El género es Cultura

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Por Marta Lamas*

El género es el conjunto de creencias, prescripciones y atribuciones que se construyen socialmente tomando a la diferencia sexual como base. Esta construcción social funciona como una especie de «filtro» cultural con el cual se interpreta al mundo, y también como una especie de armadura con la que se constriñen las decisiones y oportunidades de las personas dependiendo de si tienen cuerpo de mujer o cuerpo de hombre. Todas las sociedades clasifican qué es “lo propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres, y desde esas ideas culturales se establecen las obligaciones sociales de cada sexo, con una serie de prohibiciones simbólicas.

La cultura es un resultado, pero también una mediación. Lo simbólico es la institución de códigos culturales que, mediante prescripciones fundamentales como las de género, reglamentan la existencia humana. La socialización y la individuación del ser humano son resultado de un proceso único: el de su humanización, o sea, de su progresiva emergencia del orden biológico y su tránsito hacia la cultura. El pensamiento simbólico constituye la raíz misma de la cultura.

Todos los seres humanos nos vemos enfrentados a un hecho idéntico en todas las sociedades: la diferencia sexual. Cada cultura realiza su propia simbolización de la diferencia entre los sexos, y engendra múltiples versiones de la dicotomía hombre/mujer. Lo característico de los seres humanos es el habla, que implica una función simbolizadora, y que es fundamental para volvernos sujetos y seres sociales. El habla posee una estructura que está fuera del control y de la conciencia del hablante individual, quien, sin embargo, hace uso de esta estructura presente en su mente. El lenguaje es un elemento fundante de la matriz cultural, o sea, de la estructura madre de significaciones en virtud de la cual nuestras experiencias se vuelven inteligibles. Con una estructura psíquica que incluye al inconsciente y mediante el lenguaje, que es universal aunque tome formas diferentes, los seres humanos simbolizamos la diferencia sexual. Esta simbolización hoy en día se denomina género. Existen múltiples simbolizaciones de esa constante biológica universal que es la diferencia sexual. O sea, existen múltiples esquemas de género.

Esta simbolización cultural de la diferencia anatómica toma forma en un conjunto de prácticas, ideas, discursos y representaciones sociales que influyen y condicionan la conducta objetiva y subjetiva de las personas en función de su sexo. Así, mediante el proceso de constitución del género, la sociedad fabrica las ideas de lo que deben ser los hombres y las mujeres. El género atribuye características «femeninas» y «masculinas» a las esferas de la vida, a actividades y conductas.

Desde la infancia vamos percibiendo las representaciones de “lo femenino” y “lo masculino” mediante el lenguaje y la materialidad de la cultura (los objetos, las imágenes, etc.). En cuanto a la información, el género antecede a la relativa a la diferencia sexual en el desarrollo cognoscitivo infantil. Entre los dos y los tres años, niñas y niños saben referirse a sí mismