Falleció el escritor argentino Alberto Laiseca, el hombre que sabía contar

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(Foto Daniel Baca)

Por Mauro Libertella

Alberto Laiseca era uno de los pocos escritores argentinos físicamente reconocibles. El cuerpo enorme, el bigote tupido, salvaje y coloreado por el amarillo de la nicotina, la voz cavernosa y honda, como si saliera del fondo de la caja de los truenos. Se lo veía muy poco en los “circuitos” literarios y sin embargo era inconfundible. También lo era como escritor: los temas, la prosa, la excentricidad que estuvo desde el principio y se sostuvo siempre. Decía que lo suyo era el «realismo delirante», es decir, «ni realismo, ni realidad». Ese hombre, ese escritor, murió ayer en la ciudad de Buenos Aires a los 75 años. Lo velan hoy de 21 a 23 y mañana de 9 a 12 en la Biblioteca Nacional.

Había nacido en Rosario un 11 de febrero bajo el signo de acuario y su infancia se desplegó en Camilo Aldao, un pueblo pequeño en el sureste de la Provincia de Córdoba. En su casa de Flores colgó siempre un cuadro de ese terruño fundacional. Ahí cursó la primaria pero el pueblo no tenía colegio secundario, asi que cuando le llegó el turno tuvo que viajar todos los días al pueblo vecino, Corral de Bustos, a 28 kilómetros, para completar su educación formal. En 2010, su pueblo lo declaró Ciudadano ilustre. Al fin de la adolescencia, en 1966, viajó a Buenos Aires y se instaló en la capital en años intensos; era una ciudad que quemaba, cultural y políticamente. “Me había hecho amigo de Norman Brisky, conocí a la gente del Moderno, que es un bar que ya no existe, en la calle Maipú …” recordó luego. Trabajó durante siete años como peón de limpieza, sobreviviendo muy al límite. En 1973 lo presentaron a los editores del diario La Opinión, que publicaron su primer cuento y las cosas muy de a poco empezaron a cambiar.

Los años 70 fueron complicados en términos personales pero fueron los años de su entrada formal en la literatura. En 1976 el sello Corregidor publicó su primera novela, Su turno para morir y recién seis años después saldría su segundo libro, Aventuras de un novelista atonal. A partir de entonces, escribiría y publicaría un libro cada dos o tres años y su obra completa es vasta y compleja: más de veinte libros en varios géneros, del cuento a la novela, pasando por el ensayo y por textos de género más híbrido.

La década del 90 es considerada por los críticos y los lectores una clave de la producción literaria de Laiseca: es cuando termina de delimitar una zona de interés y donde la escritura hace cumbre. La hija de Kheops, La mujer en la muralla, El jardín de las máquina parlantes y, sobre todo, Los Sorias, uno de los proyectos más vastos y jugados de la literatura argentina del siglo XX. De casi 1.400 páginas, su autor la cargó en un bolso a modo de manuscrito durante 16 años, buscando un editor que no llegaba. “Fogwill me dio una mano bárbara. Fogwill y César Aira. Y Piglia también. Me dieron una mano bárbara con Los Sorias. Porque era un best-seller en el underground, todo el mundo hablaba de esa novela y muy pocos la habían leído. Entonces cuando yo ya empezaba a perder mi fe de que me la publicasen alguna vez, creo que fue César Aira a quien Gastón Gallo le preguntó qué escritor argentino le gustaba: “Los Sorias, Alberto Laiseca”, dijo. Y me la publicaron. Pero ya venía con… se hablaba, se hablaba… Piglia hablaba, Fogwill por supuesto, y César Aira hablaban de esta obra, se encargaron de propagar el mito, ¡se transformó en mito!”.

