Amor travesti

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Amor travesti

Por Laia Font / Fotos: Débora Alburquerque

Claudia hace gárgaras con Coca-Cola, en el camerino, que en realidad es un almacén. La bebida no le gusta mucho pero Andrea Freund, la directora de la obra, le dijo que la Coca-Cola y también las aceitunas ayudan a relajar las cuerdas vocales, y por eso ambas han pasado a formar parte de su ritual antes de salir a actuar.

Metida en un vestido rojo con un corsé y volantes, con el pelo encrespado y muy rubio, se mira en el espejo de diva, se deja hacer fotos, conversa con Paris, la amiga que la acompaña y que le ha confeccionado el vestido, y escucha música de su móvil:

Me gusta ella —dice. Canta Natalia Lafourcade: Yo no nací sin causa, yo no nací sin fe. La canción se llama ‘’Un derecho de nacimiento’’ y parece una elección perfecta para un día como hoy, en que la activista y escritora travesti chilena estrena su segundo performance, Vienen por mí, en el emblemático bar lésbico de Santiago Sabor a mí.

De tanto beber, a Claudia le entran ganas de ir al baño, pero para llegar ahí tendría que cruzar a través del público, y eso supondría que la gente viera su personaje antes de empezar el espectáculo. Por suerte Andrea, Andrea Freund, reconocida actriz de teatro, cine y televisión y directora y productora chilena, tiene una larga experiencia en escenarios, y le propone llevarle un frasco donde pueda orinar. Sin embargo Paris mira a su alrededor y se le ocurre algo mejor: entre bicis, sillas, mesas, cajas de cerveza y ropa tirada hay una manta. Entonces la agarran y cubren a Claudia, ocultándola, y sostienen las puntas por arriba, mientras las tres avanzan lentamente hasta llegar al baño, que está dentro de la cocina del bar.

Este es el baño de los trabajadores —dice la cocinera, de mala gana.—Ya, pero es que nosotras somos obreras, obreras del arte —le responde Andrea, tajante.

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Foto Iris Colil

Uggghhhr uuughhhrr… —Como si intentara decir algo pero sin ser capaz de pronunciar, Claudia aparece saliendo de una cortina negra en el fondo de la sala. Se arrastra, haciendo ruidos incomprensibles. El público la observa entre curioso y desconcertado, tratando de entender.

—¡¡¡Arrepiéntete!!! —grita, rompiendo el silencio.

—¿¡Sobre qué tenemos que hablar las travestis!? He luchado toda mi vida para ocupar un escenario, y si estoy aquí es porque lo he pagado con mi vida…

Claudia se desliza entre las mesas tocando los hombros de los espectadores. A una señora le da la mano. El bar está completamente oscuro excepto por puntos de luz que salen de cuatro focos. Uno rojo, uno amarillo, uno azul eléctrico y el último, blanco, que sujeta Andrea persiguiéndola por la sala, haciendo brillar su pálida piel.

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Claudia Rodríguez no empieza el 21 de marzo de 1968, cuando en la comuna de San Miguel, en el centro sur de Santiago, nace un bebé al que sus padres llamarán Claudio. Empieza mucho más atrás. Así se definía a ella misma en su página web, ahora inactiva porque no pagó el dominio: ‘’Hija travesti de generaciones de madres analfabetas’’, y lo explica echando la mirada hacia atrás, hacia las mujeres que conforman su ascendencia y que de algún modo son una parte de lo que ella es hoy. Dice que escribe para no ser como ellas:

Pobres, invisibles, sin voz, analfabetas.

Empieza por su abuela porque detrás de ella no hay nada, ya que María era guacha, o sea, huérfana. Claudia la conoció tarde porque su madre le tuvo odio por mucho tiempo y no la fue a visitar con sus hijos hasta que Claudia tuvo siete años. La historia fue así: María vivía con su marido y sus hijos en un fundo, una hacienda de gran extensión en un territorio rural, donde él trabajaba, pero el marido murió y ella tuvo que irse. Entonces llegó la pobreza, otro hombre que la maltrataba, caer en la bebida y la decisión final: entregar a dos de sus hijos, las mayores de un total de seis, entre las que se encontraba la madre de Claudia, Doralisa del Carmen Silva Muñoz, o Dora.

Dora se trasladó a los nueve años a la casa de una familia española adinerada para trabajar como nana, esa figura histórica de empleada doméstica que habita en el mismo hogar de los jefes y que se encarga de sus hijos. En su caso las hijas de la familia tenían una edad similar a la suya.

