El hombre que vio demasiado

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El artista de la lente, que a los 10 años inició a publicar fotos policiacas en periódicos, es retratado en El hombre que vio demasiado.
Para Enrique Metinides, la fotografía es como el cine: un testimonio para el futuro, un pasatiempo que en medio siglo le permitió observar los cambios de la ciudad y sobrevivir a 19 accidentes que le provocaron nueve costillas rotas, un infarto y la caída desde un acantilado. Pero en todo ese tiempo, asegura, fueron las ranas de la suerte y la Virgen de Guadalupe quienes lo cuidaron.

Metinides siempre ha creído en la buena suerte. Por eso no demerita la fortuna de que el próximo viernes 1 de abril se estrene la cinta El hombre que vio demasiado, de Trisha Ziff, dentro de la gira de documentales Ambulante, del 1 al 14 de abril, donde se cuenta la vida de este fotógrafo que inició a los nueve años y obtuvo el mote de El Niño, así como la exposición que ha montado el Fotomuseo Cuatro Caminos y cerrará el 15 de mayo.

Después vendría su larga carrera: cuando a los 10 años publicó su primera portada en La Prensa, su participación en el Alarma o a cuando lo contrataron a sueldo, a los 14 años, en el extinto periódico Zócalo, la retrospectiva que le dedicó el MoMA de Nueva York y el récord que ostenta como el fotógrafo más joven del mundo.

Todo esto lo dice a Excélsior, pero asegura que él aún es un niño curioso, un dicharachero al que le gustan los chistes y que recuerda con humildad cómo inventó el código policiaco hasta hoy utilizado.

Todo empezó con las películas, reconoce. Entonces vivía en la calle de Vizcaínas y cada domingo iba a los cines de San Juan Letrán para ver las películas policiacas, con las persecuciones, los incendios y las balaceras que tanto le emocionaban.

A los nueve años su papá le regaló una cámara Braun, hecha en la Alemania de los años 30, con la que empezó a fotografiar algunas escenas de sus películas favoritas. Luego decidió caminar por Paseo de la Reforma y la avenida Juárez para retratar la ciudad. Ahí nació el germen que lo llevaría a ser un fotógrafo policiaco.

Para entonces su papá tenía un restaurante en San Cosme, a media cuadra de la séptima delegación, donde a menudo comían desde el ministerio público hasta el juez calificador y los policías. “Un día les enseñé mis fotos y me dijeron que fuera a la delegación para tomar fotos de los detenidos y los muertos. Y así comenzó todo”.

Metinides abre un álbum y muestra una fotografía donde aparece un hombre decapitado. En la escena hay un policía que sujeta la cabeza del hombre, mientras el cuerpo yace a un lado. “¡Ah, mira!, fue mi primer muerto”, dice como si acabara de descubrir una reliquia.

Metinides toma sus álbumes con cientos de fotografías y se convierte en un abuelo que cuenta la historia atrás de cada imagen. Y aunque reconoce que nunca imaginó que éstas tuvieran un valor artístico, afirma que la idea de captar al mirón sí es suya, pues la descubrió en las películas de matones. Así que esta técnica la llevó a los 198 accidentes aéreos que cubrió, miles de choques, conatos de suicidio, percances en las vías del tren y hasta en aquella escena donde una mujer camina con un ataúd en la calle.

Al azar abre el libro y se ve la imagen de un niño de seis años que está sentado en la cama de un hospital. No recuerda su nombre. Y aunque la historia es larga recuerda que atropellaron al niño en avenida San Joaquín. Tras el accidente, un taxista lo lleva al hospital militar, pero luego fue trasladado a la Cruz Roja de Polanco, donde le operaron una pierna.

¿Y qué opina de la nota roja en nuestros días?, se le inquiere a Metinides. “Yo no cubrí nota roja, sino policiaca. Es diferente. La nota roja es corriente. Pero se pueden hacer fotos de drama sin meter al ensangrentado”.

