Falleció el escritor ítalo-argentino Antonio Dal Masetto

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A los 77 años y tras varios meses delicado de salud, murió en la madrugada de ayer, Antonio Dal Masetto, «escritor espía», como se definía ante su público, autor de prosa sobria y directa, cuya historia personal atravesada por la Segunda Guerra Mundial en su Italia natal y la migración de su familia a nuestro país ha dejado certeramente reflejada en varias de sus novelas.

Había nacido el 14 de febrero de 1938 en Intra, y 12 años después se radicó junto con su familia en la ciudad bonaerense de Salto, donde el fútbol lo ayudó a acercarse a sus compañeros de escuela y la biblioteca popular le abrió la puerta al castellano y a la literatura a partir de las aventuras de Emilio Salgari.

Había llegado a la Argentina con su madre y su hermana para reunirse con su padre, que hacía dos años vivía en Buenos Aires. Traía la ilusión de convertirse en artista plástico. Es que las monjas de la escuela a la que concurría en su pueblo le habían visto condiciones y hasta se habían atrevido a llamarlo «el pequeño Giotto», porque como el gran maestro, mientras en su niñez cumplía con su tarea de pastor de ovejas, dibujaba el paisaje.

«Utilizo mi propia existencia para hacer ficción», admitía al confirmar las huellas autobiográficas de la trilogía sobre la inmigración que comenzó con Oscuramente fuerte es la vida (1990), siguió con La tierra incomparable (1994) y cerró con Cita en el Lago Maggiore (2011).

Recibió distintos galardones literarios, que recibió con respeto, pero sin dejarse tentar por la vanidad. «Un premio es importante hasta que te lo dan. Después pasa a ser un dato más para la solapa de los libros», sostuvo días después de alcanzar el Premio Planeta 1994 por La casa del nogal que se editó con el título La tierra incomparable en la colección Biblioteca del Sur.

El «Tano» Dal Masetto, como lo llamaban todos los que tuvieron trato personal y profesional, deja un acervo de más de diez novelas, entre las cuales se cuentan Siete de oro (1969), Tres genias en la magnolia (2005), Sacrificio en días santos (2008)eImitación de la fábula (2014); seis libros de cuentos –Ni perros ni gatos (1987),Reventando corbatas (1989), Amores (1991), Gente del Bajo (1995), El padre y otras historias (2002) y Señores más señoras (2006)- y el libro de relatos Crónicas argentinas (2003).

En los últimos meses, su salud se tornó frágil y hacía poco menos de una semana había sido internado en el Hospital Italiano, donde murió de un infarto cardíaco. Pero en ese lapso, concluyó Crónica de un caminante, que en diciembre publicará Sudamericana (ver aparte). Dejó muy avanzada otra obra, aunque no se sabe qué decisión tomarán sobre ella sus hijos Marcos y Daniela, de sendos matrimonios con María Di Silvio y Graciela Marmone.

Dal Masetto no sólo narró sus vivencias y las de su madre sobre la guerra y el regreso a Italia después de muchos años, sino que pintó los miedos que tuvo como muchos argentinos en los tiempos de la dictadura. Su novela Hay unos tipos abajo fue un guión de televisión, protagonizado por Emilio Alfaro y dirigido por Rafael Filippelli. Ambos decidieron llevarla al cine, con el mismo título, en 1985, protagonizada por Luis Brandoni y Luisina Brando. También en la pantalla grande, Jorge Polaco dirigióSiempre es difícil volver a casa (1992), novela en la que se basó también un film de Romain Gavras (hijo de Costa-Gavras).

Siempre se consideró a sí mismo un «espíritu itinerante que quería saber qué pasaba más allá de la frontera, de la ruta que veía», según sus propias palabras. «Sentía que en el pueblo me ahogaba», explicó la razón por la que dejó Salto y se instaló en Buenos Aires, solo, compartiendo un cuarto de pensión con otros cinco hombres. Tal vez ese mismo ahogo lo llevó a mudarse a Bariloche con su primera esposa, a dejar la ficción por un tiempo. De esa experiencia, regresó a la gran ciudad para dedicarse entero a escribir aunque «pasara hambre». Siete de oro fue su primera novela, donde sentó el sello autobiográfico que mantuvo por más de 40 años.

Alternó su producción literaria con la publicación de notas periodísticas y columnas en el diario Página 12, el dictado de talleres de escritura con interminables charlas con autores y amigos entrañables como Miguel Briante (1944-1995), Osvaldo Soriano (1943-1997), Guillermo Saccomano, Ricardo Piglia y su agente y amigo personal Diego Mileo, que tuvo la difícil tarea de confirmar oficialmente su muerte.

Con su lápiz sobre el cuaderno, escribió muchas de sus crónicas en los bares del Bajo porteño, su barrio, que le generaban una gran fascinación: «Yo espero en esas mesas, como un cazador con la escopeta amartillada, que caiga la historia. Si uno está alerta siempre aparece. El escritor es un espía que anda por el mundo tratando de robar cosas en un lado y en otro para alimentarse».

Todos coincidieron siempre en destacar su amistad, que superaba la actividad profesional, y su personalidad afectuosa. «Dal Masetto es italiano de nacimiento, pero como escritor no puede ser más intensamente porteño. No sólo ha publicado cuentos y novelas, sino también poesía. Su don poético, cuando queda libre, le permite volar y permite volar al lector», había señalado Eduardo Gudiño Kieffer al darle la bienvenida a su novela Fuego a discreción (1991).

Sus restos serán cremados pasado mañana y su familia dispondrá el destino final.

Biblioteca elemental

Los ejes de una obra con sello autobiográfico

Temas

La inmigración, el desarraigo, los miedos íntimos y los viajes son tópicos recurrentes en Dal Masetto

Títulos

De su trilogía sobre la inmigración se destaca Oscuramente fuerte es la vida; Hay unos tipos abajo y Siempre es difícil volver a casa fueron llevadas al cine

Premios

Obtuvo el Konex de Platino 2014 Novela (2011-2013); el premio Planeta 1994; el Municipal en 1990 (Segundo Premio Municipal en 1987 y 1983) y, en sus inicios, una mención en el Casa de las Américas 1964, por Lacre, su primer libro de cuentos.

Publicado en La Nación

In god we trust

Antonio Dal Masetto colaboró con Página/12 desde el lanzamiento del diario. Durante mucho tiempo realizó una contratapa semanal, después prefirió evitar la presión del compromiso, pero siguió enviando sus formidables minificciones sin obligación temporal. A fines de la semana pasada recibimos un mail con la que ocupa esta página. Nadie, ni él ni nosotros, imaginó que sería la última. Sirva entonces esta publicación como reconocimiento a su talento y dolorosa despedida.

Recibo la visita del licenciado Santoro. Acaba de terminar el borrador de una novela, su primer libro. Solicita que le dé una mano en la corrección final. Le digo que eso le costaría cierta cifra. Acepta, me adelanta cien dólares y convenimos en comenzar dentro de una semana. Ando escaso de fondos así que apenas se va me corro hasta la cueva de un fulano del barrio que conozco para convertir los dólares en pesos. El fulano me explica que no puede aceptar el billete porque alguien, con un resaltador, dibujó una aureola como de santo alrededor de la calva de Benjamín Franklin. Esto no lo invalida, pero ocurre que la gente se niega a recibir billetes con marcas. Me dice: “Con los nacionales no hay problema, corre cualquier cosa, pero tratándose de plata extranjera solamente te aceptan billetes impecables”. Entonces me acuerdo que le debo cien dólares al amigo Orlando, lo llamo y le entrego el billete con el San Franklin.

Y ahí se terminaría la historia si no ocurriese que tres días después me tocan timbre y aparece Charles Ontivier, un falso francés que se dedica a vender cuadros falsos, quien viene a pagarme una antiquísima deuda de cien dólares. Es un dinero que había dado por perdido y considero el acontecimiento como extraordinario, sobre todo conociéndolo a Charles. Así que me sorprendo más que mucho y la sorpresa aumenta cuando descubro que el billete con que me paga es el mismo que tres días antes le entregué al amigo Orlando, aquél con Franklin convertido en santo. Inmediatamente disco el número de Orlando y me entero que también él pagó una deuda con esos cien. Le explico lo sucedido y entre los dos nos lanzamos a rastrear el recorrido del billete. Al cabo de algunas horas y numerosos llamados telefónicos llegamos a la conclusión de que el billete pasó exactamente por las manos de doce personas, a cada una de las cuales le debían dólares y que a su vez debía dólares. El último pago le fue efectuado por un abogado de San Isidro a Charles Ontivier, saldando la venta en cuotas de un pequeño Quinquela (falso, según confesión del propio Charles).

De vuelta en mi casa, mientras medito sobre la sorprendente calesita del San Franklin, recibo un llamado del licenciado Santoro quien me dice que anda cerca y necesita verme. Aparece unos minutos después, me informa que lamentablemente debe suspender el proyecto de la corrección del libro, me expone una serie de razones que harían lagrimear el corazón de una piedra y me pide que por favor le devuelva los cien dólares. Meto la mano en el bolsillo y le entrego el billete. El licenciado Santoro me asegura que soy un caballero y se retira.

Quedo nuevamente solo y pienso largamente en esos cien dólares que llegaron y se fueron como una mágica alfombra voladora, que casi no existieron, pero gracias a los cuales doce personas cobraron lo que se les adeudaba o parte de ello, pagaron sus propias deudas o parte de ellas, quedaron en paz con sus almas y recuperaron o conservaron amistades y confianzas. Me devano los sesos con este enigma. Y hay algo más. En esta extensa operación el movimiento no fue en realidad de cien dólares, sino de mil doscientos (lo abonado por los doce deudores). O de dos mil cuatrocientos, si se le suma lo recibido por las mismas personas en su calidad de acreedores. Hice las cuentas lápiz en mano y confío en no haberme equivocado, aunque dudo, no soy bueno para los números. Ya oscureció y sigo reflexionando sobre lo mismo. A las especulaciones y al misterio se ha ido sumando una sensación molesta. Me pregunto: ¿En este ir y venir del billete de cien dólares, finalmente, no habré terminado perdiendo plata?

Publicado en Página 12
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