Ya adolescente, durante unas Fiestas Patrias, conoció al que se convertiría en su futuro marido y padre de sus seis hijos, René Rodríguez Campo. A los diecisiete años se quedó embarazada, se casaron, y se fue a vivir a casa de él para seguir haciendo lo mismo, encargarse de las tareas del hogar y el cuidado, pero ahora del suegro, que estaba enfermo de cáncer.

En mayo de 1960 tuvo lugar la peor catástrofe natural que haya sufrido Chile, el terremoto de Valdivia, considerado el mayor sismo de la historia de la humanidad. Con una magnitud de 9,5 en la escala de Richter, se registraron aproximadamente 2.000 muertos, 3.000 heridos y la pérdida de un millón de hogares. Y Lanco estaba a tan solo 70km de su núcleo.

Entonces la pobreza se multiplicó, y ante la dificultad por encontrar trabajo, la pareja, ya con tres hijos, decidió irse a vivir a la capital. Llegaron en 1963 a la comuna de San Miguel, como allegados, es decir, convivieron en viviendas de otras familias, contactos de gente que conocían del sur, cambiando constantemente de lugar durante años.

No fue hasta 1976 que el padre de Claudia, que trabajaba en una fábrica textil, consiguió una vivienda en una villa a través de un subsidio habitacional para los trabajadores, pero entonces empezó a beber y a dejarse el sueldo en ello. La madre tenía que ir a recoger el sobre el día que cobraba, pero aun así acabaron por vender la casa para evitar que los echaran, y se mudaron a un piso más pequeño en la comuna de Ñuñoa, donde aún vive hoy.

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Foto Jangel Mota

—Nací niño, y se me preparó para ser violento, agresivo y cruel —Claudia está ahora encima de la tarima, con los brazos medio abiertos y flexionados, los ojos cerrados y la cabeza en alto.

Duden de mí si lo niego, porque es un privilegio que yo nací en este mundo. Sé hablar como los hombres, hablo tan fuerte que mi voz golpea la mesa para que todo el mundo me escuche. Mi voz no ha dejado de usufructuar los privilegios masculinos, y eso me hace indesmentiblemente cómplice. Una travesti cómplice con la capacidad de ser violenta, patriarcal, machista y misógina como un hombre. —Su voz, ya grave, suena más grave de lo habitual.

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Foto Paulina Ramirez

La infancia de Claudia fue feliz, pero no porque el entorno fuera feliz, sino porque ella siempre estaba de buen humor, desentonando por completo con su alrededor.  Por un lado estaba la vivienda: recuerda cuatro y especialmente una cabaña que construyeron sus padres con ayuda de unas vecinas, juntando tablas de madera y fonola, unas piezas de cartón prensado impregnadas de alquitrán, en una zona tomada. Las tomas de terrenos en desuso fueron muy comunes en Santiago entre los años 50 y 70.

Y luego estaba el contexto social: tenía cinco años cuando en 1973 tuvo lugar el golpe de estado que acabó con el gobierno socialista de Salvador Allende y dio paso al régimen militar de Augusto Pinochet, una de las dictaduras más sangrientas de Latinoamérica.

En ese entorno, dominado por el miedo y la represión, su padre salía de casa a las seis de la mañana en bicicleta para ir a trabajar, aún oscuro, y encontraba a veces cuerpos baleados por el camino.

En esta weá de que alguien desaparecía, moría o lo mataban, aparecía yo mariconeando, creyéndome una niñita, bailando, y mirá mamá…

Una vez, cuando tenía unos seis años, se puso a bailar en frente de los compañeros de su padre, que habían ido a su casa y se estaban tomando unas cervezas, y cuando él la vio empezó a pegarle. Solo su hermana Evelyn tenía permitido el baile.

—¿Por qué me pegaban? ¿Por qué a ella la dejaban y a mí no? —reproduce ahora las preguntas que empezaron entonces—, ¡si además, yo bailaba mucho mejor que mi hermana! —añade, con una carcajada.

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Registro familiar (Claudia en el centro)

A los seis años empezó la escuela, y fue como un shock. En el mundo en el que había vivido hasta entonces apenas existía la distinción entre niños y niñas, en el barrio todos jugaban juntos y vestían igual, short y polera, y la ropa siempre iba rotando entre hermanos. Pero un día un compañero de clase la llamó maricón.