Publicado en Vanguardia

Enrique Metinides: El hombre que vio demasiado

Es toda una odisea llegar al Foto Museo Cuatro Caminos luego de atravesar la mitad de la ciudad en metro. La línea 2 es una de las rutas del infierno subterráneo que millones de viajeros padecemos para transportarnos. La hostilidad y la desesperación viajan hacinadas en vagones repletos de agresión, ruido y humores indescriptibles. Me pregunto si Joel-Peter Witkin conocerá las inmediaciones de los metros Tacuba, Toreo, y la línea 2. Son puestas al día de sus montajes fotográficos. Los “mirones” de las fotografías de Metinides van y vienen en recorridos que pueden durar hasta cuatro horas en promedio hacia un destino azaroso. Con buena suerte no terminarán como objeto de la lente del legendario fotorreportero. Un anciano sentado al lado mío compra un CD pirata con “Lo mejor de la salsa clásica” que vende un vagonero a cuyas espaldas, como caparazón, carga una voluminosa mochila con aparato de sonido ensordecedor donde reproduce su mercancía. La gente se divierte y vive acostumbrada de la mejor manera al horror que nos acompaña como presencia mustia durante nuestros trayectos cotidianos. El metro se detiene por tiempo indefinido, incalculable, impredecible en cada estación. Parece una llamada para que todo mundo renuncie a usar ese medio de transporte para siempre. El fodongueo es parte de esta atmósfera de dejadez y resignación colectiva.

Un viernes de sol radiante, de aire tóxico, irrespirable, excepto para los habitantes de una ciudad vigorosa y cruel. Las avenidas congestionadas reflejan en el pavimento un brillo acerado como navajas, sobre todo al poniente, los picos de los rascacielos parecen monumentos al casquillo de bala y las cachas de pistola. La adrenalina fluye a borbotones en una terminal del metro y sus accesos que parecen un extraño híbrido de urbanización penitenciaria, mercado, basurero y homenaje a Calcuta. En un reportaje publicado en la revista Nexos de febrero de 2015, Claudia Altamirano señala que “en una escala del 1 al 100, donde 100 es el precio (económico y moral) más alto que los ciudadanos pagan por transportarse, el Distrito Federal rompió la marca de la más reciente encuesta con un doloroso 108, lo que significa que los capitalinos sufren al transportarse más que cualquier otro habitante de las veinte ciudades en las que fue aplicada.”

Es una ciudad viva, poderosa, de barrios descoloridos pero no por ello estáticos. La capital arropa la crónica negra de su historia. La ciudad donde nadie es inocente.

Ubicado en una de las zonas más agrestes del norte de la ciudad de México, el Foto Museo en la avenida Ingenieros Militares presenta dos exposiciones harto interesantes y muy a tono con la capital de los esperpentos y la zozobra: “El hombre que vio demasiado”, de Enrique Metinides, una retrospectiva del artista del horror quien con sus impactantes fotografías de “nota roja” ha hecho una de las crónicas más certeras de la Ciudad de México de los últimos cincuenta años, por lo menos. “Witkin and Witkin” es la exposición que acompaña a las fotografías de Metinides. Los gemelos Joel-Peter y Jerome, fotógrafo y pintor, respectivamente, cierran la cuña con sus obras delirantes y esperpénticas de aire transgresor que remiten a Goya, Francis Bacon y Diane Arbus, sobre todo en el caso del fotógrafo.

Enfocándome en la exposición de Metinides (Jaralambos Enrique Metinides Tsironides, para los extraños; Ciudad de México, 1934) queda claro que es el gran cronista de la tragedia capitalina. Admirador de la trilogía cinematográfica de Pepe el Toro, y en general del cine de melodrama urbano y de gángsters, desde el primer momento que tuvo una cámara en sus manos, a la edad de diez años, se convirtió en un agudo testigo gráfico de la tragedia que envolvía la cotidianidad de la gran urbe. Nadie como él para retratar el dolor y el azoro de la Ciudad de México en el siglo XX. Espontáneamente captó lo que la censura social y oficial decidieron pasar de largo. En términos cinematográficos su obra es un repaso al cine mexicano de la “época de oro” hasta los años ochenta: Nosotros los pobres, Ensayo de un crimen, Los olvidados, Mecánica nacional, Llámenme Mike, La pulquería.

