Colombia: El lugar del arte y la cultura para sostener el proceso de paz

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¿Dónde está la gente de la paz?

Después de una gran ola de movilización ciudadana tras la victoria del No en plebiscito del 2 de octubre, la gente parece permanecer en silencio frente a los peligros que acechan el acuerdo del Colón. ¿A dónde se fue el entusiasmo que en su momento capturó a buena parte del país? ¿Se siguen haciendo acciones por la paz? Hablan artistas, gestores culturales y periodistas.

La respuesta a la victoria de No en el plebiscito del 2 de octubre fue casi inmediata. Apremiados por la urgencia y convencidos de la importancia de exigir la implementación del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC, buena parte de la sociedad civil se levantó en un conmovedor ejercicio democrático para presionar por la firma del documento elaborado en La Habana, Cuba. Apenas tres días después del voto, en una marcha que será recordada en la posteridad, miles de ciudadanos marcharon hacia la Plaza de Bolívar en silencio y con velas en las manos, en un ritual que buscaba recordar la gran marcha de 1948, cuando una larga estela de personas encabezadas por Jorge Eliécer Gaitán denunciaron al gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez.

Las intervenciones civiles a gran escala, presentes en todas las ciudades del país, solo fueron parte de los brotes a favor de la paz que atravesaron y capturaron la imaginación de Colombia en esos días. El entusiasmo también encontró un cauce en las artes. En el transcurso de octubre y noviembre, varios artistas y gestores culturales realizaron intervenciones simbólicas en el centro de Bogotá. La primera estuvo a cargo de Doris Salcedo. Una semana después de la votación, la artista intervino la Plaza de Bolívar junto a más de 1.500 colaboradores, escribiendo con dos toneladas de ceniza de carbón el nombre de 2.300 víctimas del conflicto armado en ese mismo número de telas y explayando el resultado sobre la plaza.

Poco después se consolidó el grupo Acciones por el acuerdo, en cuya primera misiva sus miembros escribieron: “El momento que vive Colombia requiere de acciones urgentes de todos nosotros. No estamos dispuestos a permitir que se esfume la esperanza de la paz, ni mucho menos que vuelva la guerra. Los colombianos se han levantado en los campos y en las ciudades pidiendo un Acuerdo ya. Nosotros también”. A continuación, cada martes durante mes y medio, sus integrantes se tomaron la Plaza de Bolívar realizando propuestas artísticas: la lectura completa y en voz alta de la novelaLos ejércitos de Evelio Rosero; la inclusión de varias imágenes del fotógrafo Jesús Abad Colorado en la marcha del 20 de octubre; la elaboración de un jardín dispuesto sobre un entablado que deletreaba la palabra ACUERDO y la proyección de videos elaborados por artistas, entre otros.

Pero quizá el símbolo más emblemático de esas semanas fue el Campamento por la Paz, el conjunto de carpas que se instaló en la Plaza de Bolívar después de la marcha del 5 de octubre y que permaneció allí hasta finales de noviembre, cuando sus habitantes fueron desalojados de manera violenta y en la mitad de la noche por integrantes del ESMAD. Mientras duró, el campamento funcionó como una pequeña república con comités y reglas, e incluso llegó a albergar a más de cien integrantes que se aguantaron las embestidas del clima y la poca salubridad de la plaza convencidos de la importancia de presionar por la firma de la paz.

Hoy, ocho meses después del plebiscito, ese entusiasmo que contagió a miles de colombianos parece haber desvanecido. Es, claro, entendible. Como dice el documentalista y antropólogo Gerrit Stollbrock, uno de los firmantes de Acciones por el acuerdo, “la victoria del No, como muchas coyunturas, fue una circunstancia muy particular que logró catalizar procesos que más adelante volvieron a su ritmo cotidiano y normal, por así decirlo. Si eso volviera a pasar, si de nuevo sintiéramos esa urgencia, creo que ocurriría algo similar”. Según afirma Juan David Correa, director de esta revista, y también miembro de ese colectivo, “después de la primera ola, que terminó los últimos días de noviembre con un concierto en la Plaza de Bolívar -en el que participaron Mucho Indio, Toño Arnedo, las Cantaoras de Bojayá y La 33- el grupo amplio se deshizo: era natural pues se trató de responder a un momento urgente que, digamos, encontró una solución en el acuerdo del Colón”.

