Legar el arte

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Por Sol Astrid Giraldo

Cuando la joven pareja conformada por María Helena Uribe y Leonel Estrada quiso establecer su casa, acudió a la oficina de arquitectos Caputi & Uribe. Esta firma había comenzado a desarrollar en la Medellín de la década del cincuenta una innovadora propuesta de casa-jardín. Se trataba de construcciones modernistas, espaciosas, en un entorno natural, proyectadas hacia el valle y las montañas, desde un lote del barrio El Poblado. Allí se apilaron sólidamente ladrillos, con la intención de echar raíces y de mirar hacia el futuro: el recorrido tradicional de una familia en formación. Solo que esta no era, estrictamente hablando, una familia tradicional.

En su temprana infancia, María Helena Uribe, una señorita de la sociedad paisa, había vivido en Bélgica, a donde su padre fue invitado por la Universidad de Bruselas. En su juventud terminó su formación en Nueva York, donde estudió Artes Liberales. Desde entonces sabía que quería ser la escritora que algunos años después sorprendería con sus cuentos vanguardistas y una novela en una tradición que consideraba a las mujeres invitadas de segunda al banquete literario.

Leonel Estrada, por su parte, era un joven odontólogo, el primer ortodoncista de la ciudad, pero sobre todo un apasionado por el arte. También había estudiado en Nueva York gracias a una beca, allí descubrió a Pollock y el expresionismo abstracto, y que el arte había emprendido un camino sin retorno.

La nueva casa iba a ser el espacio para materializar tanto un refugio familiar como los sueños creativos de los dos; una utopía que bien merecía un nombre: Takna, palabra que surgió de los recuerdos de un viaje por Perú y que se había instalado en sus imaginarios por su fuerte carga mítica y sonora. Un concepto arquitectónico modernista, un nombre exótico. La casa surgía con una decidida identidad propia. Y pronto empezó a forcejear con los previsibles y estrechos decálogos inmobiliarios.

Como se trataba de un lote inclinado, la estructura del terreno fue incubando un espacio subterráneo que poco a poco se convertiría en el lugar de las fantasías. Desde la sala se accedía a él por una trampilla en el suelo, de la cual se descolgaba una escalera. Esta disposición espacial no podía ser más que un acicate para la desbordada imaginación de Estrada, quien lo relacionó con las historias de piratas de Stevenson. Parecía una taberna sacada de La isla del tesoro, a la que muy pronto le llegó “el ahorcado”, un muñeco que se colgó del techo y se convirtió en el símbolo del lugar.

Durante los años siguientes, esta casa iba a estar en el centro de dos fuerzas. Una centrípeta, hacia adentro, con Navidades entrañables, almuerzos familiares, la música francesa de María Helena Uribe a todo volumen, mezclada con el jazz de Leonel Estrada. Un nido cálido, acogedor. Sin embargo, por el otro lado, fue siempre también una casa abierta, visitada que, de un modo centrífugo, estaba conectada con el entorno. A sus puertas llegaban jóvenes artistas y escritores que querían un consejo de Estrada, otro de Uribe, un intercambio, una perspectiva.

La concurrencia era múltiple y empezó a llegar desde los años cincuenta. En esa década Leonel Estrada, como presidente del Club de Profesionales, abrió una sala de exposiciones que se volvió el bastión del arte moderno en una ciudad sumida en las transparencias bucólicas de la acuarela. En busca de nuevas perspectivas, Estrada empezó a hacer todo tipo de invitaciones iconoclastas que les abrieron la puerta en Medellín a los primeros artistas modernistas del país. Así desfilaron por esa sala Fernando Botero, Alejandro Obregón, Enrique Grau, Ómar Rayo, Carlos Rojas, Carlos Granada, Lucy y Hernando Tejada, Antonio Roda, Augusto Rivera, Manuel Hernández, Judith Márquez, Héctor Rojas Erazo, Emma Reyes, Alicia Tafur. Y algunos extranjeros, como el peruano Armando Villegas, el argentino Antonio Seguí o el panameño Justo Arosemena, quien terminaría quedándose a vivir en Medellín.

De izquierda a derecha, al fondo: María Helena Uribe, Consuelo Echeverri, Eddy Torres, Ramón Vásquez, Ariel Escobar, dos personas no identificadas, Rodrigo Arenas Betancur. Leonel Estrada de pie. 1955. / Archivo Familia Estrada Uribe.

Ya finalizando la década de los sesenta, Estrada ayudaría a remover aún más la escena artística. En los años 68, 70 y 72, junto a otros entusiastas como Darío Ruiz y Samuel Vásquez, lograría sacar adelante las míticas bienales de Medellín, gracias al mecenazgo de la empresa Coltejer, de la que era presidente Rodrigo Uribe Echavarría, hermano de María Helena Uribe. El impacto de esos eventos ubicaría a la ciudad y al país en el mapa de la vanguardia internacional, conectándolo con el mundo y propiciando una apertura de la que serían hijos proyectos tan importantes como el Museo de Arte Moderno de Medellín.

Y todos estos personajes que venían a la ciudad pasaban inevitablemente por Takna, aún en luna de miel, como Fernando Botero y Gloria Zea. Muchos de ellos se sumergían en la Taberna del Ahorcado, donde había siempre pinturas, muros y libertad. Y así, la luz del arte se hizo en sus cavidades oscuras. No hubo en estos acontecimientos nada premeditado. Simplemente los artistas realizaban intervenciones en las paredes del tamaño que querían o podían. Al principio todavía se trataba de obras aisladas en espacios vacíos. Con el tiempo, todas las paredes terminaron intervenidas. Algunas obras se hicieron incluso sobre otras.