Entonces, la facilidad con la que todo había transcurrido hasta el momento se empezó a desvanecer. De repente juntarse con su grupo de amigas estaba mal, pero ir con los chicos no le gustaba, y la gente se reía de ella, incluso algunos profesores, por lo que  fue quedándose sola y volviéndose más calculadora y prudente, o de lo contrario venían las burlas o directamente la violencia.

Claudia sacaba las notas justas para pasar de curso y tenía pocos amigos. Tuvo un tiempo un compañero que se sentaba a su lado y que le gustaba. Un día él le pasó una nota que decía te quiero, pero le dio tanta vergüenza y tanto miedo a la vez que lo rompió. Entonces él se cambió de lugar, al poco tiempo se fue del colegio y nunca más se supo de él. Y ahí empezaron una serie de amores frustrados que duraron por décadas.

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Registro Familiar

¿Y cómo fue la adolescencia?

—Muy deseante.

En el instituto Claudia tuvo por primera vez un profesor homosexual, un referente positivo en el que se vio reflejada, y empezó a sentirse atraída por muchos chicos, a quienes perseguía insistentemente, aunque no hubiera resultados.

Hubo un chico con el que se veía que, tras idas y venidas, le dijo que no podía estar con alguien como ella, y la experiencia le afectó tanto que de comer por un tiempo, aunque de alguna forma ese rechazo también la ayudó:

Entonces me prometí que quería convertirme en alguien y hacer que mi vida sirviera para algo.

Al salir del liceo, Claudia encontró un trabajo en el pueblo artesanal de Los Dominicos, donde se hizo amiga de una señora que había estudiado arte. Con ella aprendió a pintar cerámica para luego venderla.

Tras la derrota en las urnas de Pinochet y la llegada de la democracia, en 1990, la sociedad chilena empezó a abrirse y la libertad sexual y los Derechos Humanos empezaron a tener cabida en el debate público, de forma que se fueron generando nuevos espacios para las reivindicaciones del movimiento LGTBIQ+, donde destacó el surgimiento de Movimiento de Liberación Homosexual (Movilh), que se convertiría en la mayor organización homosexual de Chile. Claudia lo descubrió por un programa de televisión y empezó a ir, primero como voluntaria, y luego se convirtió en encargada de proyectos.

El Movilh histórico, que no es la misma organización que está activa ahora y que utiliza las mismas siglas, había sido creado por hombres homosexuales de clase media, académicos y con experiencia en política, con el objetivo de eliminar el Artículo 365 del Código Penal, que sancionaba las relaciones sexuales entre hombres.

En 1993, sin embargo, la organización empezó a trabajar en prevención del SIDA, y la incorporación de un tema tan tabú y la consiguiente apertura a sectores más vulnerables y con identidades alternativas a la dominante, como personas trans, travestis y trabajadoras sexuales, empezó a generar divisiones internas, que desembocaron en la salida de buena parte de los miembros. Algunos de ellos formaron luego el Centro Lambda, al que Claudia se incorporó. Ahí, dice, empezó para ella el activismo de verdad.

Aun así, su primer trabajo estable, con sueldo fijo, no llegó hasta los 29 años, cuando se integró al equipo del FONOSIDA, el servicio de consejería telefónica sobre VIH/SIDA y ETS del Ministerio de Salud, formado por psicólogos, sociólogos y otros profesionales, donde era la única travesti. Estuvo ahí diez años.

Fue un trabajo de autoapoyo porque me fui conociendo a mí misma en esa posibilidad de escuchar a otras opiniones y de plantearme la mía, y un aprendizaje desde lo psicológico, lo político y lo antropológico que me permitió ir madurando.

Además, el trabajo le permitió irse de casa y empezar a modificar su cuerpo.

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Claudia en el Centro Lambda (Foto Laia Font)

El primer contacto de Claudia con gente travesti fue cuando estaba en el Movilh, cuando empezó a trabajar en la prevención del SIDA y los voluntarios iban a terreno, a lugares donde había trabajo sexual, a entregar condones.

–Yo entregaba preservativos y a cambio recibía información sobre construirme-–Cuenta, en referencia al proceso de transformación física y de identidad hacia el género femenino.

En una discoteca conoció a la renombrada artista travesti Heather Kunst, de quien se hizo amiga, y de quien dice que le dio una pauta para definirse y feminizarse. Y luego llegaron las travestis de la casa de San Camilo, con las que estuvo vinculada durante tres años.

