Oda al caldo de huevos

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Por Juan Calles

Recuerdo a mi abuela en su cocina diminuta, un poyo de adobe, grandes tablas de madera para picar verduras y frutas, recuerdo su horno lleno de pan viejo y ratones avorazados. La recuerdo preparando un caldo extraño pero oloroso. Un día antes ella y su mejor amiga habían bebido varios octavos de aguardiente mientras hablaban de sus penas y recuerdos. Yo era un niño que ayudaba a atender la venta de helados, chocobananos, gaseosas, poporopos y chicles mientras ellas bebían y platicaban. Esa mañana llovía y ellas padecían una cruda de pronóstico reservado.

Colocó pedazos de pollo en agua hirviendo, lo sazonó, y se sentó frente a su amiga que destripaba limones sobre un vaso lleno de agua mineral. Eso no nos va a curar le dijo mientras sacaba un octavo de aguardiente de su delantal, el eterno delantal de mi abuela. Somató el culo del octavo sobre la palma de su mano izquierda y le retorció el pescuezo, hizo el sonido característico de metal molido y giró la tapa dorada. Sirvió dos mitades en cada vaso y brindaron en silencio. El caldo de pollo empezó a soltar un olor dulzón y grasoso.

Aún paladeando el trago de aguardiente se levantó para sacar el pollo del agua hirviendo, lo desmenuzó y dejó los huesos dentro de la olla, la carne la guardó en un recipiente plástico con tapadera hermética. Al agua con huesos le agregó tomates cortados en cuatro, una cebolla, sal, pimienta y unas hojas verdes que olían a sexo de mujer. Las sacó de una bolsa de manta que colgaba de un clavo oxidado y viejo. Yo solía acercarme a esa bolsa y aspirar el olor imaginando que era olor de mujer; ahora sé que era apazote. La pequeña cocina se inundó de ese olor enervante. En 5 minutos me avisás,  advirtió mi abuela antes de empinarse el último sorbo de aguardiente con limón.

Mientras transcurrían esos cinco minutos volvieron a comentar las anécdotas de la ultima noche, los chistes que contaron y quien había empezado a llorar con las canciones de Juan Gabriel. Ya pasaron cinco minutos le dije acercándome a sus mejillas arrugadas. Ella sacó los huesos del pollo, movió un poco la infusión y abrió cuatro huevos que dejó caer sobre el caldo hirviente; de inmediato se formaron nubes blancas, parecían el velo de una novia de barrio, el olor se intensificó. La amiga de mi abuela ya servía el próximo tapis.

Mi abuela se quedó viendo el agua mientras hervían todos los ingredientes, de pronto, como viniendo de la nada cuatro pelotas anaranjadas flotaron en medio del tomate, la cebolla, el apazote y el velo de huevo. ¡Ya está! dijo mi abuela eufórica. Traéme tres platos hondos me ordenó contenta. Yo corrí feliz por los platos, pero aproveché para traer cucharas y el frasco lleno de chiles jalapeños en escabeche. Ella vio mi iniciativa con buenos ojos, así me gusta mijo, mientras decía eso yo me sentía el mejor cocinero del mundo. Llenó los platos tratando que quedarán llenos de todos los ingredientes, los pasó a la mesa. Esto si nos va a curar dijo, pero la verdad es que ya se picó el maíz, comentó mientras soplaba para no quemarse la lengua.

Recuerdo esa mañana lluviosa, maravillado y lucidamente, la cocina de mi abuela, su delantal, su mejor amiga, el piso de tierra, las bancas de madera comidas por la polilla de los años, sus manos cocineras, y esos remedios para la cruda que eran además de efectivos, deliciosos.

Luego de tres cucharadas, las mejillas se nos ponían coloradas y el ánimo se había trastocado, de estar casi aniquiladas por la resaca a jubilosas y felices, ya habían cambiado la música, ya Juan Gabriel no cantaba lastimero y rogón, en su lugar una cumbia de Pastor López hacía mover las chancletas Suave Chapina rítmicamente.

El caldo de huevos cura la cruda, con la temperatura del caldo, con la mezcla de sabores nutricios y exóticos, pero sobre todo con el olor sexual del apazote, el fuerte sabor de la planta mezclado con la grasa del pollo alivia las entrañas, te energiza y anima, el caldo de huevos es pura magia sanadora, es manos de abuela alcanforadas, el caldo de huevos mata las crudas, es un aliciente social y es muy barato.

El caldo de huevos es voz de albañil, martillo de zapatero, silbato de afilador, delantal de locataria, es un cáliz repleto de la alianza nueva y eterna entre una noche de juerga y una mañana apacible y lenta en la que cocinas esa infusión sanadora conocida incluso en otras culturas y latitudes, en Armenia la usan para curar las gripes, en Corea es una sopa afrodisíaca muy popular, en España la reclaman como una receta originaria; yo estoy seguro que la receta sanadora y nutritiva proviene de la misma 24 calle del Barrio San Antonio.

Me gusta lidiar con la cruda cocinando, retorciéndole el pescuezo a los octavos de aguardiente, llegando al mercado a elegir las mejores ramas de apazote, el pollo más grasoso que encuentre, me gusta lidiar con las crudas recordando la cocina de mi abuela, las crudas de mi abuela, que si el caldo de huevos no era suficiente preparaba un trago quemado que debía tomarse en posturas casi imposibles para un bebedor con cruda. Pero esas son recetas que quizá nunca se publiquen.

Publicado en Barrancópolis
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