La escritura de esa novela total le demandó cerca de veinte años y la trama del libro –imposible de resumir– se apoya sobre tres superestados que emprenden una batalla sin final por aniquilarse mutuamente. En ese cajón de sastre sin fondo Laiseca metió todos sus intereses: la ciencia, la magia, el poder, la tecnología, las sociedades, la literatura, las ciudades, el mundo oriental, las tradiciones milenarias. Es una novela pynchoniana, una rara avis en el interior de la tradición literaria de nuestro país. Los Sorias, a pesar de sus evidentes cualidades anticomerciales, agotó una primera edición y se reimprimió dos veces desde aquel 1998 en el que finalmente un editor se animó a sacar la primera edición. Como todos sus libros, está profusamente documentado y ese barroco de temas que lo habita se desarrolla con una prosa relativamente límpida, legible, que avanza. Fue una de las mentes más ambiciosas de las letras locales y Los Sorias es el hito de ese pensamiento febril.

El siglo XXI fue igualmente prolífico y productivo para Alberto Laiseca. Una nueva generación de escritores lo descubrió y eso le dio algo así como una nueva vida a ese tipo un poco solitario que había enviudado y que fumaba sin parar y tomaba cerveza caliente en un departamento sin luz del barrio de Caballito. Sus talleres congregaron una minoría fiel y sus alumnos se reivindican, siempre, como discípulos del “Conde” –algunos de ellos son Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Leonardo Oyola y Sebastián Pandolfelli. Su cara, también, llegó a los medios audiovisuales. Participó en la película El artista, de Cohn y Duprat, y la dupla luego llevó al cine su cuento Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo. El grupo de rock Los piojos hicieron una canción sobre un cuento suyo y el escritor puso el cuerpo en un ciclo de culto de I-Sat donde leía cuentos de terror sobre un fondo negro, el cigarrillo siempre encendido y los ojos rojos, como si un largo insomnio lo tuviera hace años sin dormir. Consciente del estatus extraño que los nuevos escritores le conferían, exageró su locura y el personaje se convirtió, finalmente, en el dueño de su cuerpo.

Quedan más de veinte libros, que han sido reeditados en los últimos años por sellos disímiles como Gárgola, Tusquets o Mansalva. Queda su hija Julieta, que alguna vez lo describió como un “papá fuera de serie”. Y quedan sus alumnos y los que amigos y los que lo conocieron: esa dispersa dinastía de solitarios que tienen cientos de anécdotas y que a partir de ahora las van a empezar a contar, como le hubiera gustado al escritor de las miles de páginas.

Publicado por Clarín

 

Allegados y discípulos recuerdan a Alberto Laiseca

«Lai fue todo lo que uno puede imaginar que tiene un gran maestro. Un maestro zen como algunos de esos que aparecen en sus obras. Un monstruo de lo más querible, que siempre sabía guiar a uno a largarse a escribir, a comprometerse por completo con los mundos que uno lleva adentro», aseguró el escritor Leandro Ávalos Blacha.

Para el autor de «Malicia», el principal legado de Laiseca es «el compromiso con todo lo que hacía y su motivación a comprometerse con la literatura por completo».

En diálogo con Télam, resaltó «cómo practicaba para grabar los cuentos de terror, practicar las lecturas, verlo quemarse las pestañas porque jamás iba a reseñar un libro sin leerlo. Un enorme ejercicio de trabajo y a la vez pura libertad».

Alan Ojeda, periodista y escritor que también pasó por los talleres de Laiseca, señaló: «El año 2016 se llevó muchas cosas, pero se las llevó de forma violenta, como quien te arranca lo que puede desde lo íntimo. Hoy me entero que hace poco se llevó a uno de los grandes monstruos vivos de la literatura argentina. Se llevó al brujo humorista, al gigante, al verdadero conde Drácula: Alberto Laiseca».

Ojeda definió a Laiseca como a «una de esas personas que siempre dio todo y recibió muy poco a cambio. Quiso a sus talleristas como a su propia familia e hizo de la literatura su única forma de vida».

Por los talleres que el escritor argentino dictó en los barrios de Caballito y Flores, y en el Centro Cultural Rojas, también pasó Juan Guinot, autor de la novela «2022 La Guerra del Gallo», que manifestó su «eterno agradecimiento» a quien definió como su «maestro y amigo». Y aseveró: «El universo agradecerá su arte por los siglos de los siglos».

