¿Qué llevó al expresidente de Perú a quitarse la vida?

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¿Qué llevó al expresidente de Perú a quitarse la vida?

Por Daniel Alarcón para el New Yorker en Español

Doce horas antes de encerrarse en su habitación y suicidarse, Alan García, dos veces presidente de Perú, concedió una entrevista a la estación nacional de radio y televisión RPP, desde la sede de una universidad limeña donde daba clases. Era una noche de martes a mediados de abril, durante Semana Santa, y en la capital peruana hervían rumores sobre el inminente arresto de García. Había sido implicado en un vertiginoso y complejo escándalo transnacional de corrupción que había involucrado a gran parte de la clase política peruana. Ahora, después de meses de silencio, ante a la creciente presión de los fiscales y la prensa, había decidido que era hora de hablar.

Jenny Alvaro, una de las productoras de la entrevista, se reunía con García por primera vez, pero pensaba que sabía qué esperar: el político grandilocuente, teatral y descomunal que había estado presente en el escenario nacional por más de tres décadas. “Siempre lo había visto en pantallas, en mitines, y siempre me habían hablado de que su presencia era imponente,” me dijo Alvaro. En cambio, esa noche García lucía calmado, incluso moderado, con poco de la fanfarronada que en general se asociaba su persona pública. Vestía un traje azul oscuro, una camisa de vestir blanca con el cuello desabotonado, y no llevaba corbata. Su cabello negro, con un mechón gris al frente, estaba peinado hacia atrás y se veía escaso en comparación con la salvaje melena que había tenido en su juventud. Había sido un joven muy atractivo, pero había engordado a medida que envejecía. Era conocido por ser meticuloso con su imagen, por tener opiniones inamovibles sobre los pormenores de sus entrevistas televisadas–qué ángulo de cámara le favorecía, dónde se le debía ubicar en relación con el entrevistador. Pero ahora García era flexible, casi deferente. Alvaro le dijo dónde sentarse y en qué dirección mirar, y cuando, por un momento, pareció dudar de ella, le aseguró, “Le va a sentar mejor. Se verá más joven, señor Presidente.” García se echó a reír.

El entrevistador esa noche, Carlos Villarreal, había conocido al expresidente–y cubierto sus hazañas– durante veinte años. García le dijo que tenía sólo media hora antes de dictar su clase semanal sobre teoría política, y que le gustaba dar ejemplo a sus estudiantes llegando a tiempo. (En un país que es, en términos generales, agnóstico sobre la importancia de la puntualidad, su insistencia en este punto parecía una excentricidad personal.) Cuando la entrevista comenzó, García frunció el ceño y asintió mientras Villarreal aludía a nuevas denuncias que podrían enviarlo a la cárcel. Al final, Villarreal preguntó, “¿Es usted consciente de que esta entrevista a RPP noticias puede ser la última que de?”.

A la luz de los sucesos posteriores, la pregunta parece ominosa. Cinco meses antes, García le había entregado a su secretario personal, Ricardo Pinedo, una carta sellada para dársela a su familia cuando llegara el momento; no le explicó que era una nota de suicidio, pero a menudo le decía a sus amigos que nunca se sometería al humillante espectáculo de un arresto. Ya en 2012, García le había dicho a un entrevistador, “No nací para eso, a mi no me pone la mano encima nadie”. Erasmo Reyna, el abogado de García, me dijo que, después de un interrogatorio en la Fiscalía, el año pasado, García le mostró un arma que llevaba en el cinturón en caso de que las autoridades intentaran arrestarlo. “Comprendí que la cosa era en serio,” me dijo Reyna.

En respuesta a la pregunta de Villarreal, García soltó un “No” pensativo, casi quejumbroso.

Villarreal rápidamente agregó, “en condición de libertad.”

Unos minutos antes, una fuente le había confirmado a Villarreal que la orden para la detención preventiva de García estaba a la espera de la aprobación de un juez. Una vez firmada la orden, aquella larga carrera en la vida pública llegaría a un final vergonzoso, y un hombre que había estado obsesionado con su lugar en la historia entraría a ella como poco más que una nota de pie de página. La prensa lo sabía. Gran parte del país lo había estado esperando. Quizá lo más importante es que el propio García lo sabía.

Para Villarreal, García ofreció una defensa sobria contra las últimas acusaciones: no habían pruebas. Eran todas insinuaciones e hipótesis. Pero al hablar parecía que no le interesaba. “Yo soy cristiano”, García dijo, en un momento dado. “Creo en la vida después de la muerte. Creo en la historia. Y si me permite, creo en tener un pequeño sitio en la historia del Perú.”

Poco antes de las seis y media de la mañana siguiente, la policía llamó a la puerta de la casa de García en el distrito de Miraflores, en Lima. Unos cuantos periodistas esperaban afuera cuando los funcionarios de la casa dejaron pasar a los oficiales. García se encontró con la policía, junto con un representante de la oficina del fiscal, en el rellano entre el primer y segundo piso y, después de una breve conversación, volvió a subir las escaleras. El video publicado más tarde por las autoridades muestra a García sacando un arma de su bolsillo mientras se da la vuelta. Se encerró en su habitación, llamó a su pareja, Roxanne Cheesman, quien estaba en Miami y es la madre de su hijo menor, y le dijo que la amaba, en una videollamada que duró menos de un minuto. Entonces se llevó el arma a la cabeza y apretó el gatillo. Le faltaba poco más de un mes para cumplir setenta años.

