Cine en lenguas originarias

¿Cómo pensar las películas habladas en lenguas originarias?

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10 películas en lenguas originarias: Mirar la otredad

Por Arantxa Luna

Construir una separación entre comunidades indígenas y lo que se asume como «una sociedad moderna» ha generado tensiones históricas. En México, este alejamiento ha propiciado vacíos en donde el acceso a derechos humanos como la salud, la justicia y la educación, son ejes que trazan un camino tortuoso y violento lleno de problemáticas que parece no tener fin.

Entre todas las problemáticas, las lenguas originarias, su reconocimiento y su preservación, engloban una tensión universal compleja: sin ellas, la memoria, la identidad y toda la herencia cultural de los pueblos corren peligro. Con la llegada de un proyecto de modernización para el país que, en teoría, debía reforzar sus bases identitarias, a partir de 1950 se estableció una relación entre el audiovisual y estas comunidades que vio en la imagen una aliada para preservar el conocimiento, transmitirlo y construir una reivindicación de toda su historia.

En este proceso, el trabajo de cineastas inició como un ejercicio de difusión sobre las dinámicas sociales dentro de los pueblos indígenas, un interés variopinto en donde la constante siempre ha sido el lenguaje: el lenguaje como forma de comunicación, el lenguaje como elemento esencial para construir su propia cosmovisión.

Con el tiempo, el cine apropió distintos tipos de acercamientos a las comunidades indígenas y sus lenguas. En algunos de ellos, la lengua originaria, por ejemplo, es objeto de estudio que se problematiza, principalmente, a través del género documental; en otras, la lengua originaria es parte esencial del relato porque significa una ventana de conocimiento hacía el interior y el exterior de la película y, en ese sentido, la lengua originaria y el lenguaje cinematográfico se fusionan; en el último, la lengua originaria solo sirve para ilustrar que se está ante la diferencia, lo extraño, lo antiguo y así perpetuar estereotipos y la objetivación. En este último acercamiento no basta que algunos diálogos de las películas, por mencionar algo, estén hablados en alguna lengua originaria, sino optar por complejizar esta decisión: ¿qué representa?, ¿qué discusión inaugura?, ¿qué reconoce a través de esa lengua?

Ante estos y otros acercamientos, ¿cómo construir una mirada que no exotice la otredad? Desde los primeros ejercicios de mediados del siglo pasado en donde se respondía a una inquietud etnológica y antropológica que provenía de intelectuales y académicas externos a las comunidades, problematizar la representación pasó a un plano secundario. Las miradas distantes también han sido una forma de prescindir de la diversidad.

En tanto se logre un cine que integre a las lenguas originarias, no como un ornamento más, pero sí como un elemento que sea parte del lenguaje audiovisual y que tengan como fin construir un relato respetuoso y certero, se obtendrá una representación justa que genere diálogos y cuestionamientos sobre cómo miramos y reconocemos nuestra propia cultura.

Sin duda, la ausencia de estas miradas a lo largo de la historia del cine es también una manera de perpetuar el camino tortuoso y violento que ha marcado nuestra historia. Con el reconocimiento de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 2019 fue declarado el Año Internacional de las Lenguas Indígenas, una declaratoria que está formulada para abrir la discusión entorno a la delicada situación de todas las lenguas originarias a las que se les niega sistemáticamente su existencia.

A continuación, se enlistan los títulos de algunas películas producidas en México y en América Latina que, desde distintas maneras, tienen a las lenguas originarias como esencia del relato. Si bien es importante no perder de vista que los directores de estas películas representan, al fin y al cabo, una mirada externa, su aproximación responde a una preocupación por llevar a la discusión cómo el lenguaje tiene injerencia en toda la concepción de nuestro mundo.

Cuando cierro los ojos (2019), de Sergio Blanco Martín y Michelle Ibaven.
La historia de Adela y Marcelino describen el violento proceso de acceder a la justicia en México si eres miembro de una comunidad indígena. Con un estilo cercano al realizado por Tatiana Huezo en Tempestad, Cuando cierro los ojos deja que sus dos protagonistas narren su experiencia como acusados de crímenes que no cometieron, pero con la añadidura de no poder comunicarse porque cada uno, hablantes de mazateco y mixteco, nunca pudieron acceder a un traductor y, por ende, a un proceso de justicia en su lengua.

La doble dificultad que enfrentan los acusados, hablantes de lenguas originarias, evidencian que la ley es ajena a sus ciudadanos, sobre todo si estos ciudadanos son parte de un sector de la población ignorado por las políticas públicas del Estado.

