Recorrido literario por Medellín
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En alguna parte dice Faulkner que “una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre”: un enigma, como tantos otros del creador de Yoknapatawpha. Soy novelista y lo entiendo. Escribir novelas me ha sosegado y me ha encabritado. Antes y después de su concepción han sido oscuras hermanitas gemelas de mi corazón. Con ellas he arrullado mis desasosiegos, penurias y padecimientos. Con ellas he conocido el brío y el regocijo de la creación.
Sin embargo, para mí, que nací y vivo aquí, Medellín nunca ha sido una hermana gemela. Es una ciudad fantasmagórica. Y también un terruño turbio y negroide, espeluznante, un recelo que se soporta silenciosamente, una sombra que atormenta y libera. Un destino ineludible.
Soy un lector que escribe. Aprendí a conocer y a reconocer a lo mejor y lo peor de Medellín por las novelas que la han esculcado en los últimos treinta o cuarenta años. Son pocas: mi lista –si acaso puedo hablar de lista– es breve. ¿Por qué? Ojalá supiera. Echo un vistazo al montón de novelas que transcurren acá y me estremezco: tantas que no he leído ni leeré, tantas que encapuchan el sol de Aburrá, tantas que se arrodillan ante sus ídolos menos heroicos. Tantas escritas con rencor provinciano. Tantas escritas con buenas intenciones, derecho a los infiernos. Tantas que dejo por fuera pues apenas voy a hablar de aquellas que me han marcado en el oficio y alentado mi pasión. No las encasillo por temas, ni por tonos o estilos. Tampoco las catalogo por sus visiones. Invoco su poder de invención o reinvención. Dioses y demonios de la literatura, ¡bendigan mi osadía de pretender hacer un canon no canónico de las letras de Medellín!
Empiezo por Aire de tango, de Manuel Mejía Vallejo, (Premio Vivencias, 1973), una cachetada a las costumbres agropecuarias de la época. Veteranos en boñiga, ruanas y machetes, no pocos lectores se escandalizaron al leer las historias de Jairo, “cuchillero terrible pero vanidoso”, nacido en Medellín el 24 de junio de 1935, el mismo día en que el tanguero Carlos Gardel murió en un accidente de aviación funambulesco o dantesco, según se mire. ¿Por qué el ruido? Tal vez porque Manuel no supo o no quiso o no pudo guardar escrúpulos al retratar la sordidez del barrio Guayaquil, el otro centro de Medellín, con sus cantinas, billares, malevos y putas imponentes y obesas, como esculturas de Botero. Aire de tango descuartizó la entelequia de la raza antioqueña con sus lacras de babas y de nadas. Desenmascaró la orfandad de los arrabales y rechazó la indigencia de la moral al uso. Fue una anunciación: se puede escribir con los cinco sentidos, sin falsa decencia ni fetiches, aparte de los puñales de Jairo, obvio. Una revelación de erotismo, además. Me dirán sátiro, pero en Aire de tango hallé la devoción y la lujuria de las quinceañeras, la sensualidad de los cuerpos marchitos por el desaseo del deseo y “el instinto feroz de la ocasión favorable”, como se condolía el bonachón Nabokov.
El mundo gira y gira. Casi diez años después, en 1984, se publicó una novela sutil y entrañable. Si con la fábula tanguera de Manuel descubrí la rijosidad, con Tuyo es mi corazón, de Juan José Hoyos, caí en la ternura, en la molicie de las muchachas, en los amoríos posadolescentes. Se trata de una historia romántica, signada por el crimen y la violencia, dos aberraciones casi siempre presentes en Medallo. Sentimentalismo auténtico, a veces naíf, a veces sin mesura. El barrio. Las lomas nororientales o noroccidentales. Las calles. Las esquinas. Los patios. Los balcones. Las terrazas. Las bicicletas. Las colegialas en uniforme. La brisa de las montañas. El lirismo de Tuyo es mi corazón, nada barroco, ha perdurado en mí como una bendición y un hechizo.
Ahora bien, el mundo gira y el tiempo jamás se detiene. Con su monserga medio laureanista, repetitiva, reiterativa, casi mamerta, a Fernando Vallejo le gusta exhibirse como ácrata de derecha. Gracias a esta escoria ideológica ha levantado una imagen de polemista sin mácula, vocinglero e intrépido, algo que excita hasta monjitas de clausura. Una cosa es un autor y otra muy distinta, su obra. Para mí, las cinco novelas de El río del tiempo son excepcionales. Modestia aparte, fui uno de los primeros lectores de Fernando en Medellín, y lo recomendé con entusiasmo. Publicado a lo largo de ocho años, este quinteto disecciona sin misericordia la materia y el espíritu de Medallo, edad tras edad. La infancia feliz del narrador en Los días azules, 1985, fue también –mutatis mutandis– la infancia de otras generaciones de medellinenses, perdidos entre el amor y el olvido, más allá del abandono y más acá del martirio. EnEl fuego secreto, 1987, el narrador sale del clóset, hace visible la exuberante homosexualidad de su alma acongojada, orgullosa y hedonista. Los caminos de Roma, 1988, es la evasión de Medallo, ya casi Metrallín por culpa de mafiosos y traquetos, atascada en la letrina del chovinismo. Años de indulgencia, 1989, y Entre fantasmas, 1993, revolotean sobre lo mismo: la caducidad de los espejismos juveniles, el rechazo a la obscenidad de la vida ordinaria, el desquite, la sublimación literaria. Las novelas de Fernando me sirvieron para destetar el miedo al qué dirán y me aficionaron a escribir en primera persona, el menos sensato y complaciente de los puntos de vista de la narrativa contemporánea.