Para entender a García, es necesario comprender a la Alianza Popular Revolucionaria Americana, o apra, el partido político que lideró durante décadas y, de alguna manera, encarnó. En un país donde la mayor parte de los partidos se han debilitado hasta el punto de la irrelevancia y que las alianzas políticas a menudo son poco más que matrimonios de conveniencia organizados para una elección específica, el apra, fundado hace noventa y cinco años, es diferente, tanto como institución cultural como partido político. Por generaciones, ser aprista ha sido una identidad heredada; los militantes se afilian al partido porque sus padres y madres fueron miembros, y sus abuelos antes que ellos. Cuando le pedí a Erasmo Reyna definir al apra, al principio no hizo ninguna mención a la ideología o políticas. “El aprismo es sentimiento,” me dijo. “Es hermandad entre nosotros. El aprismo es sentirse parte de una gran familia.” Le señalé que sonaba como si estuviera hablando de la barra de un equipo de fútbol. Él negó con la cabeza. “No somos un club. No somos una hinchada. Somos más que eso.”

Alan García nació en el apra. Su madre era maestra; su padre, contador. Ambos eran miembros comprometidos del Partido. Después de que el apra fue declarado ilegal, el padre de García pasó años viviendo en la clandestinidad, al igual que el legendario fundador del apra, Víctor Raúl Haya de la Torre. El padre de García estaba recluido en El Sexto, una infame prisión en Lima (que luego fue demolida), cuando su hijo nació, en 1949.

García se unió al partido en la adolescencia, y a menudo estaba en la primera fila de las clases de historia y política de Haya de la Torre en la Casa del Pueblo, la cavernosa sede del apra, en el centro de Lima. Aún entonces, se destacó por su pedigrí de partido, su intelecto, y su tamaño. (De adulto, medía más de un metro noventa, casi treinta centímetros más alto que el peruano promedio, “ya con eso tenía una publicidad gratis,” me dijo su diminuto secretario Ricardo Pinedo.) A principios de los setenta, García estaba en un pequeño grupo de hombres jóvenes a quienes Haya de la Torre seleccionó para estudiar con él personalmente. Los estudiantes se reunían las tardes de domingo en casa de Haya, en las afueras de Lima, para hablar de política, revolución, historia, y para cantar. García fue un orador precoz, en el molde de su mentor, cantaba bien, un talento que luego empleó con gran éxito para ganarse un poco de dinero extra mientras estudiaba en París, e, incluso más tarde, cuando hizo campaña al lado de famosos músicos peruanos, cantando clásicos criollos a todo pulmón con su melódica voz de barítono. Era un estudiante carismático pero indisciplinado, muy conocido en la Universidad Católica por sus discursos elocuentes y por el abrigo de cuero naranja que llevaba. Mirko Lauer, analista político y editor, se hizo amigo de García cuando ambos eran estudiantes. Lo describe como alguien aparentemente lleno de confianza pero, en realidad, ofuscado por la incertidumbre y obsesionado con el estatus. “El lugar donde podría haber estado un vacío en realidad había una gran ambición,” me dijo Lauer. “García nunca parecía estar ahí. ¿Qué es lo que pasa con la gente que no está? Suelen ser estupendos candidatos porque todo el mundo puede proyectar en ellos más o menos lo que quieren.”

García pasó cinco años estudiando derecho y sociología en Europa. Volvió al Perú en 1977, momento en el cual su ascenso dentro del partido fue aparentemente imparable. Fue elegido como representante de la Asamblea Constituyente de 1978, a los veintinueve años, y ganó un escaño en el Congreso dos años después. A los treinta y tres años, era el secretario general del partido y, entre los muchos que querían ser el elegido de Haya de la Torre, García logró ser el candidato presidencial del partido en 1985. Su elección aquel año fue histórica, la culminación del sueño que el apra acarició por décadas–fue el primer (y, hasta la fecha, único) presidente del apra–y la primera transición pacífica de un líder elegido democráticamente a otro en casi cuatro décadas. García tenía treinta y seis años, la mitad de la edad del presidente saliente del Perú, y era el jefe de estado más joven de América del Sur en ese momento.

La historia que más se cuenta sobre García es que él estaba predestinado, el más talentoso discípulo de Haya de la Torre. El Elegido. Y ciertamente había algo mesiánico en el Alan García de 1985; era un instigador, un visible antiimperialista, un héroe popular de la izquierda. Lleno de promesas y brío, se sentía como en casa frente a la multitud, a las que podía llevar a un tipo de éxtasis con su discurso descaradamente grandilocuente. “Más dramática y difícil no podría ser la tarea,” García declaró en su discurso inaugural, “pero a la vez más hermoso y trascendental no podría ser el reto.” Su primer discurso como presidente estuvo lleno del tipo de gestos populistas que se convertirían en su especialidad: propuso recortar su propio salario y reducir el pago de la deuda externa de Perú al diez por ciento de sus exportaciones. Prometió duplicar el castigo a los funcionarios públicos que violasen la ley, y prometió lealtad a sus compatriotas peruanos: “El futuro será nuestro. Ese es mi compromiso y aquí está el testimonio de mi vida y mi promesa ante la muerte.”

Un mes después de comenzar su mandato, el índice de aprobación de García superaba el noventa y cinco por ciento, y durante un par de años sus políticas parecieron funcionar: congeló los ahorros en moneda extranjera, fijó los precios e incluso tuvo cierto éxito en el control de la inflación. La economía se expandió en casi un diez por ciento anual, una tasa de crecimiento sorprendente para cualquier país. Al mismo tiempo, sin embargo, Perú comenzó a tener grandes déficits, un problema que García abordó imprimiendo más dinero. Para 1987, las reservas internacionales de Perú casi habían desaparecido, y García, sin el apoyo total de su gabinete, anunció un plan para nacionalizar los bancos. El proyecto fue finalmente derrotado por la protesta pública, incluyendo manifestaciones encabezadas por Mario Vargas Llosa, el novelista y futuro ganador del Premio Nobel.

