por Federico; pero su lugar preferido eran las playas de Marianao, pues, como recordaba Nicolás Guillén, «le gustaba irse en las noches a las “fritas”, a los cafetines de Marianao, donde ya está el Chori, y allí se hizo amigo de treseros y bongoseros»; experiencia esta, la de la playa de Marianao, que será decisiva, como ya veremos, en su interpretación del duende.

Seguramente, y a pesar de haber pasado más de ochenta años, la impresión del viajero sobre La Habana será la misma que tuvo García Lorca cuando llegó allí procedente de Nueva York. Así lo contó Lorca en su conferencia sobre Poeta en Nueva York en el 1933:

Pero el barco se aleja y comienzan a llegar, palma y canela, los perfumes de la América con raíces, la América de Dios, la América española.
¿Pero qué es esto? ¿Otra vez España? ¿Otra vez la Andalucía mundial?
Es el amarillo de Cádiz con un grado más, el rosa de Sevilla tirando a carmín y el verde de Granada con una leve fosforescencia de pez.

De La Habana, el viajero deberá emprender camino a otras ciudades cubanas reseñadas con anterioridad.

Esta guía lorquiana, que no ofrece ninguna agencia de viajes, nos puede servir, o al menos ese ha sido mi propósito, para conocer los lugares frecuentados por García Lorca en la isla y entender porqué el poeta retrasó su vuelta a España y porqué su estancia en la isla fue tan positiva en relaciones e incluso en producción literaria.

Su llegada a La Habana fue un 7 de marzo de 1930 y se prolongó hasta el 12 de junio del mismo año. Su misión era la de dictar unas conferencias invitado por la Sociedad Hispanocubana de Cultura, presidida en aquel tiempo por Fernando Ortiz, uno de los intelectuales más prestigiosos de la isla y principal conocedor de la influencia africana en la misma. A él le dedicará Lorca el único poema donde hay referencias explícitas a Cuba, e implícitamente a su música, el «Son de negros en Cuba». Su amistad con Fernando Ortiz creo que debió de ser muy decisiva para entender la cultura negra cubana y diferenciarla de la norteamericana; y lo más importante, identificarla con la suya: «Y salen los negros —nos sigue diciendo en su conferencia sobre Poeta en Nueva York— con sus ritmos que yo descubro típicos del gran pueblo andaluz, negritos sin drama (para diferenciarlos de los negros norteamericanos) que ponen los ojos en blanco y dicen: “Nosotros somos latinos”». Junto a Fernando Ortiz, debemos recordar a Juan Marinello, fundador de la Revista de Avance y uno de los escritores cubanos que más relación tendrá con el poeta español y quien resaltará que «el nuevo modo, genialmente arbitrario a veces de Federico, levantó en la Cuba de los años 30 el ceño adusto de escritores maduros, presos sin remedio de las maneras transitadas». José María Chacón, activo americanizador de la cultura española, por su parte, acompañará a Lorca a Caibarién y lo presentará a los poetas e intelectuales del lugar. El escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que en esos momentos estaba en Cuba, también se dejará llevar por la magia lorquiana y lo calificará como «una leyenda». El poeta mulato Nicolás Guillén será otro de los escritores cubanos que más impactados quedarán por la figura de Lorca; y estando este en La Habana se publicaron los Motivos de son en la sección «Ideales de una raza» del Diario de la Marina el 20 de abril de 1930: obra cargada de osadía y novedad donde Nicolás Guillén trata de amulatar con humor el romance español en un intento de fusionar música y literatura. Sin duda, por su amistad con Guillén, Lorca leería aquellos «minidramas barrocos» que trataban de acercarse a la cultura y a las costumbres afrocubanas; sin duda, un modo de acercamiento similar al de Lorca con la cultura gitana. Otros escritores como Alejo Carpentier, Jorge Mañach, Eugenio Florit o Emilio Ballagas, pertenecientes con Marinello y Guillén al grupo de la revista Avance, acogerán también con entusiasmo al poeta. A estos nombres se unen el de los pintores Gabriel García Maroto, Carlos Enríquez y Mariano Miguel, el maestro Pedro San Juan —director de la orquesta filarmónica— o el crítico musical Adolfo Salazar.