Juan Carrá, autor de «Lima, un sábado más» y «Lloran mientras mueren», recordó que «hace unos años» lo escuchó en el Festival Azabache «narrar ‘La caída de la casa Usher’ de Poe, de memoria… una bocha de gente estaba en silencio, escuchando y prestándole atención a cada inflexión, agregados, morisquetas»: «debe haber sido la única mesa en la historia del festival en la que hubo silencio, en la que no querías perderte ni un segundo de lo que estaba pasando».

Carrá resaltó que «lo que más le llegó» de Laiseca fue lo que escuchó en boca de sus discípulos: «A ellos, mucho queridos amigos, les mando un abrazo en este día de dolor. Definitivamente se fue un escritor maestro de escritores».

El narrador y dramaturgo mexicano Alberto Chimal, quien compartió un libro de cuentos con Laiseca ilustrado por Nicolas Arispe, lamentó a través de Twitter la partida del escritor a quien definió como un «gran narrador argentino».

El autor de la novela «Los Sorias», novela mítica de más de 1.500 páginas, y de una veintena de libros entre los que se cuentan «Aventuras de un novelista atonal» y «La hija de Kheops» falleció este mediodía en el Hospital Británico del barrio porteño de Barracas.

Laiseca había nacido el 11 de febrero de 1941 en la ciudad santafecina de Rosario, y desde hace un año y medio vivía en un geriátrico del barrio de Flores, donde era visitado por algunos de sus discípulos, entre los que se encuentran Selva Almada, Leonardo Oyola, Sebastián Pandolfelli, Guinot y Ávalos Blacha.

Publicado por Télam

 

Murió Alberto Laiseca

Por Adriana Santa Cruz

Hoy, a los 75 años, murió Alberto Laiseca. El escritor nació en Rosario el 11 de febrero de 1941, pero pasó su infancia en Camilo Aldao, un pueblo ubicado en el límite entre las provincias de Córdoba y Santa Fe. Es autor de la monumental novela Los Sorias y de 19 libros más (novelas, cuentos, poesía y ensayo).

Trabajó en diferentes oficios en distintas provincias: fue cosechero, empleado telefónico, corrector de pruebas de galera en el diario La Razón. Protagonizó el antológico programa de TV Cuentos de Terror en I-Sat y presentó películas en el ciclo Cine de Terror en Retro. Fue coprotagonista de la premiada película El Artista (2009, Gastón Duprat y Mariano Cohn), y en abril de 2011, los mismos directores estrenaron Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, basada en un cuento de su autoría. Desde hace años dicta talleres de narrativa en el Centro Cultural Rojas y de forma particular.

Lo recordamos a través de uno de sus textos.

La momia del clavicordio (en Matando enanos a garrotazos)

