Las mujeres revolucionarias de los años setenta

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La revolución conservadora

Cuando se estudian con rigor los tormentosos años ’70, los mitos épicos que sobre aquella época tantas veces nos han contado, quedan reducidos a eso: mitos, leyendas, relatos, como tales, más cercanos al campo de la ficción que al de la realidad histórica.

Un ejemplo es el ensayo de Alejandra Oberti, Las revolucionarias. Militancia, vida cotidiana y afectividad en los setenta, cuyo objetivo declarado es “repensar la militancia en las organizaciones político–militares argentinas a través del examen de la participación activa y extendida de las mujeres en ellas y el modo en que ésta sobredetermina la cuestión más amplia de una subjetividad revolucionaria”.

Traducido: pone a la militancia revolucionaria –la que hizo de la opción por el socialismo y la lucha armada su bandera principalísima– bajo el microscopio de los hoy llamados “estudios de género” y analiza el resultado.

Si aquel discurso tuvo un elemento central en la formulación de su utopía, no fue otro que la noción guevariana de “el-hombre-nuevo”, que, en palabras de Oberti, “reunía los valores éticos que todo revolucionario debería tener: el espíritu de sacrificio, la entrega por un ideal, el heroísmo, la solidaridad, la lucha contra el individualismo, la humildad”.

¿Y la mujer? Bien, gracias. ¿No proponía una “mujer nueva”? Ni por obra de un lapsus o un fallido. Estos terribles revolucionarios se opusieron con todas sus fuerzas a la libertad sexual; al discurso del feminismo; y a la igualdad entre los géneros, por ejemplo, en el ámbito doméstico. La maternidad, el cuidado de la familia, el hogar seguían siendo considerados “destino natural” para la mujer. Ni siquiera tenían un discurso a favor del divorcio y hasta dictaron –Montoneros, por caso– un código de moralidad que castigaba la infidelidad como “delito de deslealtad”, por el cual juzgaron, entre otros, a Francisco “Paco” Urondo, aunque Oberti no incluya estos tristes acontecimientos entre los documentos que analiza.

La desconfianza en la mujer llegó a tal punto que se promovía incorporarlas porque su capacidad de influencia sobre los varones podía convertirse en una traba para la militancia masculina… pero, por supuesto, no se planteaban el esquema inverso.

Oberti ha puesto como epígrafe una frase de Cortázar en la introducción a Libro de Manuel (1973) sobre los problemas que enfrentaba en plenos ‘70 la lucha por el socialismo. Hubiera sido más apropiada la que pronunció en Casa de las Américas, en 1981: “¡Qué poco revolucionario suele ser el lenguaje de los revolucionarios!”.

La Voz

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