El habla Chapina

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Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

En marzo de 2015 comencé a publicar en el blog Trompabulario.com un trabajo en el cual llevo más de quince años de acopio de palabras, refranes y frases muy propias del habla guatemalteca; es decir del español que hablamos en Guatemala. La tarea ha sido simpática, divertida y de mucho aprendizaje para mí sobre todo porque ha sido, en buena medida, un esfuerzo por bocetar, y retratar al guatemalteco común de habla española por medio del lenguaje.

Lo que tiene de distinto mi Trompabulario Chapín con otros diccionarios, abundantes por cierto, que circularon y circulan en la actualidad es que mi labor consiste en acopiar el habla pero, en especial, esa que ha quedado impresa. Por eso, pienso, la principal riqueza de mi obra es que los ejemplos de uso han sido tomados de la enorme literatura guatemalteca, de lo publicado en revistas, periódicos y aun materiales impresos dispersos. Otra característica que tiene es que muchas de las entradas van acompañadas de ilustraciones que también he tomado de periódicos, revistas, libros y muchas que he encargado.

¿Cómo surgió el Trompabulario Chapín?

Mi niñez transcurrió en un medio portentoso para las palabras. Me fascinó escuchar cómo mi madre nombraba de una manera a las cosas y mis abuelos de otra. Me cautivó esa mini Babel. Mi asombro derivó porque era una maravilla nominar a los objetos de diversas maneras. Por eso, diríase que tuve una infancia estereofónica; por un lado escuchando un discurso en español y, por otro, uno kaqchiquel que lo subvertía. O al revés. Allí, en esa casa donde mis ojos y mi lengua alimentaron mi inocencia, convivieron, en el territorio del idioma, formas dialectales, idiolectos, ecolectos y jergas de los oficios de mis abuelos y mis tíos.

Crecí, pues, en un bosque de palabras; todas eran preciosas: matizaban las cosas con el sentir de los hablantes. Y ese discurrir de los idiomas y sus derivados, de alguna manera reproducía las añejas luchas coloniales que se libraron en los siglos XV y XVI en estas tierras que, paradójicamente, coincidirían con el Siglo de Oro español. Ese aspecto lo remarcaba el apellido Cabrera, de mi madre, que según se cuenta venía rodando desde la remota Galicia, en la pubertad de los siglos de nuestra era.

Mi mamá, desde el feudo de su vocabulario, hablaba un español que repelía lo indígena como un niño abomina una campaña de vacunación. No era un español culto pero fue suficiente para dotar de significado a las cosas. Cuando discutía con mi papá y quería cerrar el altercado, como restándole validez a sus razones, le decía: “indio tenía que ser”. Sin embargo, más que aversión a lo kaqchiquel, creo, se debió a que mi familia paterna, sobre todo mis abuelos, en un principio no le pasaron mucha chibola, precisamente, por su ladinidad. No estuvieron de acuerdo con que mi papá se casara con una ladina. Y esa pugna, eco de las primigenias que se vivieron a la llegada de los españoles a América, los hacía inflexibles.

Mis abuelos, con su kaqchiquel enraizado bajo los anacates de San Juan Sacatepéquez, hablaron un lenguaje que, a pesar de los pesares, temía contaminarse con lo que sonara a ladino; no obstante, hablaban perfectamente el castellano que, por supuesto, adaptaban a su propia sintaxis. Cuando estaban frente a mi madre conversaban en kaqchiquel como para delimitar territorios. Para mí, esa lucha sonora de los idiomas y la cultura librada entre los dos bandos fue una bendición de los hados y las hadas. Me pareció un divertido cuento en el cual los genios malos para un bando eran buenos para el otro.