Tío Yim (2018), de Luna Marán
Aunque el interés esencial de Tío Yim va sobre los afectos entre las figuras de la hija y el padre, esta película de Luna Marán también es un ejercicio introductorio a la vida de su padre, Jaime Luna, pensador zapoteco, que sentó las bases sobre la comunalidad como un concepto que teoriza sobre los modos de vida en las comunidades de la sierra en Oaxaca, una amplia exploración conceptual que abarca, entre otras cosas, el habla a través de la música (la trova serrana) para propiciar, por ejemplo, la conservación de los bosques y seguir repensando cómo se habita el mundo.

Pájaros de verano (2018), de Cristina Gallego y Ciro Guerra
Uno de los retos de Pájaros de verano era hacer que elementos tan contrarios como la violencia descarnada y la cosmovisión de un pueblo, se conjuntaran. Para lograrlo, y después de años de trabajo de investigación antropológica, Gallego y Guerra encontraron la manera de narrar de manera distinta sobre uno de los fenómenos más violentos en América Latina: el narcotráfico.

Para lograr ese especificidad, la película se adentra en la vida y las tradiciones del pueblo wayúu, uno de los más antiguos en Colombia que, en la historia oficial, fueron protagonistas del auge de la importación de mariguana al mundo. Es a través del peso que se le da a la mujer (una estructura matriarcal) y al lenguaje que todo este universo se diferencia de otras producciones: el palabrero, una figura trascendental en la comunidad, es el encargado de lidiar con las disputas a través de la palabra. Con toda su complejidad, el wayuunaiki se convierte en la única manera de hacer que dos mundos coexistan. Asimismo, la figura de la mujer, sin ser palabrero, también dicta las coordenadas de cómo se debe liderear a los wayúu.

El maíz en tiempos de guerra (2016), de Alberto Cortés
El maíz es un elemento profundamente arraigado a la cosmovisión de distintas comunidades indígenas. Su existir garantiza desde lo más básico: alimentarse, hasta ser el signo de que la relación entre el hombre y la naturaleza es la adecuada. De esta manera, el documental traza un mapeo formado por cuatro ejes: una familia wixárika (huichola) que vive en el norte de Jalisco, otra más ayuujk (mixe) que vive en Oaxaca, y dos familias tzeltales que habitan la selva de Chiapas.

La presencia de la cámara de Cortés observa la cotidianeidad de estas familias dedicadas al campo y la cultivo del maíz y que ven en esta semilla una extensión de su identidad. Bajo el planteamiento de que cultivar maíz es un acto profundamente político, todos los protagonistas describen su relación con este hecho y cómo, aunque hablen distintas lenguas, comparten el respeto y la preocupación ante la introducción de semillas transgénicas que ponen en entredicho milenios de conocimientos en relación con el campo y la manera más adecuada de cultivar sin dañar la naturaleza. El maíz en tiempos de guerra es un buen ejemplo de cómo la lengua y las actividades ancestrales definen la identidad de un país.

El sueño del Mara’akame (2016), de Federico Cecchetti
La segunda ficción dentro de este conteo, El sueño del Mara’akame sigue los deseos y aspiraciones de Nieri, un joven huichol que, contrario a lo que dictan las tradiciones de su familia y su comunidad (prepararse para ser un Mara’akame, un chamán huichol), quiere dedicarse a la música y tocar con su banda (la importancia de expresarse a través de la música y dando prioridad a su lengua materna).

Cercana como Cochochi al género coming of age, la ópera prima de Cecchetti también observa el choque generacional y las implicaciones del deber ser ante una comunidad que también resiste, el dilema es, quizá, cómo lograr el equilibrio para que los deseos coexistan y se alimentan mutuamente, siempre con respeto y paz. Un poco más ambiciosa que la obra de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, El sueño del Mara’akame se adentra al territorio de los sueños, literal y metafóricamente, en donde elementos como el Venado Azul, son una puerta que coquetea con la ciencia ficción, un territorio poquísimamente explorado en el cine mexicano.

Ixcanul (2015), de Jayro Bustamante
También interesada en los procesos de maduración hacia la adultez, la ópera prima del guatemalteco Jayro Bustamante, se enfoca en la historia de María, una joven indígena que no quiere aceptar el destino que ya trazaron sus papás: su boda con uno de los caciques de la finca cafetalera en donde trabajan.