Roberto Prescott y Pedro Pecad de los Galíndez Faisán, eran egiptólogos y pertenecían a la raza discontinua de los bofes putrefactibles. Se encontraban haciendo excavaciones en el Valle de los Reyes de la Música, y también en Gizeh. Su objetivo era encontrar la tumba de Tutanchaikowsky. Sabían que ella, al igual que casi todos los grandes y pequeños monumentos funerarios, había sido desvalijada por los saqueadores de tumbas; muchas de éstas una escasa hora después de haberles puesto sus sellos los sacerdotes.
La leyenda hablaba de que si bien la tumba de Tutanchaikowsky había sido violada, volcados los objetos sagrados, robadas sus copas de oro y plata ?y lo que era más sacrílego e inútil: quemada la momia por orden de los Reyes Pastores?, igual ella contenía un tesoro arqueológico de incalculable valor, que las sucesivas generaciones de ladrones no habían tocado por considerar despreciable: el clavicordio de Wolfgang Amadeus Mozart.
Como ya dije, prácticamente no había tumba que no hubiese sido visitada por esa gente excelente: la de Mendelssohn, Richard Strauss, Schumann. A este último compositor le habían sido cortadas las manos con una pistola de ultrasonido que lanzaba un la obsesivo, pues los hechiceros se las habían comprado a los saqueadores para preparar con ellas filtros mágicos.
Ni siquiera Ricardo Wagner pudo escapar a la depredación, pese a que se hizo construir una Gran Pirámide de dos kilómetros de altura, haciendo trabajar a latigazos a sus nibelungos y a los gigantes Fáfner y Fásolt durante veintisiete años: casi todo el largo reinado de este autócrata. Los esforzados ladrones, con una industria digna de mejor causa, se las habían ingeniado para practicar un túnel en la piedra hasta la Cámara del Rey. Pusieron sus manos sobre la Barca Solar Fantasma que el faraón Wagner utilizaba para viajar al País del Poniente; arrastraron y golpearon su momia por las galerías y también a la de Cósima, sacándolas al desierto. Allí, bajo la luz de la Luna y sobre la misma Barca Fantasma, quemaron aquellos combustibles sólidos.
Nietzsche, muy a su pesar, había sido emparedado junto con Wagner, como castigo por haber escrito Ecce Homo. Le dieron la misión de custodiar al compositor y defenderlo a través del largo camino. Para salvarse de la pena había iniciado una maniobra parlamentaria de obstrucción, pero fue inútil. Antes de que pusieran la última hilera de ladrillos, tapiando por completo el nicho donde se encontraba envuelto en vendas como Christopher Lee, los sacerdotes le entregaron Así hablaba Zarathustra.
La momia de Nietzsche protegió durante largo tiempo la tumba. Primero liquidó a una banda de mil ochocientos setenta saqueadores; cuarenta y cuatro años más tarde hizo cagar a otros catorce; pero, cuando veinticinco años después entraron en la tumba otros treinta y nueve, lo superaron y reventó apretado como sapo en la leñera. Se habían agotado sus potenciales, y además el horóscopo no era favorable a la momia aquel día.
Buen susto se llevaron, no obstante, los que debieron enfrentarla.
Los ladrones de tumbas robaron absolutamente todo ?una vez triunfantes?, y quemaron el resto. Sólo quedó el monumento y el gran sarcófago de piedra en la Cámara del Rey.
En lo de Tutanchaikowsky el suceso fue algo diferente, como ya adelanté, puesto que los violadores al menos dejaron el clavicordio.
Roberto Prescott y Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán, dieron orden a los obreros para que despejasen por completo de arena la entrada. Galíndez Faisán en persona rompió los sellos de los sacerdotes; estaban intactos puesto que los saqueadores habían entrado por otro lado.
Ya en el interior pudieron observar los estragos del pillaje: las mesas rotas, partidas las estatuas, el sarcófago de piedra rajado a martillazos y la parte del techo situada arriba suyo, ennegrecida por el humo que despidió la momia al quemarse.
Al fondo de un oscuro corredor, parcialmente obstruido por escombros de esfinges, se encontraba el clavicordio cuajado de jeroglíficos.
Los dos organizadores de la expedición, comenzaron a leer: A quien toque en este clavicordio sin respeto ni merecimiento, le caerá encima la maldición de Tutanchaikowsky.
Roberto Prescott y Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán, se rieron muchísimo. No creían en maldiciones, en primer lugar; y aparte: si la maldición era tan poderosa ¿por qué no protegió a la tumba de los anteriores saqueadores? Además pensaban hacerse ricos y famosos con este clavicordio. ¡Como que había pertenecido a Mozart, nada menos!
