45 imágenes y más de mil palabras

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Un pintor italiano que busca en la calle el rostro y el cuerpo de San Miguel Arcángel. Cien mil presos políticos construyendo un canal entre el Mar Báltico y el Mar Blanco. El segundo en que dos disparos simultáneos alcanzan a un miliciano: el de una cámara Leica, el de un fusil Mauser. Las hermosas manos de Billie Holiday. Pablo Casals, su cello y el fin de un silencio lleno de ética. Miles Davis y su trompeta, un minuto después de grabar una música infinita. Muhammad Alí y su modo de pararse ante el rival, ante el público, ante el mundo. Tres mujeres en un psiquiátrico de Buenos Aires. Una pareja en un asilo de ancianos. Un mendigo. Un grupo de campesinos. Niñas que nunca sonríen. Los garimpeiros y la locura del oro en Brasil. Un sepulturero tapando “la tumba más pequeña que se cavó en Sarajevo”. Tres mujeres wichis cargando leña en el Chaco salteño.

Esas y otras imágenes son las que Miguel Russo recupera en Más que mil palabras. El escritor argentino va contando la historia oculta, lo que queda fuera de campo, lo que originó o provocó cada una de esas fotografías. Fotos tomadas en diferentes partes del mundo, en un arco de tiempo que cubre 130 años. Fotos como herramienta de lucha política, como método de denuncia, como un modo de mostrar aquello que el poder prefiere mantener en las sombras, como una manera de descubrir la infinita maravilla del mundo.

Russo habla también de los lakota, los apaches, los esquimales y los navajos. De Lewis Carroll y Alicia en el País de las Maravillas. De Tristán Tzara y los dadaístas. Del hombre que ejecutó a Sacco y Vanzetti. De Diego Rivera, Tina Modotti, Cartier-Bresson, Pablo Picasso y Fellini. De las tropas nazis intentando llegar a Moscú. De la llegada del Ejército Rojo a Berlín. De Ian Macmillan y el momento en que diseñó la tapa del disco Abbey Road de Los Beatles.

Va recorriendo, a través de sus relatos, algunos de los momentos más importantes de los últimos 136 años: la lucha de los pueblos originarios por su tierra, el crack financiero de 1929, la Revolución en México, la Guerra Civil Española, el bombardeo de Guernica, las Guerras Mundiales, el período de entreguerras, el stalinismo, Rosa Parks y el “no” que cambió la historia racial de los Estados Unidos, el asesinato del Che Guevara, el Mayo Francés, la guerra de Vietnam, el atentado a las Torres Gemelas.

Se detiene en los fotógrafos: el hombre blanco al que los pueblos originarios de Norteamérica bautizan como “el atrapador de sombras”; el joven que construye su primera cámara usando los anteojos de su padre; el soldado que finge una depresión nerviosa para no ser enviado al frente de batalla; el periodista que cubre una ejecución y lleva escondida una minúscula cámara atada a su tobillo; el fotógrafo especializado en accidentes, incendios, suicidios y asesinatos que siempre corre detrás de las sirenas; la rusa que fotografía gente en las calles de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 y que, una semana después, decide abandonar el fotoperiodismo. De Dorothea Lange, Robert Capa, Dora Maar, Robert Frank, Sara Facio, Sebastiao Salgado y William Klein a autores desconocidos; cada uno de ellos dejándose alcanzar por la mirada de aquello que quieren retratar.

Más que mil palabras es un homenaje a la fotografía pero también a la literatura y a esa antigua costumbre de contarnos historias. El autor no se dedica a describir una imagen. Va construyendo el contexto, la vida de los protagonistas, el recorrido que los llevó hasta allí.

El libro no incluye las fotografías que menciona. Y el hecho de que estén ausentes, y al mismo tiempo tan presentes, multiplica las posibilidades de lectura. Se puede leerMás que mil palabras sin nunca mirar esas fotografías. Aunque es probable que el lector quiera buscarlas, detenerse en ellas y dejar que habiten esa profundidad que Russo ha sabido construir.

La relación entre un texto y una imagen puede ser de anclaje –un modo de intervención que obtura posibilidades, clausurando sentidos– o de diálogo. Lo que Miguel Russo ha logrado es un efecto polifónico que ofrece algo nuevo, algo que ya no está en las fotos aludidas ni en las palabras sino en el efecto que producen en el lector. Un efecto de descubrimiento, de revelación.

Quizá el mejor modo de leer este libro sea observando cada una de las fotografías justo después de terminar cada capítulo. Lo que queda luego de ver las fotos es lo que podríamos llamar el “efecto Russo”: los ecos de una mirada ajena que nos ayuda a abrir los ojos.

La Voz

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