Armando Uribe, el poeta que fue póstumo antes de morir

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Armando Uribe, el legado de un poeta rabioso e irreverente

El Premio Nacional de Literatura 2004 falleció este jueves a los 86 años producto de una insuficiencia respiratoria. Su funeral se realizará el próximo sábado en la Iglesia de San Francisco.

Por Abril Becerra

Durante los últimos años, Armando Uribe (86) -abogado, diplomático y Premio Nacional de Literatura 2004- habló varias veces de la muerte. Desde su departamento en el barrio Bellas Artes, decía que para él sería una tortura vivir 100 años y que una de las barbaries más recientes era, precisamente, ampliar las expectativas de vida. Para él, eso era algo “espantoso”.

“Nací muerto, oiga. Y me aburrí de estar muerto, completamente. (…) Nací asesinado desde el momento mismo de nacer vivo. (…) Estas son leseras las que acabo de decir. Uno cree que son sabidurías, pero más bien expresan el temor horroroso al hecho de la muerte”, dijo en 2016, en una entrevista con The Clinic.

Sin embargo, este jueves, justo el día en que se conmemoraba el fallecimiento de Pedro Lemebel y Nicanor Parra, fue comunicado el deceso del escritor producto de una insuficiencia respiratoria. Con ello, quedaba atrás una historia de rencillas literarias y una postura rabiosa e irreverente frente a la contingencia nacional.

Armando Uribe en su departamento de Santiago, 2002 (Fuente: Memoria Chilena)

La noticia fue lamentada por diversos sectores, entre ellos, el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. “Hizo muchos aportes, fue un hombre incisivo, profundo, que calaba, pero también tenía una mirada muy universal de la naturaleza humana. Como siempre he dicho, el mejor homenaje que se puede hacer a hombres de esta estatura es no olvidarlos nunca”, sostuvo la ministra Consuelo Valdés.

Por su parte, desde la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile izaron el estandarte del plantel a media asta como señal de duelo. Mientras, desde Editorial Catalonia emitieron un comunicado para lamentar la muerte del autor: “Lo recordaremos siempre por su lucidez poética, su mirada de la vida y humanismo a toda prueba”.

Entre la escritura, crítica y la diplomacia

Armando Uribe estudió Derecho en la Universidad de Chile y fue diplomático durante los gobiernos de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende. También fue profesor de la Casa de Bello, la Pontificia Universidad Católica de Chile, en Michigan State University, Estados Unidos; en Università degli Studi di Sassari, Italia; y en París I, Francia.

Además, fue parte de la generación del 50 e irrumpió en el ámbito de la literatura con el poemario Transeúnte Pálido (1954), un texto heredero de las vanguardias y que dialogaba con tópicos como el amor, la muerte y la niñez. Luego vinieron un sinnúmero de títulos, entre ellos, El engañoso laúd (1956), Pound (1963) y No hay lugar (1970), libro dedicado a su esposa Cecilia Echeverría. A estos se sumaron otros textos como Odio lo que odio, rabio como rabio (1998), Las críticas de Chile (1999) y El fantasma de la sinrazón & El secreto de la poesía (2001).

Uno de los ejemplares más polémicos fue El Libro negro de la intervención norteamericana en Chile. El volumen fue publicado en 1974, mientras Uribe estaba en el exilio, y en sus páginas se leía cómo, desde fines de los años 60, Estados Unidos había intervenido en la política económica del Chile.

“Cuando el presidente Allende, en su último viaje al exterior, fue a la trasmisión del mando presidencial en Argentina, estaba ahí el secretario de Estado William Rogers. Propuso visitar al presidente en la Embajada de Chile. Salvador Allende lo recibió. La visita no tenía objeto y no tuvo resultado. Quizás el gobierno norteamericano quería todavía hacer creer a Chile que estaba dispuesto al diálogo mientras iban teniendo efecto sus maquinaciones. En todo caso procuraba dar la impresión de que la actitud norteamericana frente a Chile era normal”, decía el texto.

Más tarde, Uribe publicaría en sus memorias una serie de críticas en contra de la dictadura, pero también en contra del ex presidente Patricio Aylwin, de quien fue alumno en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Esto quedó reflejado en 1998 cuando, por medio de una carta abierta, Uribe indicó que el ex mandatario habría sido uno de los responsables del fracaso de la Unidad Popular. Posteriormente, se supo que Aylwin casi va a enfrentarlo por sus palabras.