Todas ellas eran prostitutas, de cincuenta años, sesenta o más. Todas pobres, sin educación, en deterioro físico, con mala alimentación y sin acceso a la sanidad. Iban siempre destruidas, alcoholizadas, drogadas. Pero Claudia encontró con ellas lo que pensaba que era su lugar.

Vivían en una casa vieja y muy oscura en la Calle San Camilo, núcleo del comercio sexual travesti de Santiago, en un edificio de tres pisos y con patio, pero muy mal cuidado. El baño siempre estaba asqueroso y había gatos rondando a sus anchas por las habitaciones, encima de las camas.

Eran unas doce aunque siempre había movimiento, con unas que se iban y otras que venían. Los fines de semana pasaban la tarde juntas y por las noche salían de fiesta a locales donde había siempre show, alcohol y drogas.

Con quien más intimó fue con la Sindi.

–Con ese y con i, porque se sacaba la placa y quedaba sin dientes -–aclara, seguido de una gran carcajada-–. En el ambiente siempre encuentras a alguien que te apoya porque te ve tan frágil… Era como que yo no tenía maldad y no cachaba nunca, y ella me agarraba porque era súper ingenua. Era como mi protectora.

Que alguien llegara con condones a esa casa habría sido lo mismo que alguien llegara con dinero o con comida. A cambio, ella escuchaba de sus vidas, aprendía, y encontró ahí un espacio de libertad que en su casa no tenía.

Fue un aprendizaje estar con ellas. Ahí decidí que quería ser travesti y a tomar hormonas y a usar ropa de mujer.

Y con ello llegó también la prostitución. Pero no duró mucho, debido a una experiencia que dice que fue terrible.

Una de las primeras veces, como no tenía experiencia, me subí al auto más maravilloso que había visto. Entonces él me llevó a una calle oscura y le hice un mamón, y fue bastante agradable, bastante limpiecito, y sin embargo, cuando acabé sacó la pistola y me dijobájate de mi auto.

Entonces fue a buscar a las demás, e incluso quiso denunciar a la policía, pero todas se burlaron de ella, diciéndole que eso era lo habitual, y que si iba a la policía se iban a reír de ella.

Más tarde descubrió que como era tan común que los clientes sacaran la pistola o la navaja para no pagar, en realidad la mayor parte de los ingresos que tenían esas mujeres los conseguían robándoles.

Ella había pensado que iba a poder trabajar con la sexualidad, con el placer, con el deseo, pero en cambio se encontró con algo completamente diferente, peligroso y turbio.

–Lo que hay ahí, en el trabajo sexual, es una violencia, una explotación, una humillación. Es abuso sexual, abuso de poder, y no tiene nada que ver con el deseo y el placer.

Y además ese modo de vida implicaba un riesgo de muerte constante. Muchas de las travestis de San Camilo murieron, algunas entraron en prisión, y otras murieron en prisión. Entonces Claudia se fue desvinculando y se volcó de nuevo en el activismo.

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Registro portada diario chileno La Nación

Ustedes no saben el terror que se siente al mirar el odio podrido en los ojos de los hombres que nos buscan para tener sexo, sexo que es imposible que sea sexo. Ese juego de asfixiar para reconciliarse desesperadamente con sus fracasos, por sus pichulas deformes que no penetran, ni acarician, ni rozan, con sus picos insignificantes, secos, con erecciones hilanchentas, glandes inflamados y prepucios negros, incapaces de penetrar. -–El foco rosa naranja la ilumina fuertemente. Claudia se ha abierto el corsé y, con el torso desnudo, muestra sus pechos blancos.

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Claudia no hacía una gran distinción de los cuerpos y los géneros en su infancia y durante su adolescencia su apariencia era más bien ambigua, pero llegó un momento en que tuvo que enfrentarse inevitablemente a la clasificación del binarismo.

Entonces la concepción del género como construcción social no estaba extendida, o al menos no llegaba a su entorno, y no existían los conceptos de cisgénero, transgénero y género fluido de los que hablamos ahora. Sus compañeras travestis le decían que tenía que definirse, y empezó a identificarse como mujer,  cumpliendo con la imagen estereotipada de esta: pechos y caderas marcadas, pelo largo, ropa ajustada, vestidos, bolsos, maquillaje.

