El «Perro Emaides»: de fundador del Cosquín Rock a la vida tranquila de las sierras argentinas

1.474

El nuevo hogar de Héctor Emaides queda en Tanti. Es una casa de campo con quincho y pileta. De regalo de bienvenida, el anfitrión convida con un tour que concluye en el patio trasero. La vista rueda cerro arriba y se pierde entre espinillos y el verde agreste. El Perro interrumpe con una adivinanza: ¿cuánto paga de alquiler? La cifra es increíblemente baja, aunque sobre el final de la charla confesará que al monto hay que sumarle un 40% de otro detalle que no viene al caso. Igual sigue siendo barato. Pero el ejemplo sirve para ejemplificar que en el mundo del Perro, todas las conversaciones tienden a poner dos ruedas en la banquina de los números en algún momento.

El Perro tiene 62 años y goza de la vitalidad de siempre, una especie de electricidad que se hace evidente en su verborragia y en sus movimientos, algo que se puede percibir en la forma en que se inclina levemente hacia adelante para dar una explicación con vehemencia antes de soltar una carcajada, o en el modo en que revolea los ojos (cuando no el teléfono) si una respuesta no concuerda con sus expectativas. La energía del Perro es su sello distintivo. Se le nota en el empeño que pone para despachar con celeridad el trámite de la sesión de fotos –cosa que, confiesa, no le gusta nada–. Pero igual acata las sugerencias. Al comienzo, en las cuatro primeras tomas, la docilidad permite al fotógrafo pasearlo por diferentes ambientes, hacerlo posar; luego comienza a gruñir, empieza a preguntar hasta cuándo, y finalmente se tira a la pileta, se baja la malla y muestra el culo, quema un panal de abejas con un pucho y todos tenemos que salir corriendo.

Cuando escucha el obturador de la última instantánea, mira al fotógrafo y le ladra: “Basta, boludo, ¿cuántas me vas a sacar?”. La cámara va a parar al bolso y recién entonces se sienta a conversar.

Duro de roer

La electricidad vuelve a vibrar. “Dale. Preguntáme lo que quieras. ¿Sabías que me voy a recibir de licenciado en antropología? Estoy estudiando esa carrera que siempre me encantó. No, ejercer no, quería estudiarla. Qué sé yo qué voy a hacer. Pará que contesto esta llamada, bancá que este tipo me debe guita”.

El resto de la conversación con el Perro estará mediada por la negociación para recuperar ese dinero vía WhatsApp. Para eso también habrá varias pausas al estilo “No, esperá que llamo a tal a ver si puede ir a buscar la plata así me quedo tranquilo”. No se trata de una cifra alta, pero el hombre vive de esto, y explica el destino de cada billete.

Volvemos al tema del estudio. Es inevitable pensar en los profesores que le toman los exámenes de la facultad al Perro; imposible no imaginar a ese tribunal en pleno debate. “Les peleo la nota a muerte”, confiesa Emaides. Y enseguida se levanta y busca la libreta de cursado que está en un cajón. Las calificaciones no bajan de 8. Las primeras hojas están firmadas con mensajes de Osvaldo Bayer, Lila Downs, Manu Chao y otros nombres de grueso calibre. Es un gusto que el alumno Emaides se quería dar, que su libreta arrancara con buenos augurios de gente que admira.

“Dale, preguntá. Qué más querés saber”, alienta antes de que el teléfono vuelva a pitar. Para un exvisitante de Mussnak, la disquería que generó alta fidelidad en la avenida General Paz primero y que vio su final en la galería sobre la calle Tucumán, el Perro es un emblema de una época. Y él es consciente de ese fenómeno. Lo recuerda con cariño. Repasa nombres, mezcla fechas y apellidos. Y se reconoce en ese espacio y tiempo como en una aventura arqueológico-musical que, por esos caprichos del destino, terminó uniendo a todos los que coincidían en su local para cachetear los catálogos con novedades, cuando el mp3 no era ni un proyecto binario. Pero también se reconoce como un viajero incansable, como un derrochador de dinero a destajo, como un inversor descuidado, como un productor faraónico que junto a un joven socio puso la piedra basal de una de las empresas más ambiciosas en materia musical del siglo 21 en Córdoba. Y de esto también acepta que le pregunten todo.

Aquí Cosquín

La sociedad que formaron Héctor Emaides y José Palazzo a comienzos de la primera década de 2000 estaba cimentada en la amistad. Y en este punto el Perro enfatiza su cariño por su expartenaire en varias oportunidades. “Lo que pasa es que teníamos formas distintas de ver las cosas –sintetiza–. Pero no es que nos peleamos. O sí. No sé. Yo sé que el quiebre se produjo en la edición en la que se presentó Charly García, esa de la noche en que Charly pidió la bolsa de guita en efectivo para subir a tocar”.

Según cuenta Emaides, los caminos se bifurcaron porque su idea tenía que ver con una apuesta más volcada a renovar la programación, a traer bandas nuevas, y eso no ha ocurrido desde aquel entonces. Para demostrar cuán unidos eran con Palazzo, el Perro abre un armario que hace las veces de biblioteca y extrae uno de los muchísimos álbumes de fotos que sacará durante el transcurso de la charla. En éste en particular, que se titula “Las Leñas con José Palazzo”, hay un rollo entero de fotos en las que se ve a ambos empresarios con sendas familias disfrutando del paisaje nevado. “En esa época nos tomábamos un fin de semana para organizar el festival y nos íbamos a Las Leñas con nuestras familias. ¿Ves? Acá estamos todos esquiando”, señala. En una de las imágenes se ve a ambos, con muchos calendarios menos sobre el lomo, enfundados en trajes de colores fosforescentes, con los rostros tostados, salvo por el contorno de los ojos, donde la marca de los anteojos para nieve les ha dibujado un antifaz blancuzco.

De aquél Cosquín, al Perro le sobraron bolsas enormes con merchandising que hoy son reliquias. Desde ediciones limitadas de discos que se entregaban a modo de promociones hasta remeras y gorras. “Lo voy a vender todo”, dice al tiempo que mete la mano en una bolsa, saca un gorro y lo tiende a modo de regalo.

La vida es una moneda

Sobre la mesa se van juntando más y más álbumes de fotos. También la colección completa de libros de Vicente Luy. Ya casi no hay espacio para el cenicero. Casi ha conseguido cerrar el tema del dinero que le deben y cómo recolectarlo. ¿Se puede vivir una vida entera moviendo cifras (sin importar la cantidad de ceros) y no terminar puteado con la gente? El Perro dice que no tiene enemigos, o al menos no gente que él considere en esa categoría. Y con sus afectos, según cree, siempre ha sido atento. Aunque su mejor momento fue en 2010, hoy siente que no le falta nada y que está muy bien.

–¿Qué tenías en ese año?
–Una casa de 140 mil dólares, una 4×4, un auto. Hacía viajes. No me faltaba nada. Le puse una pizzería a mi ex y todo.

–Ahora tenés 61, ¿cómo te ves en 10 años?
–Con 71, boludo. No pienso en esas cosas. A mi vida la pienso en, máximo, una semana. La semana que viene me voy a pescar con un amigo. Así me gusta ver la vida.

El Perro no pierde el humor. Antes de despedirse, muestra algunas obras de arte que hace en sus ratos libres. Se le desarman cuando las pone verticales. De camino a la salida pide silencio. Hay una lora comiéndose unas frutas del árbol. El salto que pega hasta sorprenderla da cuenta de su vitalidad: “Bichos de mierda; yo con esto hago compota”.

Publicado en La Voz

 

También podría gustarte