Mucho más profunda fue su relación con el matrimonio español formado por María Muñoz y Antonio Quevedo, músicos que Lorca conoció por mediación de Manuel de Falla, Federico de Onís y Fernando de los Ríos y como fruto de esta amistad publicará su «Son» en la revista Musicalia dirigida por Quevedo. El «Son» aparece publicado junto a una foto de García Lorca, realizada por el fotógrafo cubano Rembrant, y unas frases muy elogiosas que rezan así: «Tres meses han durado los desposorios paganos de García Lorca con La Habana; poeta y urbe se han comprendido bien y se aman. ¡Qué nazca ahora el romance criollo!». Su relación con estos dos españoles cubanizados le llevó a conocer a numerosos escritores y músicos y «seguramente —como apunta César Leante— ellos lo familiarizan con la música cubana de resonancias africanas».

Sin embargo, desde un punto de vista literario, los hermanos Loynaz —Flor, Dulce María, Carlos y Manuel Enrique— serán sus principales interlocutores. Muchas tardes pasará García Lorca en compañía de estos músicos y poetas en «mi casa encantada», como le gustaba llamarla el poeta granadino. A raíz de esta gran amistad, a Flor le mandará el manuscrito de Yerma y a Carlos Manuel le regalará su pieza teatral El público, escrita en su tiempo habanero y finalizada en España en agosto del mismo año. A este respecto quiero sacar a colación una carta escrita por Dulce María y dirigida a su biógrafo, Aldo Martínez Malo, fechada en La Habana el 19 de junio de 1977, en la que la poeta cubana apunta:

La obra de Carlos Manuel sí se perdió totalmente; se perdió con un drama de García Lorca que este le había dedicado, El público, del que ahora se habla tanto, pero le aseguro que no valía la pena. Probablemente el que dicen haber aparecido en Nueva York es apócrifo.

Lo que nos hace pensar en la existencia de varios borradores, divergentes entre sí, de la citada obra teatral.

La relación de Lorca con los Loynaz se centró sobre todo en Flor y en Enrique; no tanto en Dulce María, que sí llegaría a ser conocida como poeta y ganadora del Premio Miguel de Cervantes en 1992: Dulce María Loynaz no coincidía en sus gustos poéticos con el poeta granadino; y en una carta a Aldo Martínez explica: «Lorca nunca escribió sobre mí. Los poetas no son aficionados a escribir sobre otros poetas y además no estimaba mucho mi poesía, sino la de Enrique»; Lorca dejó una huella profunda en su vida, no así en su poesía.

Las relaciones personales con intelectuales cubanos, como hemos visto, se fueron acrecentando en La Habana, por la resonancia del nombre de Lorca y sobre todo por el éxito de sus conferencias, como recogió El Diario de la Marina. Un total de cinco conferencias dictó Federico en la citada ciudad, todas ellas en el desaparecido Teatro Principal de la Comedia y únicamente para los socios de la Asociación Hispanoacubana de Cultura. Estas charlas, como veremos a continuación, ya fueron dictadas con anterioridad en otras ciudades y universidades: el 9 de marzo dio su primera conferencia, «La mecánica de la poesía», leída dos años antes en Granada con el título «Imaginación, inspiración y evasión»; el 12, «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo xvii» (homenaje a Soto de Rojas); el 16 del mismo mes, «Canciones de cuna española»; el 19, «Imagen poética de Luis de Góngora» y el 6 de abril «La arquitectura del cante jondo».

La conferencia sobre Soto de Rojas fue, según el Diario de la Marina, «una obra maestra de erudición, de análisis y de emoción. Una demostración científica —si cabe la frase— de la “mecánica” y belleza animada del vanguardismo. Fue muy aplaudido». En la conferencia sobre las canciones de cuna participó la cantante de origen español María Tubau con el propio Lorca al piano; de la charla sobre Góngora, también anunciada en el mencionado periódico, se dijo que fue un «tema sugestivo e interesantísimo, muy del dominio del conferenciante». Al recibir en Nueva York la invitación a La Habana para dar algunas conferencias, el poeta envió una carta, fechada el mes de enero, a sus padres para que le remitiesen el manuscrito de su conferencia sobre Góngora, aunque el poeta matizaba: «Claro es que no la daré como está, pero me servirá de base para una que escribo». Según Christopher Maurer, Lorca sólo revisó el texto primitivo. La última charla, «La arquitectura del cante jondo», prevista para el 26 de marzo, se aplazó al día 6 de abril; y sobre esta diría a sus padres en una carta: «Mis conferencias se están desarrollando con un éxito muy grande para mí. Mañana doy la del cante jondo con ilustraciones de discos de gramófono», y más adelante añadirá: «Yo he escrito una nueva conferencia sobre este tema que creo que es muy sugestiva y muy polémica». Seguramente esta disertación sería una mezcla de lo ya pronunciado años antes sobre el cante jondo a lo que añadiría esbozos bastante completos sobre su teoría del duende. El poeta resumió en la charla todo su itinerario desde Granada hasta La Habana, incluyendo su escala en Nueva York. Sin duda, sus  visiones sobre lo gitano y lo negro se hermanarían más que nunca. El resultado, como ya anunciaba el poeta a sus padres, fue que «la prueba del éxito que he tenido es que voy a dar más conferencias de lo que pensé». Y Lorca se quedó más tiempo en Cuba, dos meses más de lo previsto.