“Mire, el matoncito. No tenía otra respuesta que el puñete”, manifestó más tarde el Premio Nacional.

Un legado rabioso

Durante los últimos años, Uribe se distanció del debate político. Decía desconocer quién era Beatriz Sánchez y que el sufragio ya no le interesaba. Para el escritor era frustrante ver cómo la Concertación y, posteriormente, la Nueva Mayoría pactó con la derecha en un juego de corrupción, favores políticos y prolongación de privilegios.

Esa percepción lo hizo recluirse en su hogar, proponer una imagen mediática sarcástica e incómoda para las élites. Se trataba, en definitiva, de un escritor en alerta respecto de los procesos sociales y políticos.

Para el periodista Iván Quezada, quien editó cinco textos de Uribe, esta actitud se desencadenó luego del exilio y tras llegar a un país que protegía férreamente el neoliberalismo. “Eso lo llevó a una decepción y se puso de muy mal humor frente a la vida social chilena y a las circunstancias políticas que se dieron entonces y que se prolongaron hasta hoy”, dijo.

“Entonces, Uribe dijo algo que se va a seguir diciendo: que la Concertación intentó legitimar el modelo neoliberal y que se sumó al pinochetismo. Más que ser visionario, fue una persona que dijo una verdad evidente”, añadió.

Quezada conoció a Uribe en los años 90. Entonces, entablaron una amistad que le permitió descubrir de cerca su personalidad y obra. Así, indicó: “Tenía una performance para enfrentarse ante los medios que fue evolucionando con el tiempo. Al principio era un hombre mayor, de mal genio, pero después, por los golpes de la vida, fue cambiando”, sostuvo.

“Siempre fue un hombre contingente que estuvo constantemente interesado en la política. Creo que, ciertamente, le interesaba más la política que la poesía y diría que valoraba más sus trabajos en prosa que en verso”, manifestó.

La obsesión con la muerte

Uribe también fue un poeta que se obsesionó con la muerte. En su obra esto se evidencia más de una vez y adopta varias formas. No obstante, para David Hevia, poeta y director de la Sociedad de Escritores de Chile, los textos del autor también trenzan temas como el amor y la vida.

“Uno puede estudiarlo desde el punto de vista de la evolución misma de las concepciones estéticas de la segunda mitad del siglo XX en adelante. Estamos hablando de un autor sumamente prolífico e inquieto y, por ejemplo, el tema del amor, la vida y de la muerte aparecen de una manera muy sólida, resignificándose en un nivel de verso más urbano”, dijo.

“Otro elemento transversal a destacar es la condición ciudadana que siempre buscó subrayar. Se hizo cargo no sólo del amor en la intimidad, de la muerte en la intimidad, tópico recurrente en su obra, sino que también se hizo cargo de reflexiones sobre la sociedad que le tocó vivir”, explicó, añadiendo que Uribe aún no ha sido estudiado con la profundidad que merece y que su obra aún debe visibilizarse.

“Cuando hablo de visibilizar la obra me refiero a hacer una gran reflexión nacional respecto de qué está pasando con los grandes autores y autoras de este país. A veces nos pasa, como ha ocurrido con Gabriela Mistral, que se termina estudiando más la obra fuera del país, que dentro. No nos gustaría que eso siguiera ocurriendo y menos con un autor como Armando Uribe”, concluyó.

El funeral del autor se realizará el sábado al mediodía en la Iglesia de San Francisco, en el centro de Santiago.

Radio UChile Cultura


Armando Uribe: la conocida agonía del huerto

Uribe nos deja como herencia la idea de que también se vale usar la poesía para ponerle cierto orden al mundo (y no sólo desmadrarlo) y la voluntad de tener cortafuegos para la indecencia en política y en literatura.

Por Felipe Ríos Baeza

Nos despertamos con esto, la muerte de Armando Uribe (1933-2020).

Aún es muy temprano, casi las seis y media de la mañana.

Mientras le pongo camiseta gruesa a mi hija para que vaya a la escuela y sorbo un café aguado, momentos uribescos e inconexos me rebotan en la bóveda craneal.

Su figura larga, de carnes grises y pocos dientes sobresalientes, como de vampiro jubilado.