–La ambigüedad quedaba totalmente ajena a esa realidad, el camino a seguir era feminizarse al máximo porque ser bonita te liberaba de la violencia del sistema, te  hacía ser más deseable y estar más protegida.

El conflicto por el cuerpo ya existía de pequeña, cuando su madre forzaba a todos los hijos menos a su hermana a cortarse el pelo una vez al año. Venía una vecina con una máquina y rasuraba las cinco cabezas, y ella lloraba y lloraba, envidiando a su hermana y a su madre. No obstante, no fue hasta la adolescencia que de verdad empezó a preocuparle el aspecto físico.

A los dieciocho empezó a cambiar su apariencia, a utilizar ropa de mujer, y cuando su padre la vio por primera vez con un sujetador la quiso echar de casa. Ella le dijo que no, que se fuera él, pero al final no se fue nadie.

Después vinieron los cambios corporales: primero las hormonas en comprimidos y después en inyecciones que se ponía ella misma, y más tarde la silicona. Se la puso en el pecho y las caderas en casa de Claudia Dolores, la única que lo hacía entonces, de forma clandestina y cobrando muy caro, y recuerda muy malas condiciones higiénicas: en la habitación había unos perros pequineses cagando por todos lados.

En el ambiente travesti de la época, en su opinión arribista y clasista, era casi imprescindible tener una buena producción, porque cambiar de cuerpo significaba ser aceptada. Pero lo que sorprendía de ella con su apariencia era que estaba entre dos mundos. Mientras sus amigas se travestían solo para salir por la noche, ella iba todo el día igual.

–Yo salía cada día más rubia y era un espectáculo. Por ejemplo llegaba a reuniones con el Ministerio de Salud y eso impactaba, ¿cachái?

Ya en el FONOSIDA tomó la decisión definitiva de someterse a la operación de cambio de sexo, ahora que podía pagarla. Se había propuesto hacerlo antes de que cambiara el milenio, pero le dieron cita para el 4 de diciembre de 2000, y fue en el Hospital Van Buren de Valparaíso, con el Doctor Guillermo MacMillan, figura pionera en realizar este tipo de cirugías en el país desde 1976.

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En Sabor a mi (Foto Laia Font)

Claudia aprendió a leer con libros de Gabriela Mistral, la primera y única mujer latinoamericana en ganar el Premio Nobel de Literatura. Leía libros grandes, de tapa dura, que le daban a su padre en el sindicato de los trabajadores de la fábrica, y que, como eran pocos, cabían en una sola repisa. Y escuchaba siempre a su madre, resentida por no haber estudiado nunca, insistirle a ella y a sus hermanos que debían aprender a leer y a escribir.

Entonces Claudia un día entró a la universidad. En 2007 hizo un Diplomado de Género en la Universidad de Chile gracias a una beca que le cubrió la mitad del costo de los estudios por ser activista. El resto no lo pagó y la deuda caducó. Y un año después empezó la carrera en Trabajo Social en la Academia de Humanismo Cristiano, que pagó con un crédito universitario que aún no ha devuelto ni tiene intención de hacerlo, porque en un país como Chile, donde los jóvenes se endeudan hasta por treinta años para pagar la universidad, dice que debería ser gratis estudiar, y más para gente como ella.

Siempre fue a clases en horario de noche porque durante el día seguía trabajando y haciendo activismo, pero con tantas ocupaciones seguía perdiéndose en las noches tanto como antes, con alcohol, marihuana, cocaína, e incluso algunas veces llegaba al trabajo borracha. Solo un accidente le hizo poner el freno.

En primer año salió una noche con un chico, se emborracharon, se metieron en el coche de él, sin cinturón, y estando en marcha se quedaron dormidos y despertaron cuando el vehículo dio un vuelco. A él no le pasó nada, pero ella estuvo hospitalizada durante dos semanas y en reposo durante tres meses. Pudo continuar con sus estudios desde casa, pero se retrasó un año en terminarlos.

–Ahí me di cuenta que quería vivir, que lo estaba haciendo mal, que estaba buscando el tiro de gracia porque andaba buscando mucha droga, mucha borrachera, muchos weones.

En la universidad también se adhirió al movimiento estudiantil, siendo de nuevo, la única travesti, y su presencia era un problema.

–No se entiende que una travesti quiera educación. Eran jóvenes revolucionarios que pensaban su revolución como una revolución heterosexual, sin problematizar que era una educación sexista.

