Andrés Ospina: «Las palabras dan cuenta de lo que somos»
Por Christopher Tibble
Cuando uno piensa en el español hablado en Bogotá, vienen a la cabeza dos lugares comunes: que acá se habla el mejor español y que Bogotá es la Atenas Sudamericana. ¿Qué opina sobre esas afirmaciones?
Ambas son muy dicientes de lo que somos. Somos bastante pretenciosos, bastante arribistas y eso nos conduce a incurrir en ese tipo de creencias que se convierten en orgullos patrios que no tienen ninguna base. Primero, porque no se puede tasar qué tan bueno o qué tan malo es el español que se habla en un lugar o en otro. Es decir, se habla español de distintas maneras en distintos lugares, pero el español mismo es un latín mal hablado. Entonces juzgar un buen o mal español es bastante absurdo y excluyente de entrada. Y considerar que fuimos o que somos la Atenas Sudamericana -que ni fuimos ni somos- también corresponde a la mala interpretación de algunas cosas que dijeron algunos visitantes a la Bogotá del siglo XVIII. Era gente que venía y se encontraba con una clase intelectual reducida, un grupo muy selecto de gente brillante, y los veían perorando y hablando en los cafés y tomando vino y recitando poemas en francés, así que se burlaban diciendo que esta era la Atenas Sudamericana.
Después de hacer esta investigación, ¿qué diagnóstico hace del español que se habla en Bogotá?
Es un reflejo muy claro de lo que somos. Hay muchas cosas que nos delatan en las cosas que decimos todos los días. Por otro lado, tenemos una forma de humor e ironía que siempre ha presumido ser como a la británica, muy inglesa. El arquetipo que hay del cachaco de toda la vida, que también es un concepto bastante equivocado y anacrónico, es un personaje que tiene un humor irónico y una visión, si bien trágica de la vida, también capaz de reírse de su propio apocalipsis. A eso le sumaría el compendio de cosas que somos: esta ciudad tiene un componente afro importante, gente de muchos lugares del mundo y del país, y eso nos ha ido transformando. Somos un compendio de Colombia.
Separemos los temas de lo que acaba de hablar. Primero, ¿qué cosas nos delatan?
Le voy a poner unos ejemplos: en Bogotá se dice “me regala” cuando alguien va a comprar algo en una tienda o a pedir algo de un restaurante. Es usual que el bogotano (pero también el colombiano) diga “me regala un paquete o una malteada”. Eso de alguna manera delata un talante o una predisposición por lo gratuito, y no es un tema traído de la nada. Tenemos ejemplos, como cuando hay una degustación de algo: todo lo gratuito tiene una atracción especial para el bogotano (y para el colombiano). Para seguir con la cultura de la comida, cuando uno pide postre con alguien y ese alguien dice “yo no pido pero le robo”. Eso refleja muchas cosas. En el plano superficial refleja que somos un tanto tacaños, pero el “yo le robo”, si lo extrapolamos a niveles paranoicos, se refiere a que la cultura de delincuencia ha tenido aquí un lugar tan importante que habitamos con ella de forma amable y hasta riéndonos. De ahí que le digamos “paseo millonario” a una modalidad de delincuencia tan atroz como es el fleteo. Los insultos que usamos también nos delatan, como el vocablo “indio”, como si fuera una fórmula de ofensa. Cuando alguien se le atraviesa en el carro o comete un acto de ordinariez o ramplonería, la gente dice “¡indio bruto!” o “¡es que son unos indios!”. Eso delata otra cosa: un acomplejamiento hispanista.
Pasemos al humor inglés. ¿Cuál es el origen de esa relación?
Creo que en algún momento se generó una asociación también gratuita. A partir de tiempos republicanos la gente miraba a Francia y lo sofisticado era ser francés, ese país era la vanguardia en lo político y en lo artístico. Colombia fue muy afrancesada hasta bien entrado el siglo XIX, pero hay algo en la época republicana que no he podido determinar bien es, que hace que nos comience a llegar un modelo de existir a lo británico, y es entonces cuando el cachaco empieza a tomar sus maneras de dandi. El cachaco que uno tiene en la cabeza tiene mucho de lo inglés: se viste de forma parecida, frecuenta clubes. Ese cachaco de upper class -un estereotipo bastante excluyente- procede de forma parecida al inglés y cree que la Sabana de Bogotá tiene algo de parecido a Inglaterra y habita sectores que pretenden ser muy a la Tudor, como Palermo, La Merced, buena parte de Teusaquillo.
¿Cuál es un ejemplo de ese sarcasmo heredado de los británicos?
Hay muchas cosas. Por ejemplo hay una frase que caracteriza al cachaco odioso y es el “chinazo, ¿cuándo almorzamos?”. Eso ahí está mostrando muchas cosas de cómo pensamos, porque primero en el fondo está la costumbre bogotana de ser naturalmente impuntual. El bogotano dice a las 5 y es a las 5:15. El “chinazo, ¿cuándo almorzamos?” es un plan que usualmente no se va a concretar bajo ninguna circunstancia. Si usted le dice eso a alguien, también le está insinuando que lo invite a almorzar. En el fondo, está el mismo cuento del “me regala”. Cuando usted usa esa expresión, usted está, en el subtexto británico, mamando gallo porque tiene claro que nunca lo va a invitar a almorzar pero le quiere manifestar una fórmula de cortesía muy falsa que sugiere, como todo bogotano, que es amable y gentil, y al mismo tiempo le está insinuando que lo invite a almorzar. Estas tres cosas están implícitas dentro de una frase que en principio parecen una insinuación sencilla pero que en verdad está revestida de una acidez buenísima.
