Ida Vitale, poeta uruguaya: «La poesía escarba en lo que no conocemos de nosotros»

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Por Silvina Freira / Foto: Dafne Gentinetta

Un “poemita” de Gabriela Mistral propagó el asombro en una adolescente uruguaya. Ida Vitale no sabía que algún día ella misma escribiría muchos poemas, como “Accidentes nocturnos”: “Palabras minuciosas, si te acuestas/ te comunican sus preocupaciones./ Los árboles y el viento te argumentan/ juntos diciéndote lo irrefutable/ y hasta es posible que aparezca un grillo/ que en medio del desvelo de tu noche/ cante para indicarte tus errores./ Si cae un aguacero, va a decirte/ cosas finas, que punzan y te dejan/ el alma, ay, como un alfiletero./ Sólo abrirte a la música te salva:/ Ella, la necesaria, te remite/ un poco menos árida la almohada,/ suave delfín dispuesto a acompañarte,/ lejos de agobios y reconvenciones,/ entre los raros mapas de la noche./ Juega a acertar las sílabas precisas/ que suenen como notas, como gloria,/ que acepte ella para que te acunen,/ y suplan los destrozos de los días”. La última poeta de la llamada “Generación del 45” -en la que se incluyen autores tan disímiles como Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño y Mario Benedetti, entre otros- es la “decana” de la delegación de escritores de Montevideo, la ciudad invitada de honor en la 44° Feria del Libro. El exilio marcó la vida de esta mujer de 94 años, que hace unos meses -después de la  muerte de su segundo esposo el poeta Enrique Fierro, con quien vivió en Estados Unidos- regresó a su país. En 1974 decidió escapar de la dictadura militar uruguaya y se instaló en México, donde conoció a Octavio Paz, quien la integró al comité asesor de la revista Vuelta, y participó en la creación del semanario Uno más uno.

Los ojos azules de Ida abrazan con el sonido de la lluvia como música de fondo y su afectuosa voz de cantante de bolero. Acaba de reeditar uno de sus libros en prosa más bellos: El ABC de Byobu (Estuario Editora). Hay palabras que odia, especialmente las que se ponen de moda, “pero por suerte ahora no están en el primer plano de mi conciencia”, dice Vitale a PáginaI12. “El diccionario no es el libro de cabecera de todo el mundo, pero a veces tendría que serlo. Yo agradezco que en una época lo tuve. Cuando era muy chiquilina decía: ‘¡cuántas cosas que no entiendo!’. Y una tía me dijo: ‘Léete una página por noche del diccionario’. Entonces lo hice muchísimo, no puedo decir que haya leído el diccionario completo, pero sí que lo leí abusivamente. Leer abusivamente te puede llevar a la incomunicación total”, advierte la autora de La luz de esta memoria (1949), Palabra dada (1953), Cada uno en su noche (1960), Oidor andante (1972), Jardín de sílice (1980), Sueños de la constancia (1984), Léxico de afinidades (1994), Procura de lo imposible (1998) y Reducción del infinito  (2002). La poeta uruguaya, que estuvo casada con el crítico Ángel Rama, con quien tuvo a sus dos hijos, Amparo y Claudio, recibió varios premios, entre los que se destacan el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2015 y el Federico García Lorca en 2016.

–Usted tiene una tendencia hacia la brevedad, pero cuando empezó a escribir poemas, ¿le salían más largos y “hablados” o más medidos?

–Más medidos, porque empecé haciendo sonetos. El soneto tiene la perfección de la forma, la medida, el ritmo; la obligación de ajustarte a un marco siempre es bueno para no desbordar. Pero esos sonetos nunca los recogí en libro. Supongo que leer mucho me ayudó también. (Pablo) Neruda es admirable, pero si te proponés imitar a Neruda el resultado puede ser funesto. Hay que leer mucho y en lo posible autores muy distintos: uno te va a completar al otro, el otro te lo va a desmentir o te va a proponer otra cosa. Quizá de todo eso salga lo más propio de uno. No hay fórmulas.

–Pero al principio, ¿quería escribir a la manera de María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini?

–No, nunca me propuse escribir “a la manera de”. Por suerte yo estaba leyendo también a Neruda y a (Federico) García Lorca. Aunque Delmira sería un ideal, me inclinaría por María Eugenia, que es menos perfecta pero que está más en la línea de esencialidad, de buscar la concisión.