La pregunta hoy es, justamente, si en este momento es necesario que aquellos que impulsaron el Sí se vuelvan a tomar las calles. En el congreso, el proceso de paz parece por momentos condenado a una dilatación que, de seguir así, solo permitiría su implementación después de las elecciones presidenciales del próximo año. Si su estabilidad no está garantizada, ¿no amerita entonces que la sociedad civil se vuelva a levantar y a recorrer las calles, a intervenir murales y a participar en marchas? En otras palabras, ¿dónde está la gente de la paz?

Como dice Correa: “la verdad es que uno sí siente que ha faltado desde la centralidad del estado un discurso que inspire, que deje de lado las trapisondas políticas y que se haga cargo, también, de decirle a la gente que esto no ha terminado, que esto hasta ahora comienza”. Cuando habla de “trapisondas”, Correa se refiere a lo que podría venirsele encima al fast track en el Congreso, por cuenta de una sentencia de la Corte Constitucional que, aún sin revelarse, ha abierto la posibilidad de volver a discutir lo pactado. Al decir de Humberto de la Calle, exjefe negociador con las Farc, en una entrevista concedida el pasado domingo 21 de mayo a El Tiempo: “Hemos visto experiencias muy amargas por incumplimientos del Estado a acuerdos con quienes se alzaron en armas. A ese cuadro agrego la actitud de un movimiento político, el Centro Democrático, que se autodenomina movimiento de derecha y que va a volver trizas el acuerdo; “ese maldito acuerdo” es la frase textual. Esto genera un grado alto de incertidumbre y un paso bastante peligroso al propiciar una situación de inseguridad para todos. El acuerdo de paz se pone en jaque y el riesgo de marchar atrás en un tema tan delicado es extraordinariamente grave”.

A pesar de las advertencias de de la Calle, muchos consideran que la implementación del acuerdo sí se llevará a cabo. Para el sociólogo Hernán Darío Correa, miembro del colectivo Paz/Haremos, alojado en Teusaquillo, “el proceso va, pero va de la peor manera desde el comienzo, desde La Habana. Es muy triste, una cosa tan importante y tan trascendental y siempre ha caminado por el lado del mínimo y el avance es de esa naturaleza. Es muy difícil que lo echen para atrás ya, pero seguirá la resistencia, en el caso de la reforma agraria por ejemplo. Tiene que ver con los niveles de incumplimiento del establecimiento político. Falta responsabilidad de los partidos, que no atienden los problemas de fondo sino trabajan en la inmediatez y no quieren hacer cambios”.

Si en esta coyuntura el acuerdo de paz se puede “poner en jaque”, si se evidencian “niveles de incumplimiento generalizados», como dice Hernán Darío Correa, ¿acaso no necesitamos hoy con mayor urgencia la participación activa de esa misma sociedad civil que marchó e hizo parte de las acciones artísticas a finales del año pasado?

De todas formas, cabe destacar que si bien la efervescencia por la paz se ha desarticulado con el paso de los meses, varios colectivos y medios le han seguido apostando con rigor. A continuación, algunos ejemplos.

¡Pacifista!