Detengámonos en este punto. Como anotábamos en líneas anteriores, las conferencias que dictó en La Habana ya eran conocidas y estas respondían a afanes tanto didácticos como teóricos. Lo que pretendía Lorca con estas disertaciones era, según Chistopher Maurer, «reivindicar y difundir valores culturales que consideraba importantes y característicos del arte español»; dar expresión a sus ideas estéticas, ponderando la doble tradición de su obra: la culta y la popular; así como hablar de autores y obras de difícil alcance para el público. Con esta misma intención dictó algunas conferencias más en otras ciudades cubanas. En Santiago de Cuba repitió su charla sobre «La mecánica de la poesía», invitado también por el presidente de la Hispanocubana de Cultura en aquella ciudad, Max Henríquez Ureña. A Santiago viajó el 31 de mayo, y de la parte más oriental de la isla se dirigió, el 3 de junio, hacia Santa Clara para continuar camino hasta la ciudad de Cienfuegos, donde pronunció la misma conferencia que en Santiago. En Cienfuegos, el poeta granadino ya había dictado poco tiempo antes, el 7 de abril, su conferencia sobre Góngora por mediación de Francisco Campos Aravaca, cónsul de España en Cienfuegos y amigo personal.

Tiempos de conferencias para García Lorca, pero no incompatibles con «un asombroso entendimiento en lo cubano», como afirmó su amigo Marinello.

Sobre lo que Lorca escribió en Cuba

Aquellos tres meses de intensa actividad entre conferencias, visitas a otros lugares de la isla con los Quevedo, tardes en la casa de los Loynaz, noches a la luz de la luna en Marianao o escuchando rumbas en Jesús María, no ocuparon todas las horas de Federico en La Habana; en esta breve estancia el poeta también se ocupó de redactar, o en su caso terminar, algunas obras teatrales o componer alguna pieza poética. En el Hotel La Unión escribió una pieza teatral,Así pasen cinco años, y en casa de los Loynaz retocó La zapatera prodigiosa, dando ya por finalizada esta obra. Pero también en el tiempo habanero redondearía otra obra de teatro, El público, bastante diferente al tipo de teatro antonomásicamente lorquiano. Como ya hemos apuntado, parte del manuscrito fue entregado a Carlos Manuel Loynaz y, según Ian Gibson, es posible que el mundo dramático que descubrió Lorca en La Habana —en el teatro de la Alhambra, donde acudía asiduamente con Luis Cardoza y Aragón—, influyesen en la composición de esta obra teatral. Estas representaciones, llenas de burla y sarcasmo, con tintes de comedia del arte, tenían personajes fijos: el gallego (entiéndase el español), el negrito, la mulata, el policía, el maricón, etc. Desde nuestro punto de vista, poca relación existe (por no decir que es un tipo de teatro totalmente antagónico), entre estas obritas populares, llenas del absurdo cotidiano, y El público, drama entre dadaísta y surrealista, de corte claramente intelectual. Es probable que esta obra naciese como fruto de las representaciones teatrales que vio en los Estados Unidos y las primeras muestras de cine sonoro, como sostiene Miguel García Posada.

