Libros rescatados de la AMIA

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La directora académica del IWO, Ester Szwarc, recordó la epopeya que significó el rescate del patrimonio cultural de su institución, que funcionaba en la sede de la AMIA hasta el atentado de 1994, y que unos «800 jóvenes lograron recuperar muchos materiales que ya habían sobrevivido al nazismo y el Holocausto».

El IWO (Instituto Judío de Investigaciones) nació en la ciudad de Vilna en 1925, recordada como la Jerusalén lituana, que concentró gran parte del patrimonio cultural acumulado en lengua idish y fue saqueado por el nazismo, pero que gracias al heroísmo de judíos y no judíos para ocultar algunos de sus materiales logró hacer perdurar en el tiempo documentos y libros que habrían sido material irrecuperable.

El Holocausto y el atentado a la AMIA amenazaron esa herencia, pero «el IWO y gran parte de su patrimonio logró sobrevivir dos veces», explicó Szwarc a Télam en la actual sede del instituto en Buenos Aires.

En medio de una sala desordenada y con cuadros y libros aún por doquier, esta mujer -de talla pequeña pero enérgica- explicó que «el IWO nació en Vilna, donde confluían todas las corrientes de reflexión. Para entonces el pueblo judío ya estaba maduro para pensarse a sí mismo a tal punto que en el mismo año se creó la Universidad Hebrea de Jerusalén».

«De la fundación del IWO participaron Einstein y Freud», recordó Szwarc, y agregó que «sólo tres años más tarde, en 1928, se creó la filial argentina porque acá había una comunidad ya consolidada que había traído su fuerte bagaje cultural».

Desde entonces los estantes del IWO se nutrieron con múltiples donaciones. «Llegamos a tener unos cien mil libros en todos los idiomas, discos con los primeros tangos cantados en idish, una hemeroteca, fotos que reseñaban las costumbres de los inmigrantes, una gran pinacoteca, piezas únicas de judaica y testimonios del Holocausto y la resistencia en la Segunda Guerra Mundial», explica Szwarc.

Luego agregó que a la «sede de la AMIA el IWO se mudó en la década del ’40. En el viejo edificio de la calle Ombú -así se llamaba entonces la actual calle Pasteur- se diseñaron y construyeron especialmente los pisos tercero y parte del cuarto», adonde la onda expansiva del atentado del fatídico 18 de julio de 1994 también arrasó con lo que pudo.

«La explosión destruyó la mitad del tercer y cuarto piso desde el frente de Pasteur. La onda expansiva se detuvo al final del museo, y el archivo -que estaba al fondo del cuarto piso- fue donde primero pudimos ingresar para rescatar materiales», explicó Szwarc.

También recordó que «se destruyó toda la sala de lectura donde además teníamos el archivo sonoro, el fílmico, la editorial, todos los catálogos y materiales incunables a pesar de que algunos logramos salvar como unas cartas de Einstein y Freud».

El proceso de rescate comenzó dos días después del atentado. Debieron darse algunas variables que solo el tiempo y la vocación solidaria de la gente permitirían que «muchos materiales sobrevivieran dos veces a la violencia del hombre», explicó Szwarc al referirse «al Holocausto y el peor atentado que padeciera la comunidad judía desde la Segunda Guerra Mundial».

Mientras se buscaban sobrevivientes, se retiraban restos humanos y removían escombros, comenzaron a llegar voluntarios que se ofrecían para intentar rescatar los elementos que se pudiera del IWO.

«Habíamos notado que por Uriburu (la calle paralela de atrás a Pasteur) se había abierto un boquete por el que podíamos tratar de ingresar a lo que quedaba del edificio, y llegar a lo que era el IWO para ver qué podíamos salvar», relató Szwarc.

Al poco tiempo, y gracias a la construcción de una gran cadena solidaria, Szwarc y otros dirigentes y profesionales del IWO reunieron a «unos 800 jóvenes que noche y día armaron una literal cadena humana que recuperó materiales valiosos de entre los escombros».

Esta docente de alma explicó que se «reunieron más jóvenes que adultos, tal vez por la ausencia de ciertos prejuicios ante el peligro de la tarea. Los chicos entraron al edificio recién el jueves -el atentado había ocurrido una lluviosa mañana de lunes- pero igual rogaba que no se encontraran con el cuerpo de ninguna víctima».

Desde ese agujero, que lindaba con el segundo piso de la AMIA, había que trepar entre los escombros, hacer malabares para subir a una vieja escalera de madera que, desde su último peldaño, permitía trepar a una cornisa. Desde allí «había que pegar un salto para treparse a un techo donde recién, y atravesando una ventana, se podía ingresar a la parte trasera del edificio destruido de la AMIA».

«Con estas dificultades para hacer pie se armó una literal cadena humana con la que los pibes, parados entre los escombros y en fila, buscaron y bajaron materiales hasta diciembre de ese año», explicó, y destacó «el ritmo febril del rescate. De no haber sido así no se hubiera podido salvar nada».

Szwarc recordó que «no sólo fueron jóvenes de origen judío. Nadie preguntaba acerca de la religión que profesaban. Estos chicos crecieron de golpe, fue una experiencia que nos cambió la vida a todos».

Este desafío logró rescatar de los restos del edificio retorcido de la AMIA y de los montículos de escombros (acumulados luego en terrenos de la porteña Ciudad Universitaria) «unos 60.000 elementos, pero no todo se pudo salvar. Los materiales que se perdieron de liturgia religiosa, según la tradición judía, fueron enterrados en el cementerio judío de Tablada», explicó Szwarc.

Para ella, «salvar cada libro fue como salvar una vida. Por eso lo que hicimos es histórico, y por eso documentamos el rescate en un video».

Pero la salvación de estos materiales culturales no terminó cuando los encontraban mezclados entre restos de mampostería, sino que recién entonces fueron sometidos a procesos de restauración.

Para ello se armó «un gran taller de salvataje donde libros, diarios y revistas se secaron con estufas, secadores de pelo y ventiladores. Se les quitaba el polvo, se abrían hoja por hoja y se colgaban abiertos en largos hilos no alcalinos tendidos como cuerdas entre sillas y caballetes».

Szwarc consideró que «la generación siguiente tomará lo que le parezca o lo que pueda, pero yo tengo la obligación de transmitir esta historia. Creí que el IWO se había mudado a su casa definitiva cuando se trasladó a la AMIA, pero el atentado marcó que probablemente no haya nada definitivo en este mundo moderno», concluyó.

Publicado en MDZOL
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