Resultaba curioso que los depredadores hubieran respetado aquel objeto. Lógico habría sido que lo destrozaran junto a todo lo demás; para hacer daño, en todo caso. La suerte de los expedicionarios era increíble.
Galíndez Faisán puso en marcha su grabador, y comenzó a tocar en el antiquísimo instrumento musical. La gente le pagaría oro, con tal de tener placas discográficas con la reproducción de los sonidos del clavicordio legendario. En él ejecutaría composiciones del propio Mozart, previos arreglos orquestales, bajo el lema: “Mozart, pero no para exquisitos”.
Ya se lo imaginaba: “Al alcance del pueblo, mediante arreglos populares; y además…
¡con el genuino clavicordio, hallado luego de permanecer en un sepulcro miles de años protegido por el desierto!”
Pero lo que nadie sabía: ni antes los saqueadores de tumbas ni después los expedicionarios, era que dentro del clavicordio estaba la momia de Mozart, guardada como un arma secreta. Los sacerdotes le habían dado la orden mágica de no intervenir pasara lo que pasase, salvo que alguien tocara el instrumento; porque entonces, ése sí, la pagaría por todos. Así pues la momia, llena de furia e impotencia había asistido a las profanaciones sucesivas, e incluso a la quema de Tutanchaikowsky, sin reaccionar. Aguardaba el momento en que estuviese autorizada a echarle mano a uno de esos tipos, y torturarlo día y noche sin cesar un solo instante; ya que por esta misión, había postergado su propio viaje al País del Poniente. Con los agarrotados brazos cruzados sobre el pecho, oraba: “¡Oh, Osiris! ¡Señor del Amenti! ¡Permite que llegue pronto la hora de la venganza!”.
Los dos chichis, hechos unos señorones, salieron de la tumba dando orden de poner el clavicordio en seguridad, y cuidando todo el tiempo que los porteadores no raspasen los ideogramas inscriptos sobre la caoba. Pero –y este fue sólo el primero de una larga serie de sucesos inexplicables–, Roberto Prescott, quien se había quedado un poco más atrás, desapareció tragado por un deslizamiento de toneladas de arena que tapó la entrada. No había explicación, ya que la excavación se había realizado con apuntalamiento suficiente.
A partir del desgraciado deslizamiento de arena y rocas citado, comenzó una extraña sucesión de catástrofes. Los miembros de la expedición murieron uno tras otro: enfermedades misteriosas; suicidios; tipos quienes decían que de noche los perseguían las momias; otros, a los cuales las paredes se les llenaban de sangre y debían pasarse la noche entera limpiándolas, etc.
Uno de los ayudantes: Azafrano Capitular Mileto, sumamente preocupado, fue a cierto lugar para que le hiciesen una carta astral. Según el astrólogo, las estrellas revelaban que moriría a causa de un perro. Azafrano pensó que tal cosa bien podía ser: vivía en un barrio lleno de esos animales, todos malísimos. Para protegerse, hasta el momento de la mudanza, fabricó un vaporizador cargado con aceite mineral y pimienta. Con él se consideraba seguro.
Cierta noche –pensaba mudarse dentro de pocas horas y por lo tanto extremaba precauciones– iba hacia su casa con el spray fuera de la cartuchera, como Flash Gordon, puesto que la siguiente puerta sería la de un edificio que tenía dos perros peores que Cerbero, los cuales en anteriores oportunidades le habían arrancado trozos de indumentaria.
Caminaba, listo para la acción y soplando un silbato imaginario para que sus tropas invisibles avanzasen (Kirk Douglas. La patrulla infernal).
Sin embargo, los desaprensivos canes no daban señales de vida. Se los habría llevado la perrera o estarían durmiendo.
Azafrano Capitular Mileto suspiró aliviado. Precisamente en el momento en que dijo: “¡Ah! ¡gracias a Dios!”, se desprendió una monstruosa gárgola de un edificio y le partió la cabeza. Casi no necesito decir que dicha gárgola tenía forma de perro.
Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán, por su parte, hacía rato que había dejado de reírse. Transcurridos sólo dos meses desde la apertura de la tumba de Tutanchaikowsky, era el único que permanecía con vida. Donó el clavicordio a un museo para ver si se libraba de la maldición, pero no había caso: en su mansión, de noche, se oían gemidos y ruidos raros, tal como el rechinar de unos dientes gigantes, o alguien que arrastrara por los pasillos un enorme tenedor. No sabía por qué pensaba que se trataba de esto último y no de otro objeto cualquiera.