Uno de los cuatro portales de Vice Colombia, ha hecho un ejercicio juicioso para entender las complejidades de la implementación del acuerdo de paz en el país. “Nos hemos concentrado en tres frentes –dice Camilo Jiménez Santofimio, director editorial de ese medio-: el primero es la implementación en sí. Ahí el desafío no es tanto poder analizar u opinar, sino algo más básico: poder informar. Otro frente es el de ir a las regiones: hay que salir de las capitales con la mente abierta y, sobre todo, listos a entender la multiplicidad de procesos políticos y sociales que están teniendo lugar en el país. Finalmente, estamos dedicados a entender la paz como algo mucho más amplio que el acuerdo y la implementación. Ahí se encuentran nuestros proyectos más ambiciosos del momento: el Proyecto Coca, para cubrir la problemática actual lejos de los estereotipos, y #NiUnMuertoMas, que forma parte de una estrategia latinoamericana llamada Instinto de Vida, que tiene la meta de reducir las tasas de homicidios en siete naciones de la región, incluida Colombia. Si en el país siguen muriendo violentamente 37 personas cada día, por razones no políticas, la paz permanecerá muy lejos”. Hace casi un mes, ¡Pacificsta! realizó junto al colectivo de arte urbano Toxicómano un mural en la carrera séptima con calle 67, que registra el número de líderes sociales asesinados recientemente en el país.

Dejusticia

Además de hacerle un seguimiento detallado a la implementación del proceso en su página web, el centro de estudios políticos y jurídicos ha desarrollado una serie de herramientas para divulgar esa información en las veredas y en los corregimientos con poco acceso a la información. “Hemos creado unos talleres-encuentros para discutir en las regiones en qué va el proceso de paz -dice la abogada Irina Junieles-, así como un podcast que se llama 3 minutos para la paz. La idea es poder circular los episodios por WhatsApp, y que sus archivos no sean muy pesados. En ellos contamos los aspectos centrales del acuerdo, pero también los avances. En este momento ya tenemos tres grabados, pero queremos completar 10 que abarquen el momento en el que estamos. Todavía no se han difundido, pero muy seguramente este miércoles empecemos a hacerlo”.

Cartas para la Paz

Juana Oberlaender es una de las organizadoras de Cartas para la Paz, una iniciativa que manda cartas desde todos los rincones de Colombia a los guerrilleros de las Farc, poniéndolos en contacto con un país que los quiere recibir. “Nosotros seguimos por varias razones: porque tiene mérito propio, porque la guerrilla se entusiasmó y contestó las cartas, y porque es necesario mantenerlo vigente aunque entendemos que es otro momento y dimensión. Ya no me llegan 500 cartas a la semana, pero todavía estamos conectando gente. El proyecto tiene el objetivo de generar diálogo entre dos Colombias distintas, es una manera no conflictiva de tratar de entender al otro. Nos damos cuenta lo necesario que es en las respuestas que recibimos, muestran lo lejos que estamos. Queremos usar las cartas como herramientas para cerrar esas brechas y generar empatía”, explica Oberlaender. A futuro buscan organizar eventos de encuentro a partir de las misivas, tanto en el campo como en la ciudad.

Más voces

Como ocurrió en su momento con Acciones por el acuerdo, la iniciativa civil Más voces nació de un grupo de artistas, escritores y gestores culturales, en esta ocasión preocupados por la amenaza a líderes sociales en el marco del conflicto armado. Con alrededor de 400 miembros, una página en Facebook y un Tumblr recién abierto, el colectivo busca generar conocimiento creando diálogos y recopilando la información más relevante que aparece en distintos medios de comunicación. Para la artista Bárbara Santos, una de sus organizadoras, en este momento la iniciativa atraviesa una primera etapa de intercambio de ideas: “Generar contenido no es tan fácil. Hay mucha desinformación, muchas veces desde la ciudades no sabemos aportar a la región, no sabemos si cuando colaboramos vamos en contra de casos particulares. Nos hemos dado cuenta que se necesita mucha calma frente a lo que estamos haciendo”. Por el momento, Más voces se ha dedicado a trabajar con personas directamente, con la idea de más adelante generar acciones específicas a partir de un mayor entendimiento de lo ocurrido.