Había llegado a la universidad con una actitud confrontacional porque no sabía con lo que se iba a encontrar ni conocía a ninguna travesti que hubiera ido y se lo pudiera contar, pero al final fue más fácil de lo que esperaba. Pero aun así siempre había actitudes homofóbicas y hegemónicas.

–Yo no discrimino, me decían, pero en las fiestas estaban todos atentos viendo con quién bailaba. Yo no podía bailar con ningún hombre tranquilamente, y era angustiante si algunos compañeros querían relacionarse conmigo, porque había un discurso sobre la maternidad y el matrimonio súper heterosexual.

 Por ejemplo un compañero con el que hubo atracción mutua rechazó tener relaciones sexuales con ella con el argumento de que no podía tener hijos.

–¿Un weón que se dice revolucionario pero que no se hace cargo de su sexualidad y sus deseos?

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En Sabor a mí (Foto Laia Font)

Tengo miedo a ser irresponsablemente provocativa. Tengo miedo a que mis amigas no me quieran, a saber, que me quisieron y me dejaron de querer. Me depilo y me maquillo porque me gusta que me digan mijita. Cuando me pongo triste bailo sola y me drogo porque las cosas son como son. Bailo borracha y sola. Los hombres me ofrecen coca y me besan porque me odian. Llego a mi casa cuando amanece y me quedo dormida lamida por hombres desconocidos, penetrada por hombres que no querrán volver a verme, que durante días trabajarán en olvidarme y le mentirán de su deseo por mí a sus mujeres. —Habla frenética. Parece que no respira. Casi no se le entiende.

— ¡Claudia basta! —Andrea la interrumpe con un grito.

 — ¡Desgraciá! —Ella hace una bola con el papel que tiene en las manos y se la tira con fuerza al estómago.

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En Sabor a mi (Foto Laia Font)

Por ser como es, Claudia se vio privada de afecto durante décadas.

–Yo podía ser súper activista, manejar un montón de información y tener un montón de redes, pero era muy imposible tener una relación seria con alguien.

Salió con cafiches, drogadictos, traficantes, porque dice que no tenía otra opción. Los únicos chicos con los que tenía posibilidades eran los que conocía en la discoteca o en la calle.

Hoy está en una relación monógama y estable desde hace años con Carlos, o Carloncho, con quien vive. Pero llegar ahí no fue fácil.

Se conocieron en marzo de 1993 en una marcha por los derechos humanos que conmemoraba la publicación del Informe Rettig, el documento elaborado por la Comisión Nacional de la Verdad y la Reconciliación que reconocía por primera vez la responsabilidad del gobierno militar en los crímenes de violación a los derechos humanos.

El padre y el tío de Carlos habían desaparecido durante la dictadura, y la familia llevaba años investigando por su cuenta sobre el paco, como coloquialmente se denominan a los Carabineros de Chile, que sospechaban que los había matado. Pero Claudia lo supo hasta años más tarde, su presencia en la marcha ese día no la hizo caer en la cuenta.

Se estuvieron viendo un tiempo, sin compromiso, pero ella le insistía que quería formalizar la relación. Él, en cambio, le daba largas y desaparecía, estaba muy dañado por el conflicto familiar y, además, tenía un conflicto interior que se desprendía del hecho de haber sentido atracción por alguien como ella.

En un punto llegaron a alquilar una habitación, pero se acabaron separando. Ella, con el ideal del amor romántico metido en la cabeza, había dejado el activismo para pasar más tiempo con él, y como por entonces no tenía trabajo, se pasaba el día encerrada en la habitación esperando que llegara. Y él, resentido, solía tener reacciones violentas y, para afrontar la tristeza, se emborrachaba.

No fue hasta que  la familia de Carlos pudo descubrir que el padre y el tío habían sido detenidos y fusilados, hasta que encontraron sus huesos y hasta que los enterraron, que él hizo un cierre y volvieron a estar juntos. Eso fue después del arresto de Pinochet en 1998, en Londres.

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Foto Debora Albuquerque

¿Cómo se revelan los conocimientos en el feminismo si no es a través de las circunstancias que problematizan tu propia vida?

Esa pregunta surgió en la universidad, cuando Claudia empezó a aprender sobre feminismo, a investigar sobre los crímenes de odio en Latinoamérica, a leer autores como Pedro Lemebel, Néstor Perlongher, Manuel Puig, Reinaldo Arenas o Paul B. Preciado.