La hiperinflación es lo que la mayoría de los peruanos recuerdan cuando piensan en finales de los años ochenta. Los precios podían cambiar varias veces al día, y se requerían bolsas llenas de dinero en efectivo para comprar artículos básicos para el hogar. Nuevas denominaciones de billetes se imprimieron con una serie interminable de ceros, y los ahorros de la clase media se volvieron de repente inútiles. Durante los tres últimos años del primer mandato de García, el pib de la nación cayó una cuarta parte, una de las recesiones más dramáticas en la historia del Perú. Para 1990, alrededor del sesenta por ciento de los peruanos vivía en la pobreza.

Si hay un factor atenuante a toda esta incompetencia presidencial es que García estaba luchando en esa época con el grupo terrorista más sanguinario de Sudamérica, Sendero Luminoso, y contra otra insurgencia menos violenta pero también desestabilizadora, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, o M.R.T.A., dirigido por un exaprista y antiguo amigo de García, Víctor Polay. Como si esto fuera poco, el grupo paramilitar Rodrigo Franco, que llevaba el nombre de un mártir del apra asesinado por Sendero Luminoso, fue responsable, hacia el final del mandato de García, del asesinato de varios sospechosos de pertenecer a grupos armados. Una violencia política como esta hubiera puesto a prueba a cualquier jefe de estado, pero la respuesta de García fue particularmente catastrófica. Presidió una campaña contra Sendero Luminoso que costó miles de vidas. Sus fuerzas armadas respondieron a los motines carcelarios de Sendero Luminoso matando a cientos de guerrilleros, incluso mientras se rendían. Esto hizo poco para contener la amenaza terrorista, y los extremistas aprovecharon el caos económico. Hacia 1989, Sendero Luminoso había destruido más de mil torres eléctricas, y Lima se había acostumbrado a los apagones. Las bombas en la capital también eran frecuentes, y en el interior la situación era aún peor: según algunos cálculos, más de medio millón de peruanos en las zonas rurales fue desplazado por la violencia política. Entre los analistas políticos, los historiadores, y los peruanos comunes, existe el consenso de que la primera presidencia de García fue la peor de la historia peruana contemporánea. Su popularidad se desplomó al seis por ciento, y, cuando visitó el Congreso para su discurso de despedida, en 1990, los miembros de la oposición golpearon sus escritorios y corearon “¡Ladrón!” tan alto que, durante varios minutos, él no pudo hablar.

Cuando García dejó el Palacio Presidencial, su reputación como la joven y brillante promesa de la izquierda latinoamericana estaba destruida. Fue acusado de corrupción y enriquecimiento ilícito a través de contratos turbios, incluido uno para una línea de tren eléctrico que permanecería inacabada durante más de dos décadas. El nuevo Congreso inició investigaciones sobre los cargos, que fueron abruptamente suspendidas en abril de 1992, cuando el presidente Alberto Fujimori disolvió el Congreso y llenó las calles de Lima con tanques. Los soldados fueron a la casa de García para arrestarlo, pero él disparó al aire y huyó, saltando de su balcón a una casa vecina, donde se escondió en un tanque de agua vacío. Finalmente, García entró de forma clandestina a la embajada de Colombia, en Lima, y, desde ahí, al exilio.

Después de una temporada en Bogotá, García se estableció en París, donde compró un apartamento en el Distrito XVI. Mirko Lauer, quien visitó a García en aquellos años, me dijo que era un clásico apartamento parisino de techos altos, pero “una mansión no era, de ninguna manera.” Mansión o no, el hecho de que García, quien alguna vez juró ante las autoridades tributarias que sus únicos bienes eran su casa en Lima y el reloj en su muñeca, pudo comprar un apartamento de cualquier tamaño en París fue motivo de sospecha.

Ricardo Pinedo estaba trabajando para un congresista de apra en 1995, cuando recibió un correo electrónico de alguien que decía ser Alan García. “Era un fantasma en esa época,” me dijo Pinedo, y por eso contestó, advirtiéndole al remitente que no hiciera bromas a una cuenta de correo electrónico oficial del Congreso. Minutos después, su teléfono sonó: era García, que llamaba desde París. “No pude hablar dos minutos. Se me hizo un nudo en la garganta,” me dijo Pinedo. El expresidente estaba en sus horas más bajas, deshonrado y marginado. Aún así, para Pinedo, García seguía siendo un héroe, el hombre que había llevado al apra al poder. A través de llamadas nocturnas desde París, cultivaron una amistad y, juntos, idearon un plan: Pinedo compró un altavoz y una grabadora, y el expresidente, que alguna vez se había dirigido a decenas de miles de personas, declamaba para una audiencia de uno, abordando, en sus típicos tonos eruditos, aspectos de política nacional o internacional. Pinedo ofreció a pequeñas estaciones locales de radio en las provincias peruanas esas grabaciones exclusivas, de forma gratuita, con la condición de que las emitieran sin editar. “¡Claro que se reían! ¿Alan García? ¡Lo pensaban muerto!” me dijo Pinedo. Pero, eventualmente, el proyecto comenzó a despegar y, en su pico, veintidós estaciones de radio estaban transmitiendo las grabaciones de Alan García.

Fue la prehistoria de una de las resurrecciones políticas más inesperadas de Latinoamérica. Para 1999, García, desde París, obtuvo el control del apra, y comenzaron a aparecer grafitis alrededor de Lima anunciando su inminente retorno: “Alan vuelve” (Yo vi más de unos pocos de esos anuncios transformados en una referencia a los millones que se creía que había robado: “Alan devuelve.”)