Y llegó el siglo XXI. En 2003 se editó un libro insólito y ambicioso: Angosta, de Héctor Abad Faciolince. Allí, desde otra perspectiva, aparecen las calles empinadas de los barrios populares, los diletantes sin oficio ni beneficio del centro de la ciudad, las tres castas y los tres climas de esta Metrallín inmisericorde, “sola y pura con tu gloria inhumana, avara con tu majestuosa belleza, Medellín asesina, Medellín de corazón de oro y de pan amargo”, como canta el poeta Gonzalito, Gonzaloarango en Medellín, a solas contigo, publicado en 1993. ¿Castas? ¿Climas? Los dones en Tierra Fría, lossegundones en Tierra Templada y los tercerones en Boca del Infierno. Así como Rulfo tiene a Comala y García Márquez a Macondo, Héctor inventó Angosta, su región ficticia, una imaginaria Medellín de quitapesares, malandrines y beldades, narrada a través de las experiencias del librero Jacobo Lince y del poeta Andrés Zuleta, probables o improbables alter ego del novelista. Algunos colegas se sulfuran al leer a Héctor: lo acusan de light, se enloquecen de ira por sus parrafadas pedagógicas o moralizadoras, o, más simple aún, se mueren de envidia ante sus ventas. Allá ellos. A mí, leer Angosta me permitió deshacerme de la frigidez del realismo y me clarificó que no hay nada prohibido en literatura. Es plausible, perfectamente admisible, concebir una Medellín de tres pisos, obstruida por check-points y ubicada al pie del Salto de los Desesperados, remedo o trasunto del Salto del Tequendama. Porque Medellín es y no es Angosta. Y ahí está la gracia.
¿Todo es desolación, todo es melancolía en las ficciones de Medellín? No, clarísimo que no. Con El cine era mejor que la vida, 1997-2013, Juan Diego Mejía se arriesgó a narrar lo íntimo, lo que anida debajo de la piel de los seres que habitan esta ciudad fragmentada. Es una novela escrita con las vísceras. El contraste entre las quimeras empresariales de un papá alcohólico y las fantasías de un niño que quiere huir de la pesadumbre mediante las películas que ve y ama, se vuelve imprescindible para ayudarnos a sobrentender los sobrentendidos de la vida en familia sin caer en falsedades o en procacidades. Hay dolor y hay penas, pero también hay alegrías. Y hay anhelos, esperanzas, perseverancia, laboriosidad: la fuerza o el coraje de quien no se rinde en el camino traidor, como diría cualquier corrido mexicano. ¿Para qué negarse al encanto de esta filigrana de emociones? Una calle, la carrera Ecuador, que sube desde el Parque de Bolívar hasta Manrique, es el paisaje que escogió Juan Diego para relatarnos las vicisitudes de una Medellín que no volverá, aunque todavía no se haya ido.
El pasado sigue presente. Lo que nunca se sabrá, 2011, de María Cristina Restrepo, es una novela sin parangón. No narra la ciudad de hoy, mitad metrópoli, mitad pueblo montañero. Con solvencia, reconstruye la Medellín de hace un siglo, esa aldea que aún no era ni bella villa ni ciudad de la eterna primavera ni la más educada, sino un fogón de antipatías, prejuicios y traiciones. Elegancia, agudeza, esmero, pulcritud, libertad: he ahí las huellas de Lo que nunca se sabrá. En un entramado de cavilaciones e intrigas se desenvuelven las vidas de dos mujeres irrepetibles en la novelística medellinense: Jimena Rojas, acaudalada y madura, y Amanda Arboleda, hermosa, joven y provinciana. La Medellín de 1914 era ciega y codiciosa. ¿Como la de 2016? En su poema Villa de la Candelaria dice el viejo León de Greiff, nefelibata de nefelibatas: Vano el motivo / desta prosa: / nada… / Cosas de todo día. / Sucesos / banales. / Gente necia, / local y chata y roma. / Gran tráfico / en el marco de la plaza. / Chismes. / Catolicismo. / Y una total inopia en los cerebros… / Cual / si todo / se fincara en la riqueza, / en menjurjes bursátiles / y en un mayor volumen de la panza. Nada ha cambiado, ni cambia, ni cambiará en Medellín, a excepción tal vez del “mayor volumen de la panza” que ahora, creo yo, angelito caído, se ha vuelto el “mayor volumen de las tetas”.
Para terminar, déjenme hablar de mi Trilogía de espaldas a Medellín. En 2007 se publicó I love you putamente, burla a la sicaresca paisa. En septiembre de este año, ya casi, aparecerá su secuela, Esos besos que te doy, experimento sobre el rebusque. La última de la tanda es En la punta de tu lengua, que aún estoy escribiendo, mi utopía personal e intransferible: ¡Medellín no queda en el valle de Aburrá sino el golfo de Aburrá, bendito sea Dios! Es mi homenaje a quienes, apacibles o iracundos, se atrevieron a escribir ficciones en una ciudad alérgica a la ficción.