Un amigo le habló un día de un taller de escritura que impartía el poeta Diego Ramírez, y empezó a asistir. Allí surgieron sus primeros textos, que acabarían formando su primera obra, Dramas Pobres, en 2010, y entonces le siguieron Cuerpos para odiar, Enferma del alma, Manifiesto horrorista y el reciente Vienen por mí.

Desde el taller llamaron a sus textos poesía travesti, pero en realidad lo que escribe no cumple con ningún género literario concreto.

Decir que son libros también sería simplificar, porque en realidad son más bien fanzines, hechos desde lo underground, lejos del mundo editorial, surgidos de locales de impresión, maquetados y editados por ella misma, imperfectos y diferentes entre sí y sin ninguna coherencia interna, con distintas tipografías y tamaños de letras, fotos, dibujos, espacios en blanco, faltas de ortografía.

–No me importa si hay contradicciones, fealdad, suciedad.

Sus textos son retazos de ideas sueltas que va acumulando en papeles y notas del móvil, como un registro de biografías, recuerdos e historias de compañeras que ha conocido que, dice, de no ser escritas pasarían al olvido. Y sus relatos son contextualizados desde un punto de vista histórico, en la misma historia de Chile, desde la colonización hasta el Golpe de Estado, desde la intervención de EEUU a la discriminación, la violencia y las violaciones a los derechos humanos actuales a las personas LGTBIQ+, enfocadas desde un punto de vista de clase, entendidas como parte de sector más vulnerable de la sociedad dentro de este sistema capitalista y patriarcal.

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En 2015, sin trabajo, Claudia andaba en el barrio vendiendo sus textos en la calle. En 2012 había egresado de la universidad, pero no se había titulado por falta de dinero para pagar el proceso, e igualmente no tenía ninguna expectativa de poder trabajar por la discriminación que había sufrido en las organizaciones donde debía hacer prácticas. Pero entonces: ¿de qué le sirvió la universidad?

–Para manejar más información y por tanto, tener más recursos para escribir.

Sin embargo, un año más tarde la llamaron del Fondo Alquimia, organización que trabaja para brindar recursos económicos e información a organizaciones de mujeres y colectivos LGTBIQ+, y le ofrecieron ser encargada del Programa Para la Diversidad Sexual, puesto que aún ejerce. Y un año después conocería a Andrea Freund y empezarían a trabajar en Vienen por mí.

Tras más de dos décadas en el activismo, Claudia cree hoy que los discursos deben ser resignificados y avanzar hacia puntos de vista mucho más esperanzadores que los que se han escuchado hasta ahora. Y es en esta visión en que Vienen por mí marca una diferencia respecto de sus obras anteriores. Ya no habla desde la desesperanza.

No se puede ser activista solo del horror o la muerte —cuenta, en referencia al activismo tradicional de izquierdas ligado a la militancia, a las figuras del héroe y el mártir y a la idea del sacrificio por la lucha.

–Yo he escuchado: ¡hay que darlo todo para luchar! Pero ¡ni cagando! Yo quiero vivir y pasarlo bien. Quiero estar en la lucha pero no morir en el intento.

Con cincuenta y un años, quiere seguir haciendo activismo, pero además de incorporar la esperanza quiere enfocarlo también desde la vejez.

–Los discursos de las luchas sociales dan la impresión que están elaborados desde la gente sana, pero falta la realidad de los que sentimos dolores, de los que nos falla el hígado y los riñones, de los que tenemos que ir al médico.

 Y quiere experimentar, también, con otras formas de hacer arte y política. Quisiera pintar, hacer retratos de sus compañeras, y quizás exponerlas en algún espacio que también podría ser un lugar donde trabajar. Eso sí, que sea en un lugar marginal, quizás ocupar un espacio.

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En Sabor a mí (Foto Laia Font)

Vendrán por mí quienes no querrán ensuciarse las manos y esperan que yo me las ensucie por ellos. Vendrán por mí quienes no querrán hacerse responsables y me traspasarán a mí la culpa, o a cualquiera de ustedes. Vendrán por mí todos los que no quieran hacerse responsables ni de su monstruoso deseo ni de su horrorosa voz. Pero yo los estaré esperando aquí, ardiente, con todo mi amor travesti. -–Con tono firme y solemne, con los brazos abiertos, pronuncia sus últimas palabras. Después se apoya de espaldas en el mismo lugar por donde salió al empezar, y la cortina negra por la que entró se traga su cuerpo rojo y blanco.

Revista Late

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