La de un dandy que se peinaba a la gomina y vestía de traje y corbata para hacerle visitas ilustres a su biblioteca por las mañanas y a su sala de estar, por las tardes.

Un Uribe por televisión, replicando los dichos de un político de derecha en torno a las violaciones a derechos humanos en dictadura. “Los trapos sucios se lavan en casa”, decía el triste funcionario. “Esa es una forma… de reconocer… ¡que sus trapos están sucios!”, replicaba Uribe, levantando la voz al final.

Un Uribe en entrevistas breves con presentadores repulsivos, pregonando que era un rabioso; que la rabia era el motor de la historia (cosa que comparto). Y luego leyendo, con parpadeos compulsivos: “Odio lo que odio rabio como rabio / desdén desdén desdén desdén desdén. / El rencor la amargura y el resabio”.

Un Uribe despojado de su coraza de hombre colérico y de modales anacrónicos cuando, en 2001, fallece su mujer, Cecilia Echeverría. Ahí es cuando se desestructura y, quizás, despega en términos de reconocimiento, en un país con tantísimos poetas buenos y tantísimos lectores malos.

El recuerdo de mi lectura profunda y voraz, tumbado en la cama de una exnovia, de Léautaud y el otro, un ensayo singularísimo de su autoría sobre este raro diarista y crítico francés, multiplicado, diverso, heteronomista, que dijo una frase casi atribuible al propio Uribe: “Las bibliotecas pueden quemarse”.

El recuerdo de mi lectura, en escalinatas de metro y en asientos de metro, camino a la universidad, de poemarios que me dejaron tiritando, como El engañoso laúd, Los obstáculos y A peor vida, pero sobre todo de Odio lo que odio, rabio como rabio, quizás su cumbre, su más perfecta ideología poética: “El poder decir pestes de casi todo / lo que ocurre y considerar a las gentes / como apestados como apestosos / es un placer que sólo da la edad/ y la senilidad y el no tener bienes / sino males y achaques y peste”.

Un alumno de un taller literario, que escribía poemas a lo Till Lindemann, de Rammstein, y que una vez me rogó: “Profe, preséntemelo al viejo. Ya hasta le compré un cartón de cigarros”.

Todo eso se agolpa esta mañana, mientras conduzco por anillos viales demenciales de un Querétaro con neblina londinense y con mi hija atrás, que pide canciones.

Es inevitable preñar el presente de pasado, porque como presente, sin gente como Uribe, es totalmente opaco.

Armando Uribe hizo confluir en un mismo manantial dos afluentes: uno dionisíaco, su temprana afición literaria, gracias a la academia que Roque Esteban Escarpa había generado en su colegio, el Saint George; y otro apolíneo, sus estudios de derecho, que lo llevaron a defender, en medios y en libros (no olvidar esa feroz diatriba que es El libro negro de la intervención norteamericana en Chile), causas comunes. Entre cargos y gestiones diplomáticas (curioso, se hizo especialista en temas nucleares), escribía versos, expandía formas poéticas, hasta que luego las constriñó a las métricas conocidas: “Cómo voy a saber hacer la caridad / siendo un canalla… ¿Dice la verdad / el canallesco? Sólo si es un cínico / consumidor de su ceniza, o clínico / sádico masoquista, o bien un quiste / canceroso que expone su tumor (su temor) / como un chiste”.

Luego, cuando se vino la noche, su protesta ante los diecisiete años de dictadura chilena fue el silencio. No publicó, no habló, sólo acumuló. No es hasta 1989, año en que comienzan a avizorarse vientos democráticos, que aparece de nuevo versando, con Por ser vos quien sois. Al año siguiente retorna a Chile, después de un largo exilio en Francia.

Pero se encuentra en Francia y se pierde en Chile, porque lo que halla, en el país de la transición y del arcoíris, es que los trapos siguen sucios. Y entonces polemiza y rabea y publica y lee en vivo muchísima poesía.

Quienes lo oímos y entrevistamos, alguna vez, podíamos sentir eso: este fantástico iracundo hablaba casi echando espumarajos por la boca, denunciando, a la par, el cinismo en política y el cinismo en literatura. No había manera de convencer a Uribe de algo en lo que no estuviera de acuerdo; nada de arrogancia: su detector de estupidez y de vileza estaba siempre muy bien calibrado: “La dictadura / no fue un error, tiene apellidos, / como colas de rata o lagartija, / y su elenco de honor para asesinos / los regocija todavía y dura / indefinidamente; no fue un malentendido / sino la voluntad de pasar una lija / de hierro por encima de los niños”.