De cualquier modo, creo que la estancia del poeta andaluz en Cuba no influyó decisivamente ni en el teatro ni en la poesía de Lorca. Sí hay una excepción, una pieza única donde se respira lo cubano, y es el conocido «Son de negros en Cuba», composición que escribió en su residencia habanera —el manuscrito lleva el membrete del Hotel La Unión»—, y que fue incluido en Poeta en Nueva York; pero aún en este caso creemos que fue una concesión del poeta, un agradecimiento en forma de son montuno en el que, mediante continuas metaforizaciones Lorca plasma sus recuerdos infantiles (las cajas de puros de su padre en las que aparecía Fonseca con su cabellera rubia o «el rosal de Romeo y Julieta», referencia a otra marca de puros habanos) y su propia visión sobre Cuba: los plátanos, las palmas, el tabaco, el alcohol o la sensualidad de los cubanos. Sin duda, estos versos son el resultado de sus vivencias personales, vivencias que contrastan con el desgarramiento, la tristeza, la angustia y la soledad de los negros neoyorquinos, que tan patentes son en Poeta en Nueva York.

Sin embargo, sí creemos que su contacto con los soneros o con los reyes de la rumba en las playas de Marianao y en los barrios populares de La Habana, con Jesús María, Paula o San Isidro, le ayudaron a completar su teoría del duende, como también le ayudaron los músicos negros del barrio de Harlem con el jazz.

La cuestión, en cualquier caso es bastante controvertida. Numerosos estudiosos han repetido en ocasiones que una de las conferencias que leyó García Lorca en Cuba fue «Juego y teoría del duende»; sin embargo, en la prensa del momento no hay constancia de que así fuera. Lo que sí es muy probable es que «fuera en La Habana donde Lorca mencionara al duende por primera vez en una conferencia», como apunta Christopher Maurer, quien añade que esta mención habría sido en «la versión revisada de “El cante jondo”, leída el 6 de abril de 1930 en La Habana». El citado crítico llega a la conclusión de que «Lorca concibió su “teoría del duende”, en 1930, al intentar explicar la diferencia entre el cantaor bueno y el malo». Casi con toda seguridad fue así, ya que un espectador de excepción de las conferencias de Lorca en Cuba, José Lezama Lima, en un artículo titulado «García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita», recuerda la habilidad como conferenciante del poeta andaluz y nos señala la simpatía lorquiana «por muchos sones y conjuros de nuestra tierra y principalmente por nuestros reales negros cubanos». Más adelante el poeta cubano especifica:

Un día Lorca oyó de uno de aquellos cantaores, una sentencia memorable; todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende (…) Cuando Lorca logró su estribilloIré a Santiago, estaba lleno de esa teoría (…) Ahí Lorca intuyó que el prodigio de nuestro sol es, trágicamente, tener sonidos negros, como el caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo.

Lezama Lima escribió estas palabras después de conocer el texto de «Teoría y juego del duende» y, sin duda, identificó con los cantantes de sones cubanos frases como «(el duende) no es una cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto», «el duende (…) rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe estilos» o «La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas». Lorca se encontró en Cuba con el negro y con su riquísimo folclore, con la fusión de la sensualidad y la Naturaleza —como nos dice en el «Son de negros en Cuba»—, con el mundo onírico de lo primitivo, con el instinto y la pasión y, sobre todo, con lo terrenal, lo mortal y lo demoníaco, tres de los factores que definen al duende. También lo encontró en el barrio de Harlem, con los músicos de jazz. El son, el jazz y el flamenco comparten su origen misterioso y su carácter sincrético, nacen de la propia naturaleza instintiva y, por tanto, tienen duende.

Creo que  no sería descabellado afirmar que la experiencia neoyorquina, y después la cubana, le ayudaron a configurar su teoría sobre el duende y, al mismo tiempo, sacarla de un espacio geográfico concreto; de ahí que afirme en «Teoría y juego del duende» que «todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de musa». Su atracción estética hacia esas formas musicales cargadas de primitivismo —son, jazz, flamenco—, acompañadas de danza y de poesía hablada, le ayudaron a crear una teoría estética.

De la huella que dejó Lorca en Cuba

No cabe duda de que Federico García Lorca es uno de los autores no cubanos más difundidos en la isla. Con motivo de su muerte, su amigo Juan Marinello prologará una de las primeras ediciones que de la poesía de Lorca se editaron en México; un año después Nicolás Guillén publicará algunos artículos sobre la poesía lorquiana y le dedicará cuatro poemas en la antología inglesa de Hughes; con motivo del 25 aniversario de la muerte del poeta, José Lezama Lima escribirá el citado artículo, y así un sustancioso caudal de publicaciones que sobre Lorca se han escrito en Cuba.