Hijo de inmigrantes griegos, sus estrujantes fotografías de nota roja publicadas desde 1948 y hasta 1993 en diversos semanarios y periódicos sensacionalistas, sobre todo en La Prensa, hoy en día son objeto de culto y se exhiben en importantes galerías y museos de México y el mundo. La obra de este artista adquiere un sentido histórico a la altura de los mejores documentos sociales. Luego de muchas décadas de anonimato para las élites intelectuales, Metinides es objeto de culto entre las nuevas generaciones de artistas visuales, curadores de fotografía y literatos que ven en él a un icono pop. Metinides tiene lo que el poeta Jacques Prévert diría del fotógrafo Brassaï: un sentido para captar la belleza de lo siniestro. Todas las variantes sobre la forma de morir trágicamente. Elija la que le guste, la muerte a nadie discrimina. Si la inocencia es el punto más lejano del cinismo, el proceso de formación y consolidación del fotorreportero fue consecuente con su edad y su momento. Metinides decidió vestir el atuendo de héroe que carga sobre sus espaldas el deber de narrar con imágenes a un pueblo semianalfabeta, la historia de su ciudad.

“El hombre que vio demasiado”, más que tener curaduría es una prolongación del libro 101 tragedias de Enrique Metinides (Blume, 2012), edición y prólogo de Trisha Ziff, también curadora de la exposición; pero sobre todo, del excepcional El teatro de los hechos, editado en 2000 por el entonces Gobierno del Distrito Federal, con muy completos ensayos de Alfonso Morales, Mauricio Ortiz y Juan Manuel Aurrecoechea. Llama la atención que de un fotógrafo con un acervo personal de miles de fotografías, para esta exposición se hayan seleccionado imágenes ya clásicas como la de Adela Legarreta Rivas, la hermosa dama arrollada por un Datsun en Avenida Chapultepec. Como esa fotografía, muchas más le resultarán ya muy vistas al espectador familiarizado con la obra de Metinides. Si el fotógrafo vio demasiado, necesitamos conocer más de lo que registró en su maratónica trayectoria registrando la tragedia cotidiana de la Ciudad de México, sobre todo. La exposición sigue la inercia del discurso de Metinides que cuenta prácticamente las mismas historias cada vez que lo entrevistan. Lo más “novedoso” es una serie de sus fotografías a color, relativamente reciente, que Metinides ha resignificado con sus juguetes haciéndolos posar con un fondo dantesco de percances de todo tipo. Es su obra y su alma infantil entregados a un mórbido pasatiempo que recrea al universo del genial artista.

El fotógrafo incansable registra el fracaso de los anhelos del México postrevolucionario manchados con la sangre del salto al vacío, el balazo suicida, incendios, puñaladas arteras, la colisión de cientos de toneladas de concreto que deja como saldo cuerpos destripados; crímenes enigmáticos, cientos de huéspedes de Lecumberri, policías de apariencia fantasmagórica tan intuitivos como para entender de inmediato que el crimen sí paga si le llegan al precio. Su fascinación por los accidentes automovilísticos da a su obra un sentido ballardiano. Coleccionista compulsivo, sobre todo de juguetes (más de cuatro mil) relacionados con el ambiente policiaco y de servicios de emergencia, opina sobre su trabajo: “El morbo existe en todos: en el que lee la nota, el homicida, el reportero, los mirones. Siempre quise hacer algo artístico, con más categoría, pensando incluso en la familia de la víctima, en su dolor, en su vergüenza.”

Parafraseando a Pacheco en Las batallas en el desierto, de este horror nadie puede sentir nostalgia: está vivo, presente entre nosotros. A la manera de Zolá, Metinides nos ha hecho conscientes de la fragilidad de nuestras vidas, de su absurdo, confrontándonos con la posibilidad sorteada de ser objeto de atención del relato periodístico desde el horror. Este es un aporte indiscutible dentro de un género marginal (la nota roja periodística), que sin embargo se muestra capaz de sensibilizarnos de la misma manera en que lo hacen las bellas artes. Nuestros quince minutos de fama pueden ser nuestro obituario o nuestra pena, nos recuerda Enrique Metinides. Como ningún otro fotógrafo mexicano hizo el retrato hablado de una sociedad urbana adicta a mirar, escoptofílica. Con su oficio hasta hace poco menospreciado por las élites culturales (Monsiváis con toda su erudición no le dedicó un solo párrafo de sus ensayos fotográficos), por el progreso y el orden oficiales, captó con su lente la estrepitosa caída de una sociedad de todas formas arrodillada ante su destino. El conjunto de su obra bien podría ser titulado “Los mirones”.

Su único temor en la vida es salir a la calle de noche y volar en avión.

Publicado en La Razón

 

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