Gauchito Gil: religiosidad y salud

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Por Manuel Fonseca

 A unos diez kilómetros de la ciudad correntina de Mercedes, sobre la Ruta Provincial número 123, se encuentra el Santuario del Gauchito Antonio Gil. Miles de personas llegan al lugar durante el año a acercar pedidos y promesas a uno de los Santos paganos más grandes del país.

La cita del 8 de Enero, aniversario de su muerte, reúne en un puñado de días una cifra monumental de personas que peregrinan bajo el calor del Litoral y dejan su ofrenda en un santuario lleno de velas, patentes de autos, plaquetas con nombres de familias clavadas en las paredes, chamamé y vino. El intendente de Mercedes, Víctor Cemborain, cifró la suma de la peregrinación del año 2016 en más de 200 mil personas.

En el documental El Ultimo Refugio, sus devotos comentan las diferentes maneras desde las cuales se vinculan con el Gauchito. La relación con el Santo es directa y sin interlocutores. Existe una complicidad más de pares entre Santo y devoto que en las instituciones eclesiásticas formales. “Yo no sé si es verdad o mentira, pero yo creo en Él y siempre me ha cumplido”, asegura un artesano, y parece encerrar todos los misterios y la fuerza de un mito que no para de crecer.

La figura de Antonio Gil, gaucho matrero, de impronta federal, desertor de la guerra contra el Paraguay y Robin Hood del gauchaje regional, es uno de los ejemplos más potentes del lugar que ocupan la religiosidad y la espiritualidad en el devenir cotidiano de argentinas y argentinos. Los pedidos son muy variados y como es de esperar la buena Salud de familia, amigos y cercanos es uno de los principales.

En relación a este proceso de expansión territorial del gaucho correntino, las estampitas y cintitas rojas son un elemento cada vez más habitual en los pasillos y las salas de hospitales de todo el país donde Antonio le disputa, quizá para algunos de manera peligrosa, algunos casilleros y lugares de referencia a santos autorizados y legitimados.

Si la Salud tiene este lugar central en la religiosidad de miles de personas, cabe preguntarse: ¿Qué lugar tiene la religiosidad en la concepción de la salud de quienes se supone deben garantizar este derecho?

En la gran mayoría de las unidades académicas donde se forman los profesionales de la salud en Argentina, así como en las diferentes unidades asistenciales de la estructura sanitaria del país, prima una concepción biologicista y tecnicista. Son los centros de reproducción del conocimiento hegemónico donde se resguardan los intereses del lucro de la enfermedad.

En ellos todo el saber y el control de la salud de las personas se encuentra en poder del médico. Es el profesional el único que puede dar respuesta a las inquietudes del paciente, en general en forma de medicamentos y estudios, dejando al usuario en un rol pasivo. Nada sabe la persona de su salud, nada sabe de su cuerpo, nada puede hacer por ello. Así, la religiosidad o la espiritualidad son vistas como una amenaza para el paciente, algunas veces demonizadas y desprestigiadas por peligrosas, las más de las veces denostadas por inútiles.

En otros ambientes pedagógicos o asistenciales se contempla la religiosidad como algo posible. Se la acepta o se hace un culto alrededor de ella, pero pocas veces se la contempla como una variable terapéutica o de comprensión más cabal de lo complejidad humana.

Cuesta encontrar políticas de Estado o investigaciones que den cuenta de estos procesos, sobre todo con una perspectiva nacional. Según una revisión del Departamento de Psicología Básica II y Procesos Cognitivos, de la Universidad Complutense de Madrid “varios metaanálisis y revisiones sistemáticas demuestran que la participación en prácticas religiosas se correlaciona con un decremento en morbilidad y mortalidad, pudiéndose afirmar, a su vez, que aquellas prácticas podrían asociarse a un aumento de hasta siete años en la expectativa de vida”.

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Hay además una tangente que atraviesa por igual a la medicina hegemónica como a las religiones más ortodoxas: la vinculación entre la enfermedad y el pecado. El adoctrinamiento de ambas estructuras opresoras que penan casi por igual al placer y las libertades personales forman parte fundamental del statu quo capitalista y patriarcal. Como lo escribe Manuel Puig en la novela Boquitas Pintadas: el cura y el médico del pueblo como dos custodios y beneficiarios del orden establecido.

Por el contrario, la religiosidad popular ofrece un escenario donde la dinámica es de por sí descontracturada y el placer, el encuentro y la alegría son características no solo posibles sino necesarias para que la cosa funcione. Es la posibilidad de bailar, fumarse unos puchos y compartir un vino mientras se reza en el altar de Antonio Gil y concebir eso como un acto saludable.

Queda entonces mucho por desandar para quienes planteen una religiosidad y una espiritualidad que no opriman y una concepción de la salud que empodere y no encorsete. La potente realidad de miles de personas organizándose con otros y con otras para viajar, ofrendar y agasajar a un mito movilizador colectivo en pos de su salud obliga a pensar que hay un cruce que hacer entre esas coordenadas. Hay en este tipo de fenómenos señales para que usuarios y trabajadores de la salud tomen nota para estar atentos a no reproducir lógicas que enferman y no resuelven los problemas de la gente.

La construcción de una salud popular, con todo lo que eso implica de lucha por conquistar derechos, de mística y de alegría, debe contemplar necesariamente los sentires y maneras de entender el mundo de las personas con quienes se desea construirla, sin miradas impostadas ni posturas hipócritas y con una fuerte vocación de humildad y apertura en las maneras de enseñar, aprender y atender mientras se piensan políticas de Estado que encaren desde una perspectiva integral todos los derechos que faltan.

Publicado en Notas
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