La cumbia en la cultura colombiana

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La cumbia. Música y danza de siglos y etnias trashumantes dispersa por la costa norte de Colombia, río y mar, valle y sabanas, puertos, calles y plazas que ejecutan los conjuntos de cumbias que fogatean en noches de cumbiambas los ritmos de la tierra. La cumbia como expresión musical danzaria es de carácter comunal en la cuna vernacular de su oriundez campesina. La mujer arrastra los pies, no los levanta de la tierra, pasos cortos tras la marcación del llamador; el tamborilero del alegre toca jugando con sus muslos en la aprehensión del instrumento, al levantarlo del suelo percute para el bailador. Hombre y mujer giran alrededor de los tamboreros, es decir, del conjunto de cumbia en el rito gozoso de espantar el pasado de dolor. La cumbia es memoria y cuerpo a través del tiempo.

Un rasgo fundamental de la cumbia es su aspecto ceremonial, en cuanto a lo danzario que exponen ciertos toques: el llamador afincando el ritmo de manera repetitiva, y a veces, con pequeños giros diferenciales, casi imperceptibles al oído humano, pero en plena comunión con la percusión menor: maracas, guaches y –a veces– guacharaca, cuando la parte melódica la lleva el acordeón. Los pasos del bailador, que desafía al tamborero del alegre a un reto entre golpe percutido y la postura del cuerpo, teniendo en cuenta la función agraria, el campo y su acción de trabajo como expresión de su vertiente más antigua, tal como lo sugiere la investigación etnomusicológica de George List en Evitar (Bolívar en 1964).

Entre tanto, la cumbia no escapa al sistema del Gran Caribe y presenta vasos comunicantes entre la kumina jamaicana, el complejo rítmico de toques de cabildos congos en Cuba, la kumba de Haití y Curazao, y ciertos toques ancestrales de la bomba antigua de Puerto Rico, es decir, células rítmicas de los asentamientos negros de la Isla del Encanto como expresiones de integración afrocaribeña, afinidades que, desde luego, suponen diferencias también. Y de República Dominicana en Villa Mella, sin perder de vista y oído que la transmisión de saberes de ancestralidad africana presenta un esquema oral. En ese mismo contexto está la cumbia panameña, referenciada por Narciso Garay y los toques de tambores a los Santos Negros de Venezuela (chimbangueles y cumbés) con diferencias y puntos de contactos en los toques. En otras palabras, la cumbia es parte sustancial de un sistema sincrético de culturas africanas que navegaron por el Mar Caribe hasta pisar el suelo de América.

La cumbia presenta una simbología religiosa. Divinidades bailadoras que a través del fuego muestran un carácter ritual ceremonial, donde la candela es el símbolo purificador. La música africana exhibe una honda raíz cultural y de ceremonia sincretizada.

La cumbia está escrita en un compás binario (2/4) y su organología está definida por: un tambor llamador, que cumple la función de definir la célula rítmica de la cumbia con un golpe constante; el tambor alegre, que responde los llamados, matizando las frases del tambor hembra (o alegre) que fija el ritmo. El llamador (o macho) repiquetea haciendo adornos e incitando al bailador, que persigue a la mujer; la tambora complementa las funciones rítmicas; maracas y guaches se encargan de los acentos rítmicos del tiempo débil que dan expresividad al clímax rítmico, y las gaitas o el pito atravesao dan soporte melódico con la voz humana.

En El Banco, Magdalena, siempre hay un foco de cumbiamberos –de la misma arena que se espigó José Benito Barros Palomino– que están en constante comunión con la cumbia y la Depresión Momposina. Esta música nos pertenece a todos, a diversas geografías humanas que vagabundean por tierra, mar y ríos. En términos africanos, con la cumbia el negro se hizo ritmo, y José Zororzola al explorar al África junto a Gorofer, expresó: «Da la sensación que el negro trae escriturado en la piel el sentido del ritmo».

Cumbiamberas durante el pasado Festival Nacional de la Cumbia, festejado en El Banco, Magdalena. 

El historiador H. J. Driberg en su obra At Home with Savages, publicada en Londres, en 1932, expone lo siguiente para referirse al mundo africano:

«Con frecuencia sus danzas son como representaciones dramáticas que enseñan diversas lecciones. Hay danzas imitativas de animales que muestran las características de algunos de estos, estimulando la observación y los métodos correctos para cazarlos; otras son de carácter religioso y comparable a nuestras mascaradas, y otras perpetúan los sucesos históricos.

Con la cumbia, la cultura musical de Colombia y –de manera central– el universo costeño tienen una de sus más profundas raíces étnicas de múltiples sonoridades, que hoy trasciende la geografía nacional y la asumen desde el Cono Sur hasta México. Los caminos de la cumbia en el mundo significan un reto para los estudios culturales y etnomusicológicos de un género documentado en La Gaceta, de Cartagena, desde 1869, donde aparece la cumbia como música de las negradas inferiores, con el genérico de ‘cumbiamba’ en el periódico El Porvenir, de 1879.

En Estados Unidos, el músico bolivarense Ángel María Camacho y Cano grabó para Discos Brunswick temas como El Corcovado, cumbiamba (Nueva York, 1929); Ya no me caso y Si supiera usted, y No me digas no (Nueva York, 1930). Estos fueron algunos de los primeros discos de cumbia que se conocieron fuera de Colombia.

En 1938, el sucreño Adolfo Mejía compone La pequeña suite (obra sinfónica, la primera escritura de un costeño en el lenguaje orquestal académico), cuyo tercer movimiento es una cumbia escrita para Orquesta Sinfónica. Allí hay un popular pasaje de fandango sabanero como cita textual: “Sapo este hijo es tuyo y en la cara se
parece a ti”.

En los cien años del natalicio de José Benito Barros Palomino (1915 – 2015), la cumbia debe ser el signo sonoro que dialogue con las otras músicas de América, en la búsqueda de rutas y asentamientos cumbiamberos del continente, posibilitando encuentros musicales, reflexiones académicas y, ante todo, nuevas propuestas de la cumbia que navega por ríos y mares.

El maestro José Benito Barros.

La frenética cumbia, como la llamó el poeta y músico Jorge Artel, tiene en su sustrato afro la base de la función rítmica. La sensualidad del ritmo, la profunda voz de los ancestros, los tambores en las noches de cabildos, la danza mulata, los hombres que llevan la emoción en sus manos a los tambores. Con sus siglos mojados en quejumbres de gaitas late un recuerdo aborigen, una africana esperanza sobre el cuero curtido donde los tamborileros, sonámbulos dioses nuevos que replican alegría, aprendieron a hacer el trueno con sus manos nudosas, poderosas y dispuestas para la algarabía… cumbia bailaron los abuelos.

La cumbia es un hilo conductor para encontrar los cabos sueltos de lo que somos como pueblo y como cultura. Cumbia la colorida, cumbia con sus espermas y mechones, fogata ancestral de la alegría de los cuerpos danzantes y las honduras secretas de las leyes del monte de los paleros que dialogan con la naturaleza para escudriñar los secretos escondidos en la tierra y en el monte.

El Heraldo

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