El Chile psicodélico

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Patrick Barr-Melej, de la U. de Ohio, publica Psychedelic Chile, sobre juventud, contracultura y política en los 60 y 70. El libro toca temas poco estudiados en el país.

No es algo que se tenga muy presente, pero podría ser revelador. El año en que Neruda se llevó el Nobel fue el mismo en que se registró un flirteo manifiesto entre la industria editorial chilena y los lectores de a pie, sobre todo si estos eran jóvenes o muy jóvenes.

En 1971, Pomaire publicaba la décima entrega de la saga Papelucho, de Marcela Paz (Mi hermano hippie), y Zigzag lanzaba la primera de las más de 40 ediciones que alcanzaría la novela Palomita blanca, de Enrique Lafourcade. Sin mucho parentesco entre sí, ambos libros atendieron a un fenómeno por entonces con bastante prensa y no muy buena: una cierta definición de lo juvenil como anomalía y una descripción más bien inquieta de ciertas prácticas que podían incluir rock ácido, marihuana, vida comunitaria y búsquedas espirituales. En la playa de Horcón, en los pastos del Parque Forestal o en el Coppelia de Providencia.

Ya que tomaron en serio algo que muchos estigmatizaron o subestimaron, Patrick Barr-Malej les da a ambos libros, y especialmente a Palomita, un lugar clave en Psychedelic Chile: Youth, Counterculture, and Politics on the Road to Socialism and Dictatorship (“Chile sicodélico: Juventud, contracultura y política en el camino al socialismo y a la dictadura”). Autor de Reforming Chile (2001, sobre nacionalismo, criollismo y clases medias), este profesor de la U. de Ohio conecta puntos entre ítemes a su juicio insuficientemente aquilatados por la historiografía local (excepción hecha de autores como Salazar y Pinto, que en su Historia contemporánea de Chile dedicaron un volumen al binomio infancia-juventud).

Por un lado, encuadra su estudio en la “cuestión juvenil”, particularmente entre 1968 y 1973; por otro, se enfoca en la “contracultura”, conjunto de actitudes, prácticas y rasgos identitarios que definieron a miembros de una generación frente a los usos y valores aceptados, así como ante las figuras de autoridad. Asumiendo la importancia de la orientación ideológica y la pertenencia de clase, eso sí, pero relativizando su centralidad.

“Quise explorar el pensamiento y las prácticas de los jóvenes que buscaron desprenderse completamente de las convenciones [del mainstream], algunos de los cuales desearon incluso destruirlas”, señala a La Tercera Barr-Melej, chileno-estadounidense nacido en Venezuela. Agrega que el factor clase “fue y sigue siendo poderoso”, pero que “la cultura y la contracultura juveniles, así como las inquietudes generacionales, tuvieron el potencial de abrirse paso a través de los paradigmas existentes, incluido el de clase”.

En esa línea, se validó y consolidó una actitud que fue también una política. “Sexo, drogas y rock fueron parte del espíritu de los tiempos en la medida que muchos jóvenes buscaron cosas etéreas y nuevas”, se lee en la obra. Inserto todo en un gran e impreciso universo de signos, símbolos y sensibilidades específicas de una generación y de una era”.


Rajada, no roja

En Palomita blanca (los “lolos” acostumbraban llamar “palomas” a las jovencitas), María es una colegiala de Recoleta que conoce a -y se enamora de- Juan Carlos, un chico del barrio alto con Austin Mini, una “melena rubia hasta los hombros” y tiempo para dedicar a las normas de Silo, el argentino Mario Rodríguez Cobos que articuló localmente el Poder Joven y la “revolución interior”. Se conocen en un festival de rock “allá arriba, por Los Dominicos”, dice ella. Ahí empieza el recorrido de Psychedelic Chile: en el Festival de Piedra Roja, celebrado el domingo 11 de octubre de 1970, pero que en los hechos partió un día antes y terminó un día después.

Barr-Melej se vale, entre otras, de la rocambolesca historia de Jorge Gómez, el colegial que consiguió un terreno hoy atravesado por el Camino El Alba, tras lo cual obtuvo de la Municipalidad de Las Condes la anuencia para instalar un equipo de amplificación, así como un sencillo escenario en el que se presentarían bandas “de la onda”, como Los Blops y Los Jaivas (aún presentados como los High Bass).

El Festival Media Luna se llamó también Piedra Rajada, por una roca imponente que se erigía en el sector (nadie de la organización entiende cómo fue que se terminó llamando Piedra Roja). Congregó a cerca de 5 mil personas que “compartían la afición por el rock y unas relaciones más que cordiales con la marihuana”, lo que tendió puentes para concretar, aunque fuera por corto tiempo, el ideal pluriclasista de Gómez.

La resaca del certamen, sin embargo, dio cuenta de algunos ilícitos (robos, ataques sexuales) que en la mayor parte de la prensa se asociaron a relajo y pérdida de valores. Desde el director de Carabineros hasta el regidor socialista de Las Condes hablaron golpeado contra los “marihuaneros”. Se obvió, propone la obra, el rol del certamen como “acelerador” de la contracultura, haciéndola transitar del fenómeno social acotado al “espectáculo público” cuyas consecuencias resonaron en todo el país.


Enemigo común

Ni derechas ni izquierdas querían a hippies o siloístas ni distinguían siquiera entre ambos (los segundos, por lo pronto, fueron más programáticos y políticos que los primeros). Unos los consideraban una afrenta a la decencia, a la tradición y a los valores consolidados; para los otros fueron símbolos de la decadencia capitalista, así como del individualismo y el escapismo “burgueses”. Las fronteras resultaron ser más porosas de lo que pueda presumirse, al tiempo que el apoliticismo alguna vez reprochado no eximió a los jóvenes melenudos de acusaciones graves ni de la represión post “Once”.

Respecto de lo primero, se nos recuerda que Víctor Jara fue un habitué de los recitales rock del Teatro Marconi (actual Nescafé), y que defendió y consiguió que la disquera de las JJCC publicara el primer LP de Los Blops, vistos por otros militantes como hippies pijes. También se constatan la extensión y transversalidad del fenómeno canábico, tanto a través de la investigación de la UC que derivó en un libro de título sugerente -¿Fuma marihuana el estudiante chileno?- como de la variedad de ejemplos de lo que hoy llamaríamos la “normalización” del pito.

En cuanto a lo político, se toma nota de una publicación del diario Tribuna, que culpó a los siloístas del asesinato de René Schneider (Lafourcade, de hecho, rescató la idea para cerrar su novela). Igualmente, se ocupa de los seguidores de la “revolución total” que fueron a parar a Pisagua. Allí, “los supuestamente malvados siloístas pasaron casi un año en pequeñas celdas, viviendo la privación y la crueldad de un régimen que (correctamente) no creyó en los reportes de los medios de la UP sobre las lealtades derechistas y el ‘fascismo’ del Poder Joven”.

Publicado en La Tercera
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