Con una atención y una paciencia poco vistas en el cine, Ixcanul también observa los elementos de la comunidad que juzga a María. Los rituales, las relaciones sociales y políticas y, sobre todo, el sesgo de género que predomina y quiere someter su vida. La apuesta de la obra de Bustamante es que hay un juego entre las tradiciones, la cosmovisión íntimamente arraigada a la lengua y la naturaleza, y un ejercicio en donde, al mismo tiempo que María avanza hacía su rebeldía y su despertar sexual, los imponentes paisajes que conviven con ella y su familia, hacen un símil con el título, ixcanul, que en maya significa «volcán». La insurrección que explota.

Pocas películas como Ixcanul han volteado a observar y resaltar el papel y la figura de la mujer, no como un elemento divino, sino como alguien de carne y hueso que está sometida a una estructura patriarcal de la que no quiere ser parte.

Mnech dizdea (2016), de Luis Carlos Galván
«No hablar español: esa fue la desgracia de San Bartolo». Con un interés cercano al que se aborda en Cuando cierro los ojos, la obra de Galván también confronta una realidad del país compuesta, esencialmente, por el abandono y la inoperancia del Estado hacia sus comunidades indígenas. En Mnech dizdea el director, a través de un trabajo didáctico y sencillo, sigue la resistencia de un grupo de pobladores, casi todos de la tercera edad, por mantener el dizdea, una variación del zapoteco que solo hablan ellos: los habitantes de San Bartolo Yautepec, Oaxaca.

Con un repaso histórico, acompañado de datos duros contundentes, Mnech dizdea órbita alrededor de todos los discursos institucionales que se estancan en promesas, pero que, en la práctica, parecen ser destinados a reprimir la oralidad de los pueblos. El hecho de que sus protagonistas sean, principalmente, ancianos, también abre el debate sobre cómo es trascendental preservar la memoria y la identidad.

Café (2014), de Hatuey Viveros
Teresa y sus hijos Rosario y Jorge atraviesan una perdida: la muerte de Antonio, el esposo y padre de familia, que dedicó su vida al café en una comunidad de la sierra en Puebla. El acercamiento de Viveros asume una doble complejidad porque no solo representa ser parte de una comunidad, sino adentrarse en un proceso de duelo, una experiencia sumamente intima.

Con ese reto, Café observa y acompaña desde esta intimidad que, en poco tiempo, se transforma en complicidad, una habilidad que es evidente cuando los protagonistas se relacionan, dialogan y reflexionan en su lengua materna: el náhuatl. Con esta naturalidad, toda la atmosfera que se construye en este hogar se percibe honesta, sincera, transparente, y que, desde este dolor, también señala con contundencia la precariedad en que se vive la comunidad. En la historia de Jorge, el hijo que quiere ser el primer abogado de la zona, se enuncia la resistencia. En Café, el dolor atraviesa distintos niveles.

Silvestre Pantaleón (2012), de Roberto Olivares y Jonathan D. Amith
Las historias individuales y en apariencia, intrascendentes, son las que pueden otorgar una mirada más honesta y profunda sobre la colectividad. En ese sentido, la obra de Olivares y Amith retoman la vida de Silvestre Pantaleón, un poblador de San Agustín Oapan, en Guerrero que, con la edad, comienza a reflexionar sobre el sentido de su vida y lo que parecen ser sus últimos días si no logra realizar el famoso «Levantamiento de sombra», una ceremonia de curación muy reconocida en su comunidad.

Con la fragilidad de su edad y una conciencia más sensible sobre lo que sucede en su alrededor, Silvestre Pantaleón, el personaje y la obra, se transforman en un acceso cristalino para conocer las tradiciones y las actividades de esta comunidad nahua. Bajo el objetivo de juntar el dinero para su ceremonia, Silvestre crea artesanías con palma y fibra de maguey, una actividad casi extinta y que dan nota de cómo, hasta en las crisis, hay herencias culturales que siempre estarán presentes y que tejen, tal y como lo hacen sus manos, las historias que se quedaran tras su paso.

Cochochi (2009), de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas
Luis Antonio y Evaristo son dos pequeños hermanos que viven en el valle de Okochochi, una comunidad perteneciente a San Ignacio Arakeko, en Chihuahua. Diferentes entre sí, los hermanos emprenden un viaje para llevar un medicamento a un familiar que vive del otro lado del Valle. En el camino, pierden el caballo más preciado por su abuelo.

A través de este accidente, los directores sitúan a sus protagonistas en la línea del coming of age: un proceso de maduración en donde se observan las relaciones y las dinámicas sociales de su comunidad. Por medio de la figura del caballo, los hermanos comienzan a reconocer el valor y las implicaciones de ser parte de una comunidad (como muchas en el país) que resisten a pesar de las limitaciones. La bondad de Cochochi es que obtiene esto sin perder la dulzura y la compleja mirada de dos niños.

Revista Código

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