Misak Misak: una biblioteca en Colombia que se encarga de preservar las tradiciones de los indígenas
Es la tercera vez que Daniel se asoma a este libro de Tintin. Por eso ya sabe de sobra lo que ocurre al paso de sus páginas: un audaz reportero llega hasta el viejo oeste norteamericano y presencia las andanzas de un indio cherokee que viaja de pueblo en pueblo con una extraña diversión: recostarse sobre un poste y permitir que los asistentes a su espectáculo callejero le lancen flechas desde distintas direcciones. Siempre con la secreta esperanza de que sus verdugos de ocasión no puedan dar en el blanco.
El hombre lo consigue varias viñetas después. Daniel celebra la hazaña y ríe con ganas. “Otra vez lo volvió hacer”, se le escucha decir al pequeño de 9 años, que enseguida cierra el libro, se levanta de la mesa y camina unos pocos pasos hasta dejarlo en una esquina del estante de donde lo tomó prestado hace una media hora. Lo coloca justo detrás de unos ejemplares de cuentos y de fábulas, lo suficientemente escondido para asegurarse de que exista una cuarta vez. Es su libro favorito, contará luego. Y este lugar donde está ahora mismo, también.
La escena transcurre en la ‘Misak Misak Ala Kusreik Ya’. Es una bella biblioteca que se levanta sobre una loma de la vereda Las Delicias, en Silvia, ese pueblo que saluda siempre desde sus cerros nublados, al norte del Cauca. Fue ese el nombre que le dieron en el Resguardo Indígena Guambía, Cabildo Misak. Y al que quiera preguntar qué traduce en español le contarán que es algo así como ‘La casa del saber’ o ‘La casa del conocimiento’.
A quien le ha tocado explicarlo muy de seguido por estos días es a María Ascensión Velasco. A sus 34 años, es la bibliotecaria de este lugar que nació en 2009 y que hace poco fue finalista del concurso Daniel Samper Ortega, que lidera la Biblioteca Nacional para aplaudir a las mejores bibliotecas del país.
Vestida con el tradicional anaco negro de los guambianos —de los misak, como advierte enfáticamente ella que se llama esta comunidad en realidad— cuenta María que el espacio nació de la terquedad de Segundo Tumbé y Bárbara Morales, profesores del resguardo, que hace unos ocho años intuyeron con buen juicio que la comunidad necesitaba una biblioteca bien dotada que le sirviera a su vez como lugar de encuentro.
Para entonces, la Biblioteca Nacional había echado a rodar un programa de bibliotecas interculturales y no dudó en ponerle alas al sueño de ese par de maestros. Inicialmente se proyectó en otra vereda, La Campana, pero el Centro Educativo Las Delicias resultaba más equidistante para un resguardo de 14 mil habitantes que se extiende sobre un vasto páramo, más allá de estas montañas y sus nubes, hasta Jambaló, Tacueyó y Toribío.
Tras una minga en la que se involucraron padres, abuelos y niños, consiguieron adecuar el segundo piso del colegio de Las Delicias para la biblioteca. Y poco a poco fueron llegando los libros. Películas y juegos de mesa. También computadores; quince en total. Y detrás, centenares de muchachos que fueron viendo cómo todo aquello terminaba al servicio de su vida cotidiana.
Mientras María Ascensión hace memoria, una veintena de ellos la interrumpe por turnos. Isabella busca compartir con sus amigas el ‘Cuervolario’, un juego de mesa en el que a través de un tablero, unos dados y varias fichas con datos biográficos, se aprende sobre Rufino José Cuervo, el filólogo más importante que ha nacido en este país. Juan quiere jugar al parqués. A Javier le encanta el ajedrez, cuyos caballos, reyes y torres extrañamente es capaz de mover —al tiempo— con otros tres compañeros de cuarto de primaria. Flor pregunta por uno de los computadores para caer en la trampa del click. Andrideliana, en cambio, solo quiere coser; terminar esa mochila que empezó hace un par de días y quiere que María le explique cómo. Otras veces, los niños piden que les enseñen bailes típicos.
Ya es poco más del medio día y esta es la hora del almuerzo. “Pero muchos niños prefieren venir a divertirse, a compartir con los amigos. En un mismo día pueden llegar hasta 60. Y yo los dejo, porque eso es también una manera de aprender”, dice María.
Es que la Misak Misak es la biblioteca que menos se parece a una biblioteca. Porque si usted llegara justo ahora se sorprendería de no tropezar con ese silencio de bóveda que tradicionalmente acompaña a estos espacios. A cambio de eso sentirá el bullicio natural de los niños, sus risas, las preguntas que en voz alta le formulan al mundo. Parecen más un grupo de chicos que en sus ratos libres juegan a leer o, mejor, que leen para jugar. Que entendieron que los libros no son solo de quienes los escriben sino también, sobre todo, de quienes los leen.
María Ascensión —única trabajadora de este lugar— resuelve una a una las dudas de los pequeños usuarios. Otras veces, lee con ellos. Entonces su voz, afelpada y tenue, se hace escuchar con infinidad de matices y entonaciones, siempre con la promesa de que quedan aún muchos libros por contar.