Pasemos a lo de Bogotá como “el compendio de Colombia”. ¿Hay un lenguaje bogotano antes de las migraciones a la capital de los años cincuenta y sesenta, y otro después?
Sí, de alguna forma. Pero creo que las migraciones siempre han existido. Siempre existió una pequeña ola migratoria hacia Bogotá. Aquí siempre estuvo viviendo gente de muchos lugares. Se sabe que en el siglo XVI había evidentemente españoles, pero también había una porción pequeña de franceses, quizá uno o dos, quizá un par de ingleses o alemanes. Por Bogotá siempre ha circulado gente. La Violencia no es el comienzo de los procesos migratorios fuertes a Bogotá, ni el detonante.
De todas formas, creo que hay un habla que se puede rastrear como puramente bogotana porque no ha salido de la ciudad. Por ejemplo “tronchar”. Esas palabras nos vienen del chibcha y se quedaron aquí para siempre. Hay otras que han dado vueltas muy raras, como la palabra “chuspa”, que uno relaciona con el Valle del Cauca. En Cali hay chuspas del pan. Pero esas chuspas vienen en realidad de los chibchas, porque eran los sacos tejidos que utilizaban. Otra que ha dado una vuelta muy rara es la palabra “parcero”. Viene de la frontera amazónica, en algún momento una ruta de tránsito de droga. Entonces cuando había tráfico entre Brasil y el cartel de Medellín, muchos antioqueños llegaron a la amazonía y aprendieron que los brasileños les decían así a sus amigos. Esos antioqueños se llevaron el “parcero” a Medellín y se lo vendieron al resto del país.
Con la tecnología, con las redes sociales, en un mundo cada vez más globalizado, ¿ se corre el riesgo de que se pierdan algunas de estas idiosincrasias lingüísticas?
En un futuro el español bogotano mutará, como siempre lo ha hecho. Las palabras tienen un ciclo vital y a veces se mueren porque tienen que morirse, cuando entran en desuso. En cuanto a la globalización, uno ve eso todos los días. El español que se hablaba en mi infancia en Bogotá era distinto al que hablamos hoy porque, entre otras, nos dejamos permear por cosas. Yo de niño, a mis seis años, nunca decía “sticker”. Nunca. Uno decía “calcomanía”. Empezamos a decir “sticker” en los noventa. Otra palabra que se nos va muriendo es “cicla”, la forma cariñosa como el bogotano se refería a su bicicleta hasta los ochenta. Ahora se nos está viniendo esa costumbre ibérica de acortar las palabras, y ahora andamos en “bici”, que me suena bastante feo. Ya no vemos una película sino a una “peli”. Ya algo no es delicioso sino “deli”. Todo eso no es sino una manifestación de carácter imitativo del ser humano. Hace parte del debate sobre la globalización.
Hablando de palabras que hemos perdido, ¿cuáles recupera usted en el libro? ¿Cuántas han caído en el olvido?
Bastantes, y es triste. Uno de los propósitos que tiene el libro es justamente ese, poner a dialogar a un habitante de Bogotá en el siglo XVII con un habitante en el siglo XXI. Hay muchas cosas que se han perdido en el camino y que se siguen perdiendo. Todo el repertorio de la cultura bogotana de los años veinte, treinta y cuarenta ya está bastante perdido en la memoria de la gente. Muy pocos se acuerdan de que en esa época la gente se refería a los plays como los “glaxos”, y se llamaban así porque usaban una especie de tónico de aceite para el pelo con ese nombre. Hay cosas que desaparecen por la misma tecnificación del mundo, por la misma modernización tardía de la ciudad (nosotros estamos apenas entrando en el siglo XX). Hasta los noventa, en las boleras del centro, no existían en todas las instalaciones aparatos automáticos para levantar los pines. En esa época, el que ponía los pines era un chino contratado, y le decían el “chinomatic”. Hoy la gente no sabe qué es eso, sabe que es un “trasmilleno” o un “hijueputivo”, como le dicen al servicio ejecutivo, pero la gente no sabe que es una “lorencita”, como le decían a un tipo de tranvía en los año veinte, o que en el siglo XIX se decía “la” tranvía y no “el” tranvía.
Hablemos de los usos erróneos del español bogotano…
Bueno, hay muchos ejemplos. Ahora hay una retórica de la cultura de call center. Yo no sé por qué la gente que trabaja en los call center ha tomado la costumbre de no decir “hoy”, tienen que decir “el día de hoy”. ¿Por qué no se ahorran “el día de”? ¿O por qué en la tienda la gente no dice “no lo tenemos” sino que dicen “no lo manejamos”? ¿O por qué la gente dice tanto “como tal”? Eso se volvió una muletilla de soporte técnico. Uno llama al servidor del internet y le dicen “el problema como tal es una falla en la zona”. Eso es un error.
¿Cuál es el valor de coleccionar estas palabras? Mejor dicho, ¿por qué deberíamos recurrir a un libro como el que usted acaba de escribir?
Las palabras son un recurso humano. Son un recurso funcional, importante y necesario. Dan cuenta de lo que somos. Lo que nos diferencia del resto de los animales es el lenguaje, y es un misterio que lo tengamos, porque todos tenemos esa gramática implícita desde que nacemos, todos podemos hablar, y eso es muy raro. Y así mismo nosotros nos reflejamos en el lenguaje. Entonces el ejercicio de recoger palabras de hoy o de antes o de las que están germinando en este momento y dejarlas en un documento es preservar un recurso nuestro, y que es inalienable. Por otro lado, es una forma de interpretarse, como un oráculo. Si uno se pone a leer las palabras que se han utilizado en Bogotá puede llegar a hacer una interpretación muy certera de nuestros valores, de nuestros sueños, de nuestro arribismo, de nuestras frustraciones.