Las ediciones de su obra antes y después del período revolucionario serán continuas: en el 61 se editan Bodas de sangre, Conferencias y charlas, Diván de Tamarit, Doña Rosita la soltera, el Romancero gitano y La zapatera prodigiosa; después del 69, La casa de Bernarda Alba; en el 71, Lorca por Lorca, una antología poética con textos de Jorge Guillén, Aleixandre y Marinello; en el 72, algunas obras teatrales con el título Teatro mayor; en el 77, una antología completa de su poesía y, un año después, una edición de Mariana Pineda; todo ello sin olvidar las continuas representaciones de sus obras o la publicación de un libro, Los versos de tu amigo, para niños. Un despliegue editorial con pocos precedentes en la isla, ya que hablamos de un autor no cubano.

Pero llegados a este punto queremos analizar qué influencia poética dejó la estancia de Federico García Lorca en la isla. Muy sugerentes nos parecen las palabras de Guillermo Cabrera Infante a este respecto:

Como poeta Lorca fue una definitiva influencia para la poesía cubana, que después del abandono modernista iniciaba una etapa de cierto populismo llamado en el Caribe «negrismo». Era una visión de las posibilidades poéticas del negro y sus dialectos un poco ajena, enajenada (…) Los mejores poetas de esa generación, que tendrían la edad de Lorca, cultivaban el negrismo como una moda amable y amena, otros eran como Al Jolsons de la poesía: blancos de cara negra. El poema devenía así una suerte de betún. La breve visita de Lorca fue un huracán que venía no del Caribe sino de Granada. Su influencia se extendió por todo el ámbito cubano.

Cabrera Infante se refiere a poetas como Regino Pedroso, Ramón Girau, Emilio Ballagas, José Zacarías Tallet o Nicolás Guillén quienes, al igual que otros poetas del ámbito caribeño, escribieron un tipo de poesía en la que unían los valores culturales afrocubanos (lo sensual, lo religioso, lo mágico, la música, etc.) con la denuncia social. Si bien es cierto que muchos poetas se apuntaron a esta nueva corriente sin conocer sus valores y dejándose llevar por simples imitaciones, los arriba citados sí dotaron a la poesía de nuevos símbolos y de referentes casi inauditos en el campo poético; la suya fue una apertura hacia posibilidades reales de expresión. En cambio, es bastante dudoso que la influencia lorquiana se extendiera por toda la isla, ya que desde los años 30 hasta nuestros días son pocos los poetas que de forma directa tengan en cuenta los versos del poeta andaluz. Sí es cierto, sin embargo, que la admiración por Lorca ha sido continua desde su paso por la isla, determinada en los primeros momentos por su habilidad como conferenciante y su capacidad para unir la literatura con la música más popular; después, la admiración se acrecentará por las circunstancias de su muerte a manos del bando nacional en el comienzo de la Guerra Civil, lo que hará que desde el comienzo del período revolucionario cubano sea considerado como un mártir de la libertad.

La influencia más evidente que ha ejercido Lorca sobre un poeta cubano es la de Nicolás Guillén, en cuyo poema «Velorio de Papá Montero» de Sóngoro cosongo(1931) se pueden detectar ciertas relaciones con el lorquiano «Muerte de Antoñito el Camborio», como ya en su momento destacó Miguel de Unamuno; el mismo Guillén reconoció esa huella indiscutible del Romancero gitanoatreviéndose a sentenciar que «Nadie como él (Lorca) ejerció (salvo Rubén Darío) influencia tan pronunciada en los jóvenes poetas americanos». Otro poeta cubano del momento, Rubén Martínez Villena, destacó la relación entre algunos poemas de Sóngoro cosongo y los romances de García Lorca. Por su parte, Regino E. Boti, en su artículo «El verdadero son» del año 30, vinculaba al poeta español con el cubano porque ambos mezclan naturaleza y vida: primero lo hizo Lorca, después Guillén. Y añadía: «Nuestra América, víctima de la fonolosis, ya se está tiñendo de romances y espinelas garcilorqueses». Guillén conectó con la poesía de Lorca en su intento de acercarse al romance español y así plantear «dos elementos originales de su sensibilidad: lo africano y lo español», como nos recordó Cintio Vitier.