Las palabras, utilizadas como armas, me asombraron. Generaron los gestos y estos, a su vez, las miradas para dar lugar a una comunicación con solemnidad de celebración litúrgica. Luego, cuando ingresé a la escuela, enfrenté mi propia batalla originada por la discriminación. Y también tuve contacto con otros idiomas mayas que me maravillaron al escucharlos; sentí algo así como lo ocurrido a los españoles al llegar a nuestro territorio al constatar, según Fuentes y Guzmán: “… la gran diversidad de lenguas que hablan (los mayas), más parecen descendientes de los que se derramaron de la torre de Babilonia…”

Además, comencé a darme cuenta de cómo el castellano que hablábamos en Guatemala, o la castilla como decían mis abuelos, “aludiendo al origen del castellano”, como dice Carlos López en Voses de Guatemala, (Pág.16), “por razones de sobrevivencia, no para transculturarse”, estaba nutrido de tantos términos y sonidos mayas; después lo constaté de manera fehaciente cuando, entre otros textos, leí el de Carlos Samayoa Chinchilla: “Antes de la conquista ibera, realizada en las primeras décadas del siglo XVI, su fragosa área [de los mayas] estuvo habitada por un abigarrado mosaico de principados y señoríos aborígenes cuyos súbditos, al mezclar sus sangres y sus lenguas con las del invasor, vetearon el habla de Castilla con vocablos autóctonos, pues, como es natural, los españoles desconocían por completo los nombres de las plantas, animales, costumbres, alimentos y manifestaciones de la fonología propios de la región; siendo curioso comprobar que buena parte de esos vocablos contienen una o dos veces las sílabas cha, che, chi, cho, chu, como cholco, chacal, chalchigüite, chichigua, chichicaste y numerosos más cuyo sonido asume el de la che francesa, pudiendo decirse lo mismo o parecido ocurre con el uso frecuente de la letra X, la cual es muy utilizada en voces de posible raíz náhuatl, como lo son: tapexco, xilote, talixte, quequexque, etcétera, característica que produce en la expresión idiomática de numerosos guatemaltecos un inconfundible ceceo que recuerda, por su prosodia y exótica cadencia, el chaj, chaj, chaj de las lenguas y dialectos propios de (…) indígenas.” (Carlos Samayoa Chinchilla, Bosquejos y Narraciones, 35-36).

En el ámbito de la familia esa confrontación étnica, en los terrenos de mi niñez, la ganó mi madre. Al hacer partido con ella, el idioma castellano fue mi carta náutica. Sin embargo, el encanto, la magia y esa visión más proclive a la naturaleza de mis abuelos paternos quedó para siempre dentro de mí. Y fue en esa época adolescente en la que otra puerta se me abrió de manera abracadábrica: el habla popular y las jergas de la más variada índole. Esa nueva forma de comunicación, al principio, me turbó hasta los cimientos por mis prejuicios religiosos de entonces; no obstante, no tardó en convertirse en una manera hermosa de subvertir ese ropaje del cascarón infantil que todavía cubría ciertas áreas de mi entendimiento.

El habla popular, entendí después, es una forma del lenguaje que se niega a que el idioma envejezca y, a la vez, lo dota de un ejercicio gimnástico que va con el ritmo de la época en la cual florece; ahí confluyen los idiolectos y ecolectos que, como arenas sueltas, nos dan testimonio personalizado de las rocas lingüísticas y sociales de las cuales devienen. Se nutre de todo lo cotidiano: insultos, sexo, piropos, graffiti, hamponería, escatología, alegrías, tristezas, extranjerismos, provincianismos, lenguaje oenegero, etc. y, fundamentalmente, de la necesidad del ser humano de ser más preciso en la comunicación; de hacerse entender mejor. Sin embargo, por paradójico que parezca, es también muy conservador y mantiene como nutrientes muchas formas arcaicas que parecieran no estar dispuestas a exilarse del idioma.

Esta característica de nuestra manera de hablar ya la hacía notar Antonio Batres Jáuregui, en su Vicios del lenguaje y provincialismos de Guatemala (Pág. 162), al decir: “El castellano que hablamos es muy anticuado, en voces, giros y pronunciación. Mucho de lo que pudiera tachársenos como provincial no lo es en realidad.”

El idioma, con ayuda del lenguaje, es una de esas maravillas que no cesa de enriquecerse. Y el lenguaje, como dijo Karl Vossler, “es creación espiritual, es reflejo del espíritu humano; no es sólo razón sino también emoción, fantasía y voluntad…” Lo que antes se tuvo como vulgar termina pontificado en formas cultas de hablar. O al revés. Sobre todo en el mundo moderno, tan lleno de novedades necesitadas de definirse con propiedad.

El castellano, antes de ser un idioma culto fue, en buena medida, latín popular que luego se nutrió con los aportes judíos y, sobre todo, árabes.