En el 2000, cuando el régimen de Fujimori se derrumbó en medio de su propio épico escándalo de corrupción, con políticos de todos los partidos grabados en videos aceptando sobornos, García–quien había estado en el exilio durante la mayor parte de los años de Fujimori–fue uno de los pocos que salieron indemnes. El año siguiente, sin pronunciarse sobre los méritos de ninguna de las investigaciones, la Corte Suprema reconoció que las investigaciones contra García habían prescrito. El escenario estaba listo para su regreso. Y aunque no logró recuperar la presidencia en 2001, llegó bastante más lejos de lo esperado, aupado en parte—destacan muchos críticos—por los nuevos votantes que eran demasiado jóvenes para recordar su primera presidencia. No había perdido nada de su carisma. “No escuches a Alan García” era el consejo que se escuchaba a menudo en esos días. “Te puede convencer.”

En el 2006, sí ganó. Pasó raspando a la segunda vuelta y prevaleció pintando exitosamente a su oponente, Ollanta Humala, como a un títere del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. En un país lleno de cicatrices por el terrorismo de izquierda, Chávez y su revolución socialista fueron el anatema de muchos. Para García, la narrativa de esa victoria fue una de transformación personal y política: de un joven presidente impetuoso que había fracasado terriblemente a un jefe de estado disciplinado y maduro que había aprendido de sus errores; de un populista, un político de tendencia izquierdista que hablaba el lenguaje del antiimperialismo a un neoliberal de derecha que decía que los indígenas peruanos “no son ciudadanos de primera clase” y los regañaba por obstaculizar la vía del progreso económico. Arrastró a su partido hacia la derecha, preocupándose por cada marca ascendente en la tasa de inflación, si importar cuán insignificante. “Estaba traumado,” me dijo Mercedes Aráoz, quien trabajó en el segundo gabinete de García. “No quería ser conocido como el presidente de la hiperinflación.”

Los apristas y otros aliados a menudo dicen que la segunda presidencia de García fue un gran éxito, y algunos incluso la llaman la mejor presidencia en la historia peruana. Pinedo me recitó los logros de García: se firmaron trece tratados de libre comercio, incluidos pactos con Corea, Japón, y China; un promedio de crecimiento anual de casi siete por ciento en el pib; treinta hospitales construidos; millones de peruanos con acceso a agua potable por primera vez; y la tasa de pobreza reducida casi a la mitad. Pero gran parte de ese crecimiento del pib–casi la mitad, según algunos cálculos—puede atribuirse al alza global de los precios de los metales, y aunque el apra tenía más de un tercio de los escaños del Congreso, García no hizo reformas estructurales importantes. Algunos analistas argumentan que su predecesor, Alejandro Toledo—el primer presidente indígena de Perú—logró hacer más a pesar de tener un índice de aprobación alrededor del diez por ciento. Para sus críticos, García—siempre muy consciente de las fallas de su primer periodo—fue tímido cuando debería haber sido osado, se contentó simplemente con supervisar un periodo de relativa prosperidad y estabilidad fiscal.

Si bien los resultados económicos del segundo mandato de García fueron mejores que los del primero, sus administraciones tuvieron un rasgo en común: múltiples denuncias de corrupción bien documentadas y creíbles. Hay, para ser francos, demasiados escándalos para nombrarlos todos, pero del segundo mandato de García quizás el más dañino en términos políticos se conoció como narcoindultos, un esquema que involucraba la venta de indultos presidenciales. Una comisión de investigación formada por su sucesor, Ollanta Humala, encontró que García había conmutado o reducido las sentencias de más de tres mil narcotraficantes condenados y había acortado un tercio de todas las sentencias de prisión en el país.

Según Sergio Tejada, un excongresista que dirigió la comisión, el escándalo reveló algo esencial sobre el carácter de García: una fijación con las expresiones de poder absoluto y, en particular, con el ejercicio de la misericordia. “Alan era su propia ley y él sentía que hablaba con Dios,” me dijo Tejada. La influencia de García sobre el poder judicial fue inmensa, incluso después de dejar el cargo. Jueces cercanos al apra complicaron los trámites, dijo Tejada. Las investigaciones se cerraron arbitrariamente, a veces incluso antes de que su comisión hubiera presentado su informe sobre el asunto. Un testigo potencial dio su testimonio en privado, y luego fue a la prensa, alegando que Tejada le había pagado para incriminar a García. Tejada fue llevado ante el Congreso para responder a estos cargos, mientras que el testigo huyó a Brasil y nunca más se supo de él. “Ha sido uno de los momentos en los que yo más me he dado cuenta de lo mafiosos que pueden ser,” dijo Tejada de García y sus asociados. Al final, un aprista, que había encabezado el comité de indultos, fue condenado por el caso narcoindultos, pero se negó a decir si era parte de una conspiración más grande. Él todavía está en la cárcel. “Sí era sorprendente,” me dijo Tejada, casi desconcertado, cómo los seguidores de García “eran capaces de inmolarse por él.”

El mismo Tejada pagó un precio por su trabajo en la comisión. Sometido a una campaña de difamación y amenazas, fue acusado de ser terrorista y miembro de Sendero Luminoso, e incluso fue atacado por militantes apristas, pero no se arrepiente. “Nunca le tuve miedo,” dijo, de García. “Toda la vida de Alan fue estar al borde de la ley y evadir la justicia. El día que él sintió que ya no la podía evadir más, se mató.”

García aún estaba vivo cuando llegó al hospital y fue sometido a una cirugía de emergencia. En cuestión de minutos, las fotografías de su cuerpo en la mesa de operaciones se compartieron ampliamente en las redes sociales. Sin embargo, muchas personas parecían poco dispuestas o incapaces de creer lo que había sucedido. Un primo mío me envió una foto que andaba circulando de una mujer alta y corpulenta en el aeropuerto, con un vago parecido con García, suficiente para alimentar la macabra especulación de que su suicidio fue un engaño. Por supuesto que se había salido con la suya. ¿No lo había hecho siempre? Su familia y amigos se reunieron en el hospital, y cuando se confirmó oficialmente su muerte, justo después de las diez de la mañana, comenzó el debate sobre su significado.

Sin duda, el suicidio de García fue un golpe para el apra, aunque sus aliados rápidamente lo clasificaron como el sacrificio digno de un hombre inocente que se negó a ser atormentado por sus perseguidores. Para los enemigos de García, que habían estado esperando ansiosamente su caída, simplemente había eludido la justicia una vez más. Rosa María Palacios, una ex abogada y periodista política que había cubierto a García desde su regreso a Perú, en 2001—y se vio obligada a salir del aire por sus reportajes—interpretó su suicidio como la decisión de un hombre culpable que se dio cuenta de que estaba arrinconado. “Sabía que se iba a la cárcel por un largo tiempo. . . . No como un mártir aprista, sino como un vulgar ladrón,” me dijo.

El caso al que se refería giraba en torno a Odebrecht, un gigante brasileño de la construcción cuyo nombre se ha convertido en la abreviatura de un escándalo regional de sobornos sin precedentes. Desde México hasta Colombia y Argentina, algunos de los actores más poderosos de la política latinoamericana han sido implicados y, con excepción de Brasil, donde se originó el escándalo, ningún país ha sido tan golpeado como Perú. Los documentos presentados en 2016 como parte de un acuerdo de culpabilidad del Departamento de Justicia de Estados Unidos con Odebrecht, demostraron que la compañía había pagado setecientos ochenta y ocho millones de dólares en sobornos en toda América Latina, incluidos millones en Perú.

García no fue el único político peruano bajo sospecha: se emitió una orden de arresto internacional para el expresidente Alejandro Toledo, quien está acusado de exigir más de veinte millones de dólares en sobornos para la construcción de la Carretera Interoceánica, que conecta Perú con Brasil. Toledo está viviendo en California—fue arrestado por embriaguez en la vía pública en el condado de San Mateo, en marzo—y se ha negado a regresar a Lima para enfrentar cargos. Ollanta Humala, presidente de Perú de 2011 a 2016, y su esposa, Nadine Heredia, pasaron nueve meses en prisión preventiva. (La legislación de Perú sobre la detención preventiva, que fue escrita con las bandas de narcotraficantes y el crimen organizado en mente, permiten a un juez autorizar encarcelamientos de hasta tres años si se considera que hay riesgo de fuga de un sospechoso o que puede interferir en una investigación.) Pedro Pablo Kuczynski ocupó menos de veinte meses el puesto de presidente antes de ser obligado a renunciar, el año pasado; la mañana en que murió García, los fiscales estaban discutiendo ante un juez que Kuczynski, ahora de ochenta años, también debería ser puesto en detención preventiva. (Al final, fue puesto bajo arresto domiciliario.) En octubre pasado, un juez ordenó la detención preventiva por treinta y seis meses de Keiko Fujimori, la hija de Alberto Fujimori y excongresista, quien es también una candidata perenne a la presidencia. (Todos los acusados ​​han negado cualquier delito.) Y, además de Toledo, otros ocho políticos implicados en el escándalo están escondidos o han huido del país.

Cuando le señalé a Palacios que una posible respuesta a todo este trastorno era sentir orgullo, después de todo, ¿no estaba en curso una lucha histórica contra la corrupción? ¿No estaban los fiscales ejerciendo presión contra todo el espectro político?—ella negó con la cabeza. “Toda la gente que viene de afuera nos dice eso,” me dijo. “Pero acá lo que hay es un gran sentimiento de vergüenza. ¿Cómo es posible que votemos por esta gente que nos roba?”

A pesar de que había estado bajo un intenso escrutinio, García murió antes de que se presentaran cargos formales contra él. En el involuntariamente poético lenguaje del sistema legal peruano, después de su muerte, todas las investigaciones pendientes se “extinguieron.” El actual presidente, Martín Vizcarra, ofreció un funeral de estado, pero la familia de García lo rechazó. En cambio, el cuerpo de García fue llevado a la Casa del Pueblo, donde una gran multitud de simpatizantes, militantes y dolientes coreó “Vizcarra Asesino,”acusando a Vizcarra de haber orquestado la crisis legal que había condenado a García. Otros culparon a los fiscales a cargo de las investigaciones, o a Gustavo Gorriti, el director de IDL-Reporteros, un equipo de periodismo de investigación que ha pasado años cubriendo a Odebrecht y que ha publicado una historia tras otra sobre la presunta participación de García. Los hashtags como #GorritiCapoDeLaMafia aparecieron en todas las redes sociales.

Si existían dudas sobre la intención política incluida en el dramático acto final de García, la carta que dejó para sus hijos los disipó. El viernes 19 de abril, ante miles de dolientes, Luciana, su hija de treinta y tres años, leyó las palabras de su padre en voz alta. “He visto a otros desfilar esposados, guardando su miserable existencia. Pero Alan García no tiene porqué sufrir esas injusticias y circos,” leyó, con voz temblorosa. “Por eso, le dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones. A mis compañeros, una señal de orgullo. Y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios.” El mismo día, Federico Danton, de catorce años e hijo menor de García, se sumó oficialmente al apra y firmó el papeleo sobre el ataúd de su padre. “No hay que darle el gusto a nadie, a ningún enemigo que esté en las redes o que esté en las calles,” dijo el día anterior. “Hay que hacer que este partido vuelva al Gobierno, de cualquier manera.”

La tensión y el drama del momento parecieron haber tomado por sorpresa a muchos de los oponentes de García. Humala, quien está esperando el resultado de una investigación sobre sus vínculos con Odebrecht, trató de visitar la Casa del Pueblo para presentar sus respetos, solo para ser rechazado por Federico Danton, quien se negó a dejarlo entrar. Muchos de los más conocidos críticos de García permanecieron en silencio durante el fin de semana de Pascua, o intentaron, como Vizcarra, encontrar un equilibrio difícil entre expresar sus condolencias y defender la legitimidad de una investigación a la que muchos partidarios apristas culparon por la muerte de su héroe. En una entrevista el domingo de Pascua, Vizcarra le pidió al poder judicial que reconsiderara el uso de la detención preventiva. “Se está aplicando una medida excepcional casi en la totalidad de los casos,” dijo a un entrevistador, pidiendo más “equilibrio.”

La justificación de la orden de detención de García fue que se aproximaba el testimonio de Jorge Barata, el ejecutivo de Odebrecht en Perú, quien durante años había vivido y trabajado con la élite peruana, sobornándolos cuando era necesario. Estaba programado que Barata pasara varios días en una Procuraduría de Curitiba, Brasil, a partir del martes 23 de abril. Él y García habían sido amigos, y los medios de comunicación brasileños informaron que Barata estaba perturbado por el suicidio. ¿Cómo eso podría afectar su testimonio? Nadie lo sabía realmente.

El domingo antes de la muerte de García, Gorriti y su colega Romina Mella publicaron un artículo que detallaba cómo Luis Nava, secretario presidencial durante el segundo mandato de García, había recibido más de un millón de dólares de Odebrecht a través de una cuenta en Andorra. La revelación planteó varias preguntas nuevas e incómodas, comenzando por el por qué, exactamente, el secretario presidencial, que no tenía poder para dar luz verde a ningún proyecto de infraestructura, recibiría dinero de una empresa constructora. Los fiscales habían congelado las cuentas de Nava, y su hijo, que también estaba implicado, había huido a Miami. (Desde entonces, su hijo ha regresado a Perú y está colaborando con la investigación.) Los fiscales del equipo que investigaba los tratos de Odebrecht en Perú habían viajado a Brasil y estaban seguros de presionar a Barata para revelar a quién estaba destinado el dinero en el extranjero.

Gorriti no hizo ninguna declaración pública sobre la muerte de García hasta el martes siguiente, cuando publicó un editorial en el sitio web de IDL-R, defendiendo los informes de su personal y denunciando los llamados a la violencia contra periodistas cada vez más estridentes que venían de algunos simpatizantes del apra. Se anunció en las redes sociales un mitin frente a las oficinas de IDL-R, para “protestar en contra de los que dirigieron las acusaciones y persecución.”

El antiguo casco colonial de Lima alberga el Palacio Presidencial, la Plaza de Armas, el Palacio de Justicia y el Congreso, todos edificios majestuosos con historia e influencia, pero estos son sólo los símbolos del poder, no el poder en sí mismo. Las personas que hacen que estos lugares funcionen viven en otros lugares, concentrados cuidadosamente en unos pocos distritos costeros, relativamente tranquilos en esta ciudad peligrosa y extensa de casi diez millones.El rencor y la polarización de la política en el Perú pueden parecer, desde esta perspectiva, insulares, pequeños, una pelea de barrio, sin importar cuáles sean los impactos reales. La oficina de IDL-R, en el distrito de San Isidro, está a poca distancia a pie de las casas de antiguos y actuales ministros, jueces, miembros del Congreso, políticos y muchos periodistas y a pocas cuadras de la clínica donde el expresidente Kuczynski pasó sus primeros días de arresto domiciliario mientras recibía tratamiento por una afección cardíaca.

 

Llegué a las oficinas de IDL-R unas horas antes de la protesta programada, para encontrar a unos quince policías con equipos antidisturbios que al parecer protegían la casa de al lado. Hacía calor, explicó uno de los oficiales, y no había sombra frente a las oficinas de IDL-R. Ninguno de los periodistas adentro parecía especialmente preocupado. Antes habían sido objeto de protestas, y Gorriti ha pasado cosas peores: amenazas de muerte, un secuestro, el exilio. En una carrera larga y notable, ha escrito el libro sobre Sendero Luminoso, denunciado a traficantes de drogas y el lavado de dinero en Panamá, y mucho más.

En su oficina, con el aire acondicionado a toda máquina, Gorriti esperó los informes de Mella sobre el testimonio de Barata en Brasil. A los setenta y uno, Gorriti tiene el aspecto de un aventurero canoso, aún muy en forma, con cabello y barba blanquecinos. Seis veces campeón de judo de Perú, es conocido por un cierto estilo de reportaje pugilístico. Cuando le pregunté por las amenazas, me dijo que su táctica siempre había sido ir directamente hacia ellas. Muchos periodistas de todo el mundo estaban en peligro, dijo, operando “con valentía inmensa, pero pasiva. Me enferma pensar que enfrentan sus últimos momentos indefensos.” En IDL-R, todos los periodistas toman cursos de defensa personal como parte de su entrenamiento.

Gorriti había escuchado la noticia del suicidio de García poco después de las siete de la mañana del miércoles. Su primera reacción fue de sorpresa ante el camino que eligió García. Si la situación de García hubiera sido un juego de ajedrez, dijo Gorriti, todavía habría estado a tres o cuatro movimientos del jaque mate. La detención ordenada por el juez era solo preliminar, y podría haber sido tan breve como diez días, ¿y luego? Incluso si la investigación hubiera progresado, García podría haberse defendido. Gorriti también admitió sentir algo parecido a la tristeza. “Si hubiéramos tenido la conversación que a veces tienen enemigos después de la batalla, yo le hubiera dicho: escribe,” dijo. “Pero escribe con sinceridad de alma y vas a ver que te va a salir una gran obra.” Hizo una pausa. “Digamos no era una persona que yo hubiera tenido como amigo.”

El segundo pensamiento de Gorriti fue sobre lo que la muerte de García y la forma de esa muerte, podrían hacer a la investigación. Estaba seguro de que se usaría para desacreditar lo que veía como una lucha épica contra la corrupción. La retórica en contra de la prensa y la ira dirigida a los fiscales y a otros críticos de García señalaban los peligros por delante. Incluso entre los que apoyaron la investigación, había una sensación de que el suicidio de García hizo difícil, o inapropiado, discutir sus méritos.

A medida que se acercaba la hora de la protesta, Gorriti y algunos miembros del personal de IDL-R se dirigieron a la puerta, para colocarse detrás de las cancelas de hierro y mirar a la calle. La policía permanecía tranquila en la sombra de al lado, esperando. Al final, los manifestantes no llegaron.

En 2016, García se postuló para la presidencia por última vez, con la esperanza de cumplir un tercer mandato sin precedentes y presidir las celebraciones del bicentenario del país, en 2021. Esta vez, sin embargo, sus instintos políticos le fallaron. Su punto más bajo llegó durante un debate, cuando otro candidato, un antiguo antagonista llamado Fernando Olivera, revisó una lista de los presuntos delitos de García. “Usted encarna la impunidad,” dijo Olivera, con voz enfurecida. “Usted ha pervertido los valores del Perú.” García, en respuesta, ensayó sólo una sonrisa incómoda. Recibió menos del seis por ciento de los votos, y el apra obtuvo sólo cinco escaños en el Congreso. Después, García anunció su retiro de la política y se mudó a Madrid con Roxanne Cheesman y su hijo.

En su ausencia, las investigaciones sobre Odebrecht en Perú se aceleraron, y una reorganización en el poder judicial colocó a cargo a dos nuevos fiscales, ambos en sus cuarentas: Rafael Vela, quien fue nombrado coordinador de la investigación, y José Domingo Pérez, quien se convirtió tal vez en su cara más visible. En poco tiempo, el expresidente Toledo fue acusado y el ex presidente Humala fue encarcelado, pero fue la detención de Keiko Fujimori, en octubre pasado, lo que realmente impactó a la clase política. Que alguien tan poderoso pudiera ser arrestado demostró cuán dramáticamente había cambiado el panorama legal.

En noviembre, García regresó a Lima para asistir a una declaración programada por los fiscales para abordar nuevas revelaciones que lo vinculaban con el dinero de Odebrecht, que él negó rotundamente. Cuando la declaración en la Fiscalía fue cancelada abruptamente, García comenzó a sospechar que había sido una artimaña para que regresara al país. Pinedo me dijo que fuentes dentro del poder judicial le habían advertido que se estaba preparando una orden para prohibir que García saliera de Perú. Esa tarde, García dio una entrevista a reporteros en la puerta de su casa y, después de responder varias preguntas, pareció perder la paciencia. “Demuéstrenlo pues, imbéciles. ¡Demuéstrenlo! ¡Encuentren algo!” espetó.

Dos días después, cuando un juez aprobó la orden, García declaró, “No es ningún castigo o deshonor estar dieciocho meses en el Perú.” Sin embargo, en pocas horas había buscado asilo en la embajada de Uruguay en Lima, afirmando que las investigaciones sobre sus tratos con Odebrecht equivalían a una persecución política. Uruguay finalmente rechazó su solicitud y García entregó su pasaporte a los investigadores.

El principal antagonista de García, los apristas podrían decir “tormento,” a lo largo de este proceso legal fue Pérez, el joven fiscal, que se ha convertido en un héroe popular para muchos peruanos. Con pelo negro corto, cara cuadrada, y gafas de montura negra, Pérez es quizás el símbolo sexual más improbable de América Latina, una especie de estrella de rock nerd para una generación de jóvenes peruanos. Se han escrito canciones de amor sobre él; los memes lo representan como un superhéroe. Cuando habla en universidades locales, los estudiantes corean su nombre, como lo harían con una estrella de fútbol.

En vísperas de Año Nuevo, el fiscal general, Pedro Chávarry, viejo aliado de Keiko Fujimori y su partido, destituyó abruptamente a Pérez y Vela de sus cargos en las investigaciones de Odebrecht. Vela y Pérez se negaron a aceptar su despido, y Pérez corrió al centro de la ciudad para sellar sus oficinas, a fin de proteger la integridad de la investigación. A medida que se difundió la noticia del despido de los fiscales, cientos de manifestantes se reunieron en la calle estrecha frente a la oficina del fiscal general, llevando una bandera peruana y letreros hechos a mano. “Obviamente nos hemos jugado la carrera,” me dijo Pérez. “Si es que finalmente no había ese respaldo popular, probablemente estábamos en este momento fuera de la institución, procesados por desobediencia.” Los manifestantes inauguraron el año nuevo dándole una serenata a Pérez con el himno nacional peruano. El presidente Vizcarra los apoyó, y en pocos días Vela y Pérez regresaron a sus puestos, y Chávarry había renunciado a su cargo. “Me parece que no se dio cuenta de que el Perú ha cambiado. Que el Perú rechaza la corrupción,” me dijo enfáticamente Pérez. “El Perú ya no la tolera.”

Una semana después de la muerte de García, el foco de la política peruana se dirigió a miles de kilómetros de distancia, a Curitiba, en Brasil, donde Barata estaba testificando en cooperación con un acuerdo más amplio, que incluía que Odebrecht pagase casi doscientos millones de dólares al gobierno peruano.

El primer día de testimonio se evitó el tema de García, quien, por supuesto, ya no podía ser juzgado por nada, aunque Barata confirmó haber pagado doscientos mil dólares para apoyar su campaña presidencial de 2006. Esa suma era parte de una larga tradición de comprar favores con los políticos; en el transcurso de una década, Odebrecht había canalizado millones de dólares a las principales campañas políticas de Perú. Barata también reconoció haber realizado un pago de catorce millones de dólares a figuras de alto rango en la segunda administración de García, que tenía la intención de conseguirle a Odebrecht el contrato para construir dos líneas del servicio de tren eléctrico de Lima. Quizás el momento más inesperado del proceso se produjo durante una breve pausa, cuando Erasmo Reyna, el abogado personal de García, se acercó a Barata. Hablaron por un momento y, al día siguiente, se filtró una grabación de la conversación a un canal de noticias peruano:

reyna: El doctor García le tenía mucho respeto.

barata: Y yo a él, respeto y admiración.

reyna: Es una pena lo que ha pasado con él. Usted sabe que él nunca le pidió algún favor.

barata: Yo sé.

reyna: Nunca le pidió algún favor, él es una víctima de todo esto.

barata: Yo sé.

reyna: Soy amigo de él, soy su hermano, soy su abogado. Una pena, señor. Espero que hable usted con la verdad.

barata: Ese es mi compromiso. Mi compromiso es con la verdad. Y él sabe de eso. Él nunca me pidió nada. Y eso es lo que voy a decir.

reyna:  Listo señor, le agradezco. Estoy aguantando mi dolor en el proceso. Se mató. Llegado a su casa, me he encontrado con un charco de sangre. Lo he visto en los últimos minutos de su vida. Era como un hermano mayor para mí.

barata: Yo no entiendo porqué, sabiendo lo que hizo, llegó a este punto.

reyna: No quería que lo vieran como querían verlo, esposado.

barata:  Él más que nadie sabía de eso.

reyna: Él nunca le pidió un favor.

barata : Nunca me pidió, nunca me pidió.

Reyna negó haber hecho la grabación, pero, para los defensores de García, este incómodo intercambio fue el testimonio más verdadero de Barata, una prueba de la inocencia del expresidente.

Al día siguiente, en respuesta a las preguntas de los fiscales peruanos, Barata abordó directamente las acusaciones relacionadas con el secretario presidencial de García, Luis Nava, quien, según se dijo, había actuado como testaferro, recibiendo millones en pagos en nombre de García. Barata declaró que los pagos estaban destinados a comprar el silencio de García sobre el tema de sobornos anteriores relacionados con el proyecto de construcción de la Carretera Interoceánica, que aún no se había terminado. IDL-R había informado que el nombre en clave de Nava era Chalán. Barata aclaró esto: uno de los apodos de García era Caballo Loco; un chalán es alguien que cuida a los caballos. Barata confirmó que había pagado a Nava, primero en efectivo, y, más tarde, cuando Nava se quejó de que el efectivo era demasiado lento, con transferencias. Hablar con Nava era como hablar con García, le dijo Barata a Pérez. (Nava niega haber cometido algún delito.) Además de su testimonio, Barata entregó aproximadamente cuatro mil páginas de documentos, que dijo que respaldarían sus declaraciones.

Para los críticos de García y los periodistas que lo habían estado investigando, esto era más que suficiente. Fue una reivindicación. El viernes, un periódico local publicó una caricatura de Barata como un pájaro cantor, defecando en las cabezas de los políticos peruanos. Por supuesto, García, cuyas investigaciones se habían extinguido, no estaba entre ellos.

En la sala central de la Casa del Pueblo, las letras rojas deletrean un eslogan: “Cuando un aprista muere, nunca muere.” Una gran estrella, delineada en rojo, símbolo del Partido, lleva los nombres de los mártires del apra. Algunos de ellos, debería decir; la estrella tendría que ser mucho más grande para que entrasen todos.

Estuve allí el domingo de Pascua, y el salón estaba casi vacío, a excepción de una veintena de estudiantes en una clase para hablar en público, repartidos en unos pocos bancos de madera. Atrás quedaron los dolientes, las cámaras, las luces y las fuertes oleadas de emociones que habían llenado el espacio tras la muerte de García. Lo que quedaba era utilitario: un podio, un par de altavoces, un piso de concreto agrietado y polvoriento.

Pero ese eslogan—Cuando un aprista muere, nunca muere—se quedó conmigo. Se escuchó una y otra vez en el largo y emocionalmente agotador funeral de tres días de García: un canto, una llamada y respuesta, en la que la primera mitad de la oración es ofrecida por una sola voz, mientras que la segunda mitad—la negación de la misma muerte—está destinada a ser gritada por una multitud.

Sin embargo, más allá de la sede de apra, el eslogan se transformó en algo completamente distinto. Una noche, me encontré discutiendo con mi tía, mi tío y mis primos sobre si García estaba realmente muerto. No había misticismo en su argumento, nada espiritual; de hecho, fue todo lo contrario, el profundo cinismo que los peruanos llevamos con nosotros a todos lados, una presencia tan constante que apenas nos damos cuenta de cómo colorea nuestra realidad. El hombre que había escapado tan a menudo seguramente se había salido con la suya, dijeron mis parientes. Las élites políticas nunca condenarían realmente a uno propio. Nunca muere. Un autodenominado “profeta” local había publicado un video donde decía que García estaba vivo, y varias personas me lo enviaron, como si fuera prueba de una conspiración. Nunca muere.

El apra, repentinamente sin líderes y más débil de lo que había sido en décadas, había entrado en un período de transición como ningún otro en su historia; nadie sabía muy bien qué pasaría después. Mientras tanto, la leyenda del propio García comenzaba a desvanecerse: en una encuesta publicada a mediados de mayo, casi un mes después de su suicidio, más de la mitad de los encuestados creían que todo era un engaño. En la misma encuesta, más de tres cuartos de los peruanos calificaron a García de “corrupto” o “muy corrupto,” y más del noventa por ciento pensaban que era culpable en el caso Odebrecht. Para cualquier político, particularmente uno que tenía tan grandes ambiciones sobre su lugar en la historia, ese nivel de desconfianza también es una especie de muerte.

New Yorker

 

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