–En El ABC de Byobu escribe lo siguiente: “Lo importante está debajo de la superficie, sospecha Byobu. “Por eso escarba, escarba”… ¿Se podría aplicar esta idea a la poesía? ¿Lo importante está debajo de la superficie del poema?

–Sí, claro. Se supone que lo mejor sería que el texto no sea suficiente, que deje una curiosidad para interpretar y eso vendría a ser lo que está debajo. Cada palabra tiene una serie de capas combinadas y el escarbar sería buscar qué más hay más allá de la superficie.

–En otro texto de El ABC de Byobu evoca unos versos de Góngora: “No es sordo el mar, la erudición engaña”. ¿Por qué cree que la erudición engaña?

–Supongo que la erudición del siglo XVII no es la erudición del siglo XXI. La erudición tiende al uso abusivo de una frase o de un enfoque. Pero además habría que aclarar erudición de qué… puede haber una cocinera erudita. Si lo tomás desde el punto de vista del lenguaje, adquiere otro aspecto. El lenguaje es independiente, pero también es determinante. La erudición muchas veces se manifiesta en el lenguaje y ahí pasa al poema. Pero lo importante es el conocimiento que está detrás, cuando pensamos en la ciencia. Todo depende del ángulo desde el cual lo mirás.

–¿Qué es lo que intenta conseguir la poesía? ¿Acaso capturar un instante?

–Sí, o al menos trata de… Una de las tareas importantes de la poesía, aunque no sea consciente, es rescatar el pasado. Al futuro lo podemos imaginar, pero el pasado es algo que tiende a perderse y que puede tener un ancla en la poesía, en la palabra. Además, es una manera de escarbar en lo que no conocemos de nosotros mismos. Si no todo sería muy lógico y muy explicable. A veces es muy curioso reencontrar un cuaderno con ideas anotadas o con algún verso. ¿Por qué esto? ¿Qué quise decir? ¿De dónde viene esto?

–¿Qué significó la publicación de su primer libro de poemas, “La luz de esta memoria”, del que se cumplirá, el próximo año, 70 años? ¿Le dio confianza en su palabra poética?

–Yo no confío demasiado en mi palabra… La convicción de haber escrito un buen poema me puede durar 15 días (risas). Ese libro lo publiqué porque hubo profesoras, gente amiga, que me dieron una mano. Me quedé conforme, nunca pensé que era un libro inútil. En la última edición de mi Poesía reunida, hay algunos poemas de ese libro como para no falsificar el comienzo. Si sos (Arthur) Rimbaud, puede ser que tu primer libro sea el mejor. Pero no es lo normal. Y no fue mi caso (risas). La poesía no existía para mi familia, aunque había una biblioteca. Para mí fue fundamental la imagen de mi abuelo, a quien no conocí pero fui encontrando sus rastros en un libro. Se vino de Italia con La Ilíada en griego y latín, un libro que estaba muy degastado. Una tía me dijo que yo me iba a tener que ocupar de limpiar la biblioteca una vez por semana. Esa fue la gran astucia de ella para que yo me metiera con los libros. De pronto estaba limpiando un libro de Tólstoi en francés y no lo entendía. Yo siento que era otra época y que el libro estaba más cerca. Se hacía leer más cerca. Me parece que ahora al niño se lo ha infantilizado demasiado; pero es el momento en que más absorbe: no es abuso, es adelantarle camino. El saber no daña ni ocupa lugar, como dicen. La relación con los libros puede venir de muchas maneras, lo importante es no quedarse en un solo libro.

–¿Cuál fue el libro más importante para usted?

–Fue uno que me regaló mi maestra de tercer grado, un año en el que falté mucho porque me agarré de todo: gripes, escarlatina, rubeola… Esa maestra me regaló El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf. Después me regalaron muchos libros para mis cumpleaños y ahí tuve un conflicto con mi abuela, porque mi abuela quería leer los libros que me regalaban a mí. “Tú no vas a leer este libro enseguida, ¿lo puedo leer yo?”, me decía. Y yo me sentía muy orgullosa por prestarle un libro a mi abuela. Yo soñaba que llegara mi cumpleaños porque iba con una amiga de mi tía que me llevaba a la librería y me dejaba elegir. Y yo elegía un libro. Creo que el primero que elegí fue un (Julio) Verne. Pero cada infancia es distinta.

–¿Cómo ha evolucionado su poesía?