Publicado en Revista Arcadia

“A mí el guerrillero me parece un personaje tremendamente trágico”: Piedad Bonnett

Piedad Bonnett no estaba tan asediada como de costumbre la noche del pasado miércoles 17 de mayo, cuando llegó al Teatro Nacional de Bogotá para ver el estreno de temporada de su obra Máxima seguridad.

Quizá porque, pese a haber escrito y traducido ocho obras de teatro en las últimas tres décadas, Piedad es poco conocida como dramaturga, aunque ampliamente valorada como poeta, novelista y columnista. El reconocimiento de su obra llegó a su punto más alto en 2013, cuando en un ejercicio de sanación espiritual escribió Lo que no tiene nombre, el libro testimonial sobre la enfermedad mental y el suicidio de su amado hijo Daniel. Piedad, que se siente claustrofóbica, se sentó esa noche en la esquina de la primera fila del teatro. Al frente había una celda con dos camastros en la que transcurre toda la obra, que es un retrato de la crudeza de la vida en la cárcel. Los personajes: un paramilitar que colabora con la justicia, un ladrón, un desplazado y un guardia corrupto. Adentro de los barrotes se sienten el hambre, el hacinamiento, la suciedad y las contradicciones políticas que se viven en las prisiones colombianas.

La mañana siguiente Piedad nos recibió en su casa para hablar de Máxima seguridad, que se podrá ver hasta el 24 de junio. Conversamos sobre la cárcel y el teatro, pero también sobre el conflicto colombiano y los intelectuales. Así fue el diálogo con ¡Pacifista!:

Piedad, vamos al comienzo. Se ha escrito sobre tu trabajo como poeta y novelista, pero muy poco sobre tu faceta de dramaturga. ¿De qué manera llegaste al teatro? 

Llegué por iniciativa de Ricardo Camacho, director del Teatro Libre, que hace más de 30 años me pidió escribir una versión de Noche de Epifanía, de Shakespeare. Me gustó muchísimo hacer esa versión, que además se convirtió en la obra con la que se estrenó ese teatro en Chapinero. En seguida, “colombianicé” un monólogo de Manfred Karge. Ahí empecé a aprender de teatro con Ricardo, del tipo de teatro que a él le interesa, que no es eminentemente realista. Después leí mucho sobre teatro, fui profesora de lectura de los actores del Libre y di clases de dramaturgia en la universidad.

¿Cómo fue la transición de escribir poesía a escribir un guion?

Yo trabajo en mucha soledad. Un novelista y un poeta trabajan solos, ateniéndose a su propias inseguridades. Pero en el teatro el trabajo de escritura es solo una parte; tú no controlas, tú entregas… al director, a las luces, a los actores. Pero, además, como el teatro es un arte vivo, nunca me he afanado por publicar esas obras, y por eso puede ser que la gente no sepa mucho de mi faceta de dramaturga. Como ves, esa consignación no me interesa demasiado, entre otras cosas porque en mi proyecto de vida la dramaturgia no está en un plano principal. Es una cosa que me divierte, pero que se me dificulta, porque implica jugar con la naturalidad del lenguaje y con la verosimilitud, pero también con cierto artificio.

A propósito de lo verosímil, me llamó la atención que la obra incluyera diálogos tan coloquiales, groserías, tonos característicos del mundo criminal. ¿Cómo fue el proceso de investigación para el guion?

Trabajé con un tipo que estuvo en la cárcel. Estuvimos horas hablando sobre los patios, la jerga, las jerarquías, la comida, los guardias. Tomé muchas notas, y luego tuve un glosario de términos carcelarios. Pero yo no quería caer en una cosa costumbrista, que todo el lenguaje fuera de esa naturaleza, porque el espectador se fatiga. Solo quise usar unos terminachos que en contexto se entienden relativamente bien. Ahora, en el estreno dijeron demasiados “hijueputas”, yo no creo que los haya puesto todos (risas). En la cárcel hay gente detenida por muchas razones. Sin embargo, Máxima seguridad retrata a un paramilitar, a una víctima del conflicto que cometió un delito y a un preso social.