La venta de las placas discográficas lo había hecho rico y famoso, pero no las tenía todas consigo. Contrató diez guardaespaldas, encargados de cuidado día y noche; hacía revisar los frenos y la dirección del coche antes de salir, etc.
Cierta madrugada tuvo un brusco despertar. Alucinaba que sus guardias estaban dormidos. Se levantó para investigar y comprobó que así era. Resultaba tan profunda la conmoción estupefaciente de aquel sueño mágico, que no pudo alterada ni pegándoles patadas.
Cagado de miedo intentó correr a su habitación y encerrarse con llave, pero, con esas manijas propias del terror, tropezaba continuamente con sus propios pies; así que tardó muchísimo en llegar y cerrar la puerta.
No había alcanzado a suspirar, cuando escuchó un susurro a su espalda. Se dio vuelta sofocado y, desde atrás de un cortinado rojo, apareció Mozart envuelto en vendas, con toda la potestad de su trenza: de la nuca, por entre las telas de lino, salía la famosa con un gran moño negro. Empuñaba un tenedor enorme en su mano derecha; la punta algo inclinada hacia el piso, en reposo, como un dios que descansa.
—¡La momia! —chilló Pedro Pecarí.
Mozart dijo lentamente: —Hacía mucho tiempo que te quería agarrar, hijo de puta.
Luego de la frase anterior comenzó a desplazarse muy despacio, elevando con calma los dientes del tenedor. La momia parecía altísima, de tres metros, y sin embargo no sobrepasaba la altura que tuvo en vida.
Pedro Pecarí de los Galíndez Faisán lanzó un gemido, estorbado por frenos y desgastes que no se alcanzaba a explicar. Era como si el aire se hubiese transformado en un fluido viscoso lleno de vidrios molidos, que imponían un roce y pesados vínculos. Lastimaba caminar. Incomodísimo, con dilación y tardanza, arribó por fin a la escalera que permitía el acceso a planta baja. Descendió por aquélla sin utilizar los escalones: flotando con suavidad sobre una delgada capa de aire pegajoso. Se movía, pero siendo cada minuto un lapso más dilatado que el anterior. Ya cerca del fin de la escalera se volvió algo para ver los progresos de su perseguidor. Esa pesadilla de momia se disponía, justo en ese momento, a ir tras él. Y ello bajó como debe hacerla la Pálida con sus grandes pies desnudos, y el largo sudario blanco pesado como el telón de un teatro de óperas; a veces parecía sonreír. Encendía y apagaba por turno el espejismo de una sonrisa, mediante el claroscuro alternado sobre las vendas. Vio a la momia en flotación, delgadísima y trotando sobre el viento, con el tenedor pelado. Volaba en silencio, semejante a las aves rack cuando planean moviendo grandes masas de aire; o empujando pesadamente las aguas, como una enorme manta detrás del hombre rana.
Pedro Pecarí Galíndez llegó al fin de la escalera y como polvo flotó sobre el pavimento del hall, y reinició su torpe marcha lunar. Las mismas invisibles emanaciones que lo sostenían a esa altura oscilante entre cinco y diez centímetros, eran las que lo pegoteaban estorbando su marcha.
Caminó sin rumbo, en figuras geométricas. Si él trazaba una elipse, la momia –siempre detrás suyo– dibujaba un brazo de parábola. Si él construía una sinusoide, ella la limitaba entre las dos partes de una hipérbole. Una carcoide, tenía como inmediata respuesta una circunferencia perfecta y mortífera. Era como el final de Don Giovanni, sólo que a la inversa; en vez de venir el convidado de piedra en busca del amante, aquí la alegoría estaba invertida: la estatua de Don Juan se acercaba para matar al malvado y prejuicioso Comendador, justo cuando éste pensaba ingerir varias apetitosas viandas.
A veces, en sus marchas y contradanzas, Pecarí Galíndez Faisán bajaba hasta tocar el suelo; pero entonces era peor: parecía que llevara zapatos de metal, y por el pavimento pasase un poderoso campo electromagnético. De ninguna manera lograba entonces elevar su calzado. Sólo podía desplazarse arrastrando con pena sus pies.
Quería encontrar la puerta de calle, pero ésta se hallaba bloqueada por un muro blanco que lo hacía rebotar ante cada intento de aproximación.
Retrocedió trémulo y convulso, siempre confusamente vinculado al suelo. Sus piernas de títere grotesco no cesaban de importunado con su torpeza, al tiempo que el enemigo redoblaba su acoso de obsesión monstruosa y material.