Otro botón de muestra: “La primera disciplina intelectual chilena del siglo veinte ha sido la poesía en verso. Esto parece ridículo; y tal vez lo es […]. Una religión venerable, una larga tradición política y social, no garantizan que exista cultura en aglomeraciones de creaturas humanas parlantes en la misma lengua”.

Así como Nicanor Parra, Armando Uribe supo liberarse pronto de “metaforones de importación francesa” e hizo alta literatura transparentando contenidos envueltos en métricas cultísimas.

Fuimos testigos, también, de su ostracismo voluntario, debido en parte a los achaques por el tabaquismo. Así como Pascal y Montaigne, a quienes admiraba, en 1997 se recluyó en su casa para ya no salir. Conmovedor es lo que escribe el periodista Javier García en 2013, acerca de una visita al poeta (ya el título de la nota es desgarrador, “Me levanto, me visto y vuelvo a la cama”): “El poeta y premio nacional de Literatura 2004 está acostado en cama: vestido de traje negro, en una pieza semioscura, rodeado de estantes con libros. En su cama hay más […]. A su lado, en el velador, dos lupas, el teléfono, dos vasos de agua y un crucifijo”.

Casi nadie lo vio desde entonces. Además de la insuficiencia respiratoria, padecía “claudicación intermitente”, nombre atribuible al terrible dolor de piernas pero que él lo asumía con cierta ironía, debido a los vuelos poéticos que se pueden encontrar en los términos médicos.

Claudicación intermitente. Casi un título póstumo para lo que dejó escrito Uribe en cientos y cientos de libretas que, de seguro, ahora reclaman los altos curadores de las más altas editoriales que en algún momento ni caso le hicieron.

Con todo, Uribe es un muerto más vivo que muchos, circunstancia que él mismo había anticipado: “No soy viudo, soy el muerto / que deja viudos a sus alrededores. / La agonía conozco, la del huerto. / Lo sé muy bien: He muerto. No me llores”.

Se fue hoy el poeta al huerto, un mismo día en que se cumple el segundo aniversario luctuoso de Parra. Nos queda como herencia la idea de que también se vale usar la poesía para ponerle cierto orden al mundo (y no sólo desmadrarlo) y la voluntad de tener cortafuegos para la indecencia en política y en literatura.

Rialta


Algunos poemas de Armando Uribe

La dictadura
no fue un error, tiene apellidos,
como colas de rata o lagartija,
y su elenco de honor para asesinos
los regocija todavía, y dura
indefinidamente; no fue un malentendido
sino la voluntad de pasar una lija
de hierro por encima de los niños

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Viejas atrocidades: novedosas
ex abominaciones: las componen:
latigazos del muslo al coxis: bandas
de acero al rojo blanco en los tobillos:
tatuajes de ideogramas en los senos:
Sean de hombre o mujer: así se hicieron
las fortunas que hoy sirven a los hijos
de los torturadores y a las santas
madres para las lápidas que ponen
sobre sus tumbas repletas de rosas.

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¿Y qué fue del chileno
viril, culto, vernáculo,
señor de alguna tierra,
que sabe algo de leyes,
tranquilo? Se acabó, estará enterrado:
ya no corren los trenes,
las cortinas de fierro ya se cierran,
la ciudad y los campos son como cementerio.

(De «Las críticas de Chile»)

Muerto

No soy viudo, soy el muerto
que deja viudos a sus alrededores.
La agonía conozco, la del huerto.
Lo sé muy bien: He muerto. No me llores.
Armando Uribe yaces sin dolores
ya desde el día de tu concepción…

(De «A peor vida»)

En Chile todos somos brutos
pero hay los nobles brutos y los
bestiales que cortan los hilos
de sangre y producen el luto
de las familias. Hay las bestias
torpes y tontas que se embisten
como cornudos y desvisten
a las doncellas que duermen la siesta.

******

Sí, malos hay de nombre propio,
y hay que nombrarlos, de apellidos
merecedores del olvido,
y hay que nombrarlos para acopio
de carroña en el cementerio,
e inscribirlos en el registro
de la infamia y de sus ministros
– es necesario, justo y serio.

(De «Verso bruto»)

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