El kaqchiquel, previo a convertirse en idioma, fue una forma dialectal maya.

Podríamos decir que un idioma es lo popular en ascenso; es la rusticidad que se pule según el gusto de la época. En tal sentido, echa mano de préstamos a otras lenguas o calca semánticamente; Claudia Virginia Samayoa, en el apartado “El Chapín”, del libro La identidad: imaginación y olvidos, reconoce la influencia de otras culturas en los modos y hábitos de vida y, por supuesto, lingüística: “Durante el periodo de la Revolución liberal, la tendencia al afrancesamiento de la forma de vida del ladino capitalino fue tan marcada que aún permanecen los usos de neologismos franceses como boulevard, merengue, por su capacidad de consumir la moda, el perfume y los productos franceses”.

“La presencia de lo que se conoce como el imperialismo alemán en Guatemala introdujo costumbres como el consumo de la cerveza y la salchicha en su dieta, además del uso de nombres propios como Álvaro, Elvia, y Rodrigo”.

“Una de las influencias que mayores cambios produjo en la forma de vida del ladino capitalino es la estadounidense. El ingreso de las transnacionales a nuestro país, el proteccionismo y trato preferencial hacia los empresarios y diplomáticos norteamericanos producen un deseo de imitación en el ladino capitalino de las clases alta y media. Los medios de comunicación masiva hacen más rápida y generalizada la adopción de esos patrones culturales”.

“Los restaurantes de comidas rápidas, los neologismos anglosajones, la necesidad de una educación bilingüe, los clubes sociales, el argot estadounidense (qué heavy) y el gusto musical del ladino son muestras de estas influencias”.

“Otra influencia contemporánea de importancia es la mexicana. El mariachi, los valores de sus telenovelas, los tacos, etcétera.”

El idioma incorpora modismos, se conmueve por barbarismos, traga vulgarismos, jergas y se nutre del calibre. Por ejemplo, el préstamo flirtear (coquetear, “dar señales sin comprometerse”, de to flirt) lo tomó del inglés: “3) la mirada de flirteo de la señorita parada a la derecha del chofer, abrazando el tubo del bus como quien dice “mire lo que le espera, papito” (Julio Serrano Echeverría, en: Revista de la Universidad de San Carlos, Universidad de San Carlos de Guatemala, abril-junio, número 20, Guatemala, 2011, Pág. 51); el modismo guanaco, se aplica como gentilicio de los ciudadanos de El Salvador; la palabra “haya” fue ofrenda propicia para el barbarismo irredento y convertida en la epéntesis haiga: “—Se fue con el novio para el puerto en la creencia de que la muchacha haiga agarrado para por ái con unos sus padrinos.” (Miguel Ángel Asturias, El papa verde, 44), Carlos A. Bailón, en Tradiciones de Guatemala (No. 65, 2006, página 219), nos da este ejemplo usado por un pregonero de la lotería: “A nuestros participantes, les deseamos que haiga suerte.”

Y por impropio que parezca, durante mucho tiempo riñó con los académicos, sobre todo desde que —allá por 1726— se hizo la primera edición del Diccionario de la Real Academia Española; los académicos se constituyeron en crisol que purificaba el metal de las voces y erigieron la divisa de la Real Academia Española: “Limpia, fija y da esplendor” a la sin hueso. No obstante, ahora, tal institución, después de una limpia que se dio con manojos de siete montes y otras yerbas para espantar a las malas y anquilosadas vibras, ha recibido aires renovadores; aunque a regañadientes, se atrevió a incorporar muchos modismos de países latinoamericanos.

Ahora, al abrir las páginas de ese “amansaburros” uno se encuentra con que muchos guatemaltequismos andan en chancletas en ese palacete común de las palabras. Debo apuntar que, como dicen los lexicógrafos, muchas unidades léxicas contenidas en el habla guatemalteca y en el Trompabulario Chapín, son préstamos lingüísticos que los idiomas mayas y otros nos han concedido.

Sirvan, pues, los anteriores antecedentes para explicar mi asombro por el habla de los guatemaltecos y mi disposición a emprender la colecta de palabras, frases, dichos, refranes etc. que ahora alimentan el Trompabulario Chapín. En otra oportunidad hablaré de las características más comunes y distintivas de nuestro hablar chapín en la actualidad.

Publicado en La Hora
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