Algunos niños terminan por llevar el libro a casa. El préstamo varía entre tres y quince días, dependiendo de su extensión. Ocurre que en ocasiones los leen en familia. Incluso los sufren. “Una vez una madre vino a buscarme porque no entendía por qué a su hija le habíamos prestado un libro que hablaba de una niña que hacía hechicerías e incluso era capaz de desaparecer a un profesor. Claramente se trataba de un cuento. Pero a mí me quedó la satisfacción de que ese libro se hubiera ganado dos lectoras que antes no tenía”.
Cuando es María quien les lee, lo hace en lengua tradicional, la ‘namtrik’, también llamada ‘namuy wan’. Es que una de sus luchas aquí es que se conserven las tradiciones ancestrales de los misak. Porque sucede que los más pequeños prefieren el castellano. Su lengua materna la tienen reservada para sus casas, a veces para jugar en el recreo. “Y lo que preocupa es que nosotros somos sobre todo una cultura oral. Entonces nuestra lengua se escribe más bien poco. Y así los niños se ‘ablancan’, se van alejando de su identidad”, reflexiona María.
Y eso que los tiempos han cambiado. Ahora, por lo menos, los niños del reguardo reciben clases de profesores que están obligados a ser bilingües. Cuando María tenía esa edad la única posibilidad de aprenderlo era en esa que llama poéticamente la primera escuela: el fogón de la casa.
Era allí y no en otro lugar donde se aprendían las ‘lecciones de convivencia’. Así les llaman los guambianos a esas parábolas que conversan con sus mitologías más ancestrales. Allí aprendió María, por ejemplo, que cuando llegara del monte con sus amigas, después de cortar leña, debía dejarla bien amarrada en la cocina, pues corría el peligro de que, ya de adulta, no pudiera expulsar la placenta cuando se convirtiera en madre. Otras veces sus abuelos le decían que no era bueno que cargara más de dos ‘mexicanos’ a la vez, una suerte de fruto parecido a la papaya. Si lo hacía, podía quedar embarazada de gemelos.
Movida por el deseo de que esas tradiciones no naufragaran en medio del disfrute cotidiano de la televisión o de la radio, María decidió involucrar a los taitas del resguardo con la biblioteca. Y como muchos de ellos no tenían tiempo para desplazarse hasta allí, ideó el ‘Kan ute Kellelei Wanwam Mer Kum los Shures y Shuras’ (Una hora con los abuelos y abuelas), para que los jóvenes conversaran con los ‘mayores’ en sus propias casas.
El taita Javier Calambas les habla de la importancia del territorio y les narra la historia de la lucha indígena. El taita Samuel los embelesa con sus cuentos porque nadie como él en toda Silvia conoce la fuerza de la palabra, de la cuentería, de los mitos y las leyendas, de la oralidad.
Algunas abuelas también participan. Se encargan de contar cómo, con sus telares, fabrican los anacos de hilo de los misak. Que el color negro simboliza la tierra, el territorio. Que el azul son las lagunas y el firmamento. Y que el blanco de los collares no es otra cosa que la pureza y la espiritualidad. La fe.
Unos y otros enseñan también el uso de las plantas medicinales. Que del eucalipto, el frailejón y el pino se pueden extraer aceites útiles; que nada resulta mejor que la caléndula para desinflamar una herida o que la ruda alivia los males del estómago y es bendita para las mujeres en trabajo de parto.
En otras ocasiones conversan a cerca del valor de la minga. Ese ‘todos ponen’ ancestral que reivindica la vida en comunidad. Cuando María era una niña, se hacían mingas para ayudarle a
algún vecino a preparar un terreno para cultivar o para arreglar una vía. Pero es una tradición que se ha ido extraviando. “Hoy primero te preguntan cuánto dinero hay de por medio para que encuentres colaboración”.
Juliana Botero, antropóloga y funcionaria de la Biblioteca Nacional, asegura que es tal la tenacidad de María Ascensión, que cuando se entera de que los chicos de las veredas más apartadas no pueden llegar hasta la Misak Misak, a falta de mil pesos para el pasaje, ella se remanga su anaco y hasta allá llega a pie o en moto.
Mientras repasa documentos, actas, fotos y archivos históricos donados por los taitas a la biblioteca, los cuales está sistematizando desde marzo pasado, Juliana recuerda haber visto a María recorrer más de hora y media para llegar hasta las veredas Cofre y Aguabonita, en lo más encumbrado del páramo, para hacer jornadas de promoción de lectura, de teatro o de música.
María asegura que simplemente se trata de “otra manera de vivir el territorio”, porque un misak sin su tierra no puede existir. El territorio es luz y alfabeto. Es principio y es también fin.
Ella piensa en eso mientras sostiene un libro de carátula negra sobre el que se lee ‘Srekollimisak: Historia del señor aguacero’. “Aquí cuentan la historia de nosotros, los misak. Seguramente no es el libro más consultado de los 4.200 que tenemos acá. Pero siempre tendrá sus páginas para ayudarnos a saber quiénes somos, a hacer memoria. Y solo por eso vale la pena que las puertas de esta biblioteca permanezcan abiertas”.