–Creo que no he cambiado tanto… Nunca me dejé ir para el lado de la poesía muy narrativa, esa cosa de contar mucho, muy autobiográfica. Quizá hay que pensar a quién le estás hablando con el poema y cómo lo va a recibir. Quizá mis mejores libros deben estar por el medio; después, como corresponde, debo haber caído (risas). A mí me gusta mucho la prosa y leo infinitamente más prosa que poesía. Me parece que la prosa tiene más posibilidad de trucos. Me gusta mucho la buena prosa, no la soporto cuando es mala. Lo mismo me pasa con la poesía. La poesía la resuelvo muy rápido; es muy raro que un libro que no me gusta al principio encuentre el poema genial en el medio. Me gustan cosas muy distintas: puedo admirar a Neruda y puedo admirar a (César) Vallejo, que son enormemente distintos. O Gabriela (Mistral), que es la sobriedad total, la concisión. Gabriela no es un nombre usual en la literatura.

–Parece menos usual su nombre, pero es una costumbre los nombres raros entre las poetas y narradoras uruguayas como Armonía Sommers o Idea Vilariño, ¿no?

–Eso es por las familias anarquistas. Mi abuelo era anti clerical, pero no era anarquista. Entonces a una hija le puso Ida y mi padre se llamaba Publio Tesio; los nombres venían de la historia romana y la literatura.

–¿Cómo vivió la experiencia del exilio?

–Para mí fue una liberación porque el clima era feo. Mi hija Amparo, que era estudiante de arquitectura, estaba en peligro. Una cosa era querer irte y otra cosa poder irte. ¿Y adónde? El embajador de México en Uruguay fue un día a la librería Losada porque había un homenaje a México. Le habían pedido a Enrique que hablara, el acto terminó y el embajador saludó y se fue. Tres días después, (Carlos) Martínez Moreno, que era amigo nuestro, un buen escritor, se encontró con Enrique y le dijo: “Se van para México”. Enrique le preguntó de dónde había sacado eso. “Me lo dijo el embajador”… Enrique fue a hablar con el embajador, que le dijo: “Yo sé que esto viene cada vez peor, yo quiero llevarlo a México, pero solo puedo llevarlo como estudiante”. Y nos fuimos en 1974. A Amparo yo la había mandado con el padre (Ángel Rama) a Venezuela, unos meses antes, porque nos hicieron un allanamiento en casa y la venían a buscar a ella… México fue de una gran generosidad, ellos ya habían tenido la experiencia de recibir a los exiliados de la Guerra Civil de España. Y al poco tiempo yo era fundadora de un diario, Uno más uno.

–¿Qué significó para usted trabajar con Octavio Paz en “Vuelta”?

–Octavio daba libertad. Después, si no aprovechabas la libertad, te bajaba. Me acuerdo que una vez hice una nota sobre un libro en el diario Uno más uno, que era donde yo trabajaba en planta, y a las diez de la mañana me llamó para saber si yo tenía ese libro. Era una nota que había reeditado y sacado en Montevideo, no tenía el libro en México. Pero a las diez de la mañana, Octavio ya estaba leyendo todas las páginas de los diarios; tenía una capacidad de trabajo increíble y tenía una visión muy segura del devenir político. No era el único. México ha dado gente notable, como Alfonso Reyes. En México hay un respeto por la cultura y sus tradiciones. Ellos siempre están volviendo sobre sus clásicos. Me acuerdo que Octavio me decía que no se le podía dejar la obra de Sor Juana Inés de la Cruz a la iglesia. Y tenía razón. Esos años en México para mí fueron riquísimos.

–¿Qué pasó cuando regresó a Uruguay?

–En el 85, con la democracia, volvimos. A Enrique (Fierro) lo habían nombrado director de la Biblioteca Nacional, pero fue todo muy complicado. Después de once años de dictadura militar, ellos se habían encargado de destruirlo todo. Y al final nos fuimos a la Universidad de Austin en 1989. Después que murió Enrique me quedé resolviendo algunas cuestiones en Estados Unidos. Hace un año que volví a vivir en Montevideo.

–¿Qué pasa con esa novela que está escribiendo? ¿La terminó?

–La novela está durmiendo el sueño de los justos en un cajón porque eso es lo mejor que puede pasarle: que la olvide. Seguramente está pasada de moda. El espíritu crítico siempre está un poco más exacerbado con lo que escribió otro. Yo necesito olvidar la novela para que parezca escrita por otro. En el momento en que murió Enrique, estaba corrigiendo las pruebas de un libro sobre México, un libro obligado para mí. Esa corrección se cortó y siempre me doy la excusa de que quiero escribir una última página, pero han pasado dos años. Yo guardo todo hasta olvidarlo.

Publicado en Página12
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