Lo cierto es que exceptuando esta salvedad de algunos poemas de Nicolás Guillén, y circunscrita a los versos de Sóngoro cosongo, pocas son las huellas lorquianas que encontramos en los poetas mayores de aquellos años, como lo fueron los del grupo Orígenes. Después llegarán otros poetas, los de la Generación del 50, o también llamada «Primera Generación de la Revolución», quienes admirarán la figura de Lorca de forma ostensible; pero no acudirán a la poética lorquiana para escribir sus versos. Los poetas de esta generación (Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamís, Rolando Escardó, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, etc.) estarán más interesados por una poética coloquial que reivindique los logros de la naciente revolución que por los romances lorquianos llenos de muerte, de amor oscuro o de lunas. De entre los citados, Roberto Fernández Retamar, muy vinculado literariamente a los poetas de la Generación del 27, citará a Lorca como figura central de la generación española y como renovador de la poesía española del presente siglo; no en vano, en su Antología de poetas españoles del siglo xx, tendrán cabida catorce poemas lorquianos y, en la introducción a este libro, comparará la importancia delRomancero gitano con la que tuvo Prosas profanas de Rubén Darío en su época. Pero en la poesía de Retamar no encontraremos huellas de Lorca, como sí las hallamos de otros poetas españoles como Gustavo Adolfo Bécquer o Antonio Machado.

El grupo poético que nace poco después de esta Generación del 50, será el de El Puente, con escritores como Nancy Morejón, Miguel Barnet, José Mario Rodríguez, Belkis Cuza Malé, Isel Rivero, Mercedes Cortázar, etc. Estos poetas, que intentaron crear una poesía que no estuviese literalmente sujeta a refrendar los logros de la Revolución, contarán entre sus escritores favoritos a García Lorca; pero la huella del poeta andaluz se quedará en alguna composición dedicada al escritor español, como es el caso de Miguel Barnet, quien en unos versos evoca la figura de Lorca en Cuba. Tampoco Lorca aparecerá en las composiciones de los poetas ligados a la revista El Caimán Barbudo, grupo poético que pareció en el año 66; ni tampoco los poetas de los años 70 tendrán como referente directo al escritor andaluz. En los años 80 y 90, décadas en las que se produce un evidente cambio en la poesía cubana, poesía más reflexiva, menos coloquial, más antiutópica e íntima, con nuevos temas cargados de nihilismo y de desesperanza, aparecen nuevos motivos poéticos, casi inexistentes en la poesía escrita en la Revolución, como la homosexualidad; y es aquí donde Lorca reaparece de manera ostensible. Los jóvenes poetas cubanos ven en algunas composiciones amorosas del escritor andaluz un ejemplo del tipo de poesía que ellos desean escribir. Las dificultades sociales que encontró Lorca para expresar su amor homosexual son similares a las que muchos escritores encontraron en los años más duros de la Revolución, donde ser homosexual era considerado antipatriótico.

De cualquier modo, ya es un gran logro que la figura de este poeta español esté presente en las escuelas, en las universidades, en las charlas poéticas de todas las ciudades de la isla; y que su retrato, acompañado de sus versos, esté pintado en muros de la geografía cubana como recuerdo de una memoria viva.

Seguramente, el viajero lorquiano abandonará Cuba con las mismas sensaciones que tuvo nuestro poeta cuando la visitó. El calor de sus gentes, el entusiasmo de estas por saber siempre algo más sobre poesía, también su clima, su ron, su tabaco y sus palmeras dejarán una huella en su corazón y pensará, como Lorca, que «esta isla es un paraíso».

Publicado por Centro Virtual Cervantes

 

Cuando llegue la luna llena
iré a Santiago de Cuba,
iré a Santiago,
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüefla,
iré a Santiago.
Y cuando quiere ser medusa el plátano,
iré a Santiago.
Iré a Santiago
con la rubia cabeza de Fonseca.
Iré a Santiago.
Y con la rosa de Romeo y Julieta
iré a Santiago.
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!
Iré a Santiago.
Siempre he dicho que yo iría a Santiago
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Brisa y alcohol en las ruedas,
iré a Santiago.
Mi coral en la tiniebla,
iré a Santiago.
El mar ahogado en la arena,
iré a Santiago,
calor blanco, fruta muerta,
iré a Santiago.
¡Oh bovino frescor de calaveras!
¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!
Iré a Santiago.

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