¿A qué se debe esa elección?

Es cierto que la cárcel da para todo: puedes encontrar allí la historia tenebrosa de un asesino o de un psicópata. Pero yo estoy convencida de que el teatro es un arte político, popular y transformador. Además, la figura del paramilitar siempre me ha inquietado muchísimo, porque llega a unos niveles de maldad inimaginables. El pícaro, de otro lado, es siempre un personaje de esta sociedad. Ahora, meterse en la naturaleza masculina no fue fácil y es cierto que la cárcel me es ajena: es un mundo que intuyo simplemente, porque en mi novela yo trabajo la clase media alta, que es lo que domino más. Justo quería ir hacia allá.

¿Cómo puede una escritora de clase media alta retratar a hombres pobres y criminales?

Esa es la tarea del escritor. Si no, Flaubert no habría podido escribir Madame Bovary, ni Tolstói Ana Karenina. Lo otro es que un escritor siempre tiene una curiosidad morbosa. Yo soy una lectora de periódicos y me interesa todo lo macabro, porque me interesa la naturaleza humana. Cuando leo noticias sobre asesinos, me pregunto: ¿Qué pasó en su infancia? ¿Dónde está el daño? ¿Qué hace que (los jefes paramilitares) Carlos y Vicente Castaño, que nacieron en mi mismo pueblo, terminen descuartizando? Creo que si tú te haces esas preguntas, puedes entrar en esos territorios. Pero la posibilidad de fracaso existe siempre, porque hacer arte es jugar con el fracaso.

Yo intuyo que a los colombianos nos interesa más la imagen del paramilitar que la del guerrillero. Tu obra, por ejemplo, tiene bien definido al primero, pero muy difuso al segundo. ¿Hay allí una inclinación por retratar eso que nos atrae?

No, a mí no me pasa eso. No te imaginas lo que me produce la figura del guerrillero. A mí el guerrillero me parece un personaje tremendamente trágico: tipos que tienen 70 años, pero que no hicieron la revolución, que se extraviaron por el camino. Me impresiona que hayan caído en la perversión personas que fueron universitarios, que leyeron a Marx. Además, como yo pertenezco a la generación que vio la Revolución Cubana, veo esto como un fracaso generacional horrible, y ellos me producen una dosis igual de empatía y de rechazo. Puedo ver el trasfondo juvenil de esos seres humanos, que ahora son casi unos burócratas, y creo que ellos encarnan el fracaso del sueño humano de transformación del mundo. Mientras, el paramilitar es una cosa infinitamente más descarnada, que atrae por siniestra. De todos modos, es algo que si ponemos en blanco y negro se vuelve una mentira. Por eso, los personajes de la obra tienen matices.

En Máxima seguridad el ladrón es el centro de la empatía, de lo cómico, de la solidaridad. ¿Por qué?

El arte tiene esa cosa bonita de relativizar hasta cierto punto el bien y el mal. Como vivimos en una sociedad con tan poquitas oportunidades para la gente, uno es capaz de entender al que coge el camino del pillaje. En estas sociedades desamparadas el pillo es un personaje que no te produce un rechazo visceral, como sí lo hacen el paramilitar o el guerrillero degenerado.

¿A qué te refieres con eso de la degeneración?

La guerra degenera a los seres humanos. Robin Hood es un mito. Es decir, no existe un personaje que pueda robar siempre para los pobres y mantenerse como una especie de ángel guardián. Es una cosa que intentó ser, por ejemplo, el Subcomandante Marcos, que no tuvo futuro ni hizo la revolución, pero que parecía un guerrero mítico, porque estaba abanderando una causa justa y además era ilustrado. ¿Viste que quise introducir el tema de los libros en la obra? Sí, tenía anotada esa pregunta. En la obra hay una discusión entre el paramilitar y la víctima sobre la importancia de la lectura. Pero no estoy segura de si un debate así pueda suceder entre personajes como esos, y en una cárcel… Sí, yo creo que sí. El paramilitar es la ausencia de libros y el otro chico está leyendo a Tomás Moro (abogado y político del siglo XV), porque viene seguramente de la universidad, siendo un niño campesino. Y el paramilitar lo odia porque lee, porque “si este lee es un engreído”. Quise hablar de esa idea que tiene la gente caracterizada por una virilidad mal entendida: la noción de que la cultura también puede llegar a ser despreciable.

Hay un personaje del que no hemos hablado. El guardia, la imagen del Estado corrupto que es incapaz de reintegrar a los criminales…

Los guardias son a veces los verdaderos tiranos de la cárcel: los que podrían estar dentro de la celda, pero están afuera y abusan del poder. Creo, además, que el mundo de la cárcel es el mundo de la corrupción del dinero: pagarle al guarda por un cigarrillo, por tener dónde dormir. El fracaso total de la civilización es una cárcel. Es el Estado impotente. Es la dignidad del hombre postrada.

A mi modo de ver, la obra converge en un fracaso colectivo (al final hay un muerto, y no hay atisbo de esperanza). ¿Por qué?

Porque no hay esperanza. ¿Tú crees que hay esperanza con las cárceles en este país? Es decir, el Ministro de Justicia contestaría que sí, pero no es cierto. Es que no hay esperanza ni siquiera con el proceso de paz. Sabemos que estamos transformándonos, pero ya empezaron a matar a los líderes sociales: viene la reacción de la derecha. Lo bueno que está pasando con Bojayá o con la restitución de tierras son apenas lucecitas en un panorama negro. Lo más terrible de este país es que no se puede tener esperanza, ni siquiera de que no se inunde el deprimido de la 94 (risas). Y esto ocurre porque la clase dirigente ha sido una porquería y porque a los pocos que han querido levantarse los han matado: Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán.

Hace 15 años te preguntaban siempre, como a todos los artistas, cuál era el papel de los intelectuales en una época de conflicto armado. Hoy, la pregunta de mi generación es diferente: ¿cuál es el papel de los intelectuales en la construcción de la paz? Y, de hecho, ¿debería haber un papel?

Tiene que haberlo. A mí me molesta mucho cuando se menosprecia el término “intelectual”. Es posible que no seamos verdaderamente útiles, no creo que los columnistas de opinión transformemos el mundo. Pero tú no te imaginas la cantidad de gente que lee a los columnistas, y eso representa un diálogo tácito con el hombre de clase media que lee los periódicos. Por ejemplo, la gente que va a ver la obra se tiene que plantear, al menos por una hora, qué pasa en una cárcel. Entonces, yo creo que el deber del intelectual es señalar la contradicción, hurgar en la llaga, mirar la belleza de la cultura. Lo que hacemos es plantear inquietudes, incomodar.

Hay un tema que no mencionaste, pero que está claro en la obra, y es el de la memoria. Es posible que, durante un tiempo, siga estando en nosotros la necesidad de hablar de la guerra y sus estragos, como hacen los personajes de Máxima seguridad. ¿Hasta cuándo es saludable seguir hurgando esa herida colectiva?

Esto tiene que tener un fin. Es muy interesante lo que plantea David Rieff, el hijo de Susan Sontag, sobre que la memoria a veces no ayuda. Hay que encontrar un sabio término entre el volcamiento hacia el pasado y el despeje para poder ver el futuro. Lo que pasa es que si no hay justicia y reparación no podrá haber sanación y siempre habrá memoria. Por eso da tanto susto esta llegada al poder de la derecha universal, porque es como si la humanidad retrocediera en sus conquistas y quedara presa del racismo, la indolencia, el neoliberalismo. Falta un pensamiento que venga y plantee otras cosas. Pero, con todo, creo que llegará.

Publicado en Pacifista
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