Esta historia comenzó en la primera mitad del siglo XX. Un Botero de 25 años, quien en 1955 no había alcanzado todavía su reconocible estilo, pintó sobre una pared un carrusel, cuyos caballos voladores son decididos antecedentes de sus características volumetrías posteriores. Justo Arosemena, por su parte, dejó allí unos Bailadores de conga, que expresaban una pugna entre la abstracción y la figuración. En 1958, Ómar Rayo plasmó en una columna una ciudad de planos cubistas. Obregón había llegado ya a sus cóndores y a sus mares deconstruidos. Leonel Estrada lo acompañó allí, en sus apasionados “combates del negro con el amarillo”, mientras “pintaba y hablaba, hablaba y bebía”, como lo recordaría después en uno de sus poemas.

Si estos eran los colores del mar de la Taberna, el cielo tuvo el tono azul cósmico de Lucy Tejada, quien hizo del techo un firmamento en el que lanzó a unas mujeres a cazar sputniks. En los años sesenta, Hernando Tejada llegó también para brindar un cáliz de siluetas y amarillos violentos. Recogió una noche de conversaciones intensas sobre el enigmático cuento que acababa de escribir Uribe sobre el tema.

La segunda oleada provino de los artistas que las bienales arrojaron durante las siguientes décadas a Takna. Esta marea empezó en 1968, cuando el joven Luis Caballero replicó en la taberna a dos amantes de La cámara del amor, obra con la que había ganado el Gran Premio de la I Bienal. En esa misma ocasión, llegó también una chica sin rostro y con minifalda, Sonia Gutiérrez, también fugada de una mención de honor de la Bienal, quien se posó sobre una tabla, exhibiendo la disección aguda del cuerpo femenino que realizaba por aquellos años.

Las intervenciones se amontonaron con los años. Rodrigo Arenas Betancourt, Ramón Vásquez, Hernando Lemaitre, Fabio Daza, Carlos Rojas, Augusto Rivera, Manuel Hernández, Carlos Granada y Yutaka Toyota, entre otros, dejaron su impronta. Por allí también pasaron intelectuales y escritores como Eduardo Carranza, Eduardo Cote Lamus, Gonzalo Arango, Manuel Mejía Vallejo, Olga Elena Mattei, Óscar Hernández y Juan Gustavo Cobo Borda. Fernando González dejó ahí la declaración de que María Helena Uribe era “la única cristiana” que había encontrado en “años de escribir, escribir… buscando el silencio”. Mientras Marta Traba, quien vino por primera vez a Medellín en la década de los cincuenta, invitada por Estrada para que diera una conferencia, imprimió, muy a su estilo, la explosiva sentencia dedicada al capitán de la Taberna: “Primera piedra para fundar la sociedad encargada de dinamitar las estatuas (tú sabes cuáles)”.

Las grabaciones que han quedado en horas de casetes de cinta abierta permiten hoy reconstruir el ambiente. No fueron solo las graves y sesudas frases de González o los poemas de Carranza lo que quedó registrado. En el eco que atraviesa las décadas surge también la potente voz de Leonor González Mina cantando un bolero “con música de Mattisse y letra de Gauguin”, según apunta jocosamente su acompañante, Esteban Cabezas. Al fondo se oyen las voces de Pedro Martínez y Fanny Mikey recitando El diálogo de la lechera, sin pausa ni equivocación. Mikey entonó luego un tema infantil en yiddish, mientras Darío Ruiz se unió a un conjunto de “guacharacos”. En otra ocasión son Manuel Mejía Vallejo y Dora Luz Echavarría quienes arrastran un melancólico y lentísimo tango.

El vientre de Takna fue un crisol, la punta del iceberg del vibrante momento plástico, literario y cultural de esa época iconoclasta, de rupturas y riesgos, del que ya no queda nada físico. La presión inmobiliaria arrasó con el lugar. La casa fue demolida en 2004. Las piedras que iban a dinamitar su época, como lo pidió Traba, resultaron en cambio ellas mismas dinamitadas por motivos mucho más prosaicos. Hoy se erigen sobre ellas varias torres de monótonos apartamentos cuadriculados y en serie en el sector de Oviedo.

Cuando la familia debió partir, se llevó consigo la casa: sus libros, discos, cuadros, memorias. Y también sus paredes. Para cerrar Takna, acudieron esta vez al restaurador de murales Rodolfo Vallín, quien cortó quirúrgicamente los murales. El conjunto patrimonial fue trasladado a un apartamento donde la pareja vivió sus últimos años. Hoy estos sobrevivientes de la diáspora urbanística están allí como testimonio de ese palimpsesto que fue Takna. En el Centro de Artes de la Universidad EAFIT, en la actual exposición Vivir era crear, donde recogemos el legado de la pareja Estrada Uribe, se han reproducido a escala algunos de ellos, que no se habían mostrado en público hasta el momento: un conjunto de obras de indudable importancia, que dejan ver algunas fundamentales y vigorosas semillas del arte modernista colombiano en el momento de su incubación.

Publicado en Revista Arcadia
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