Salió del hall, pasando así a otras regiones de la casa. Mediante lentos desplazamientos callejeó por los pasillos, transformados en formidables avenidas. Todas sus vueltas laberínticas y espirales, sólo sirvieron para traerlo otra vez al hall de entrada, al pie de la escalinata. Volvió a subirla, siempre perseguido por aquel Minotauro.
El corto trayecto de tres metros entre su habitación y el fin la escalera, se asemejó a una estremecedora autopista llena de coches. Reptó por ella, húmedo como un sapo, semi paralizado y jadeante. Al disponerse a cerrar la puerta, confirmó una vez más lo que ya sabía de sobra: era inútil buscar refugio allí, porque adentro lo esperaba el deslumbrador espejo de la muerte. El árbol del fin perdió sus cristales que descendieron con lentitud haciéndose trizas luminosas. Aquéllos, sus últimos días, bajaron hasta los bordes enjoyados y fastuosos límites, del sarcófago de la discontinuidad eterna. La principesca pobreza militar de la Muerte elevó marciales oriflamas, austeros estandartes de guerra, y negros, belicosos pendones. Las aguas de la consumación subieron. El batracio huyó seguido por blanco aletear de severa grulla. Andrógino chapoteó de un charco a otro, ya muy próximos cuatro colmillos de refulgente tigre. Mullido gordo tierno y fláccido, trotando sobre una delgada película de polvo astral; extendida sobre él fulgurante nívea pesada mano. Reverberaron delante suyo irisados mortuorios reflejos como de trampa que cierra. Creía pisar líquenes esteparios o los orientes de heladas joyas.
Una vez más bajó flotando la escalera, en trayectoria rectilínea. Comprendió que abajo lo esperaba la momia, pese a que segundos antes estaba a su espalda. Faisán descendió sobre las puntas del tenedor tetradentado, semejante a un proyectil cuyo curso alguien olvidó desviar. Con un vio lentísimo esfuerzo, modificó algo el rumbo. Tocó el suelo con los pies, luego que uno de los pinchos pasara a pocos milímetros de su tórax.
Así prosiguieron largo rato, de un lugar a otro y en ida y vuelta, sin que Faisán pudiera desprenderse de su perseguidor, ni la momia alcanzarlo.
Entendió cuán absoluto es el hecho de morirse en serio. No obstante era tan maldito que con una parte de su alma se alegraba. Él era el hombre que algún tiempo atrás había dicho “La vida es dura. Menos mal que uno tiene sus masoquismos para distraerse”.
Distraete ahora, Soria.
Lo que quieren los masoquistas no es morirse sino que los castren y después los dejen tirados en un zanjón. Y vivir muchísimo, siempre quejándose. O que les corten las manos, o los dejen ciegos. O que los maten, en todo caso, pero que la muerte tarde en llegar. Es por eso que a la gente no hay que castrarla, hay que clavarle una horquilla.
—”Las muertes rápidas son las peores” —dijo Mozart, ya tocándolo.
Tratando de salvarse, en su desesperación, Faisán se fragmentó en ocho faisanes para ver si por lo menos uno podía escapar. Todos ellos aletearon inarmónicos y agarrotados, acosados por ocho momias. Se dividió entonces en veinte, treinta y cinco, ene pedros Pecarí de los Galíndez Faisán, y eran ene las torvas momias que los perseguían.
Y llegados que todos los faisanes fueron a la pared definitiva y última, la totalidad se fundió hasta quedar el único verdadero chichi, transformado en agitado y boqueante pollo. Y desde remotas distancias siderales, desde años luz fueron convergiendo sobre este solo punto, las ene alejadas momias, cada una empuñando un tenedor, y en las cercanías de su pecho se fueron uniendo unas con otras, y también lo hicieron las etéreas coordenadas sumables de las armas, hasta constituir un objeto sólido y letal. La materialización tuvo lugar a cuatro centímetros del pecho de Galíndez Faisán. Y el tenedor se acercó lentamente, y las puntas comenzaron a penetrarlo, al principio sin dolor, como si fueran humores helados.
Los dientes del tenedor se le clavaron como cuatro palabras mágicas, o cuatro óperas.
Terror y dolor. Terror y dolor para Faisán. Y lo traspasó como a un dorado pollo, dejándolo clavado contra la puerta de calle, ahora de madera, sin muro blanco, y que en su momento no pudo abrir.
Así lo encontraron al otro día. Con aquella inmensa pieza de plata, sosteniéndolo contra la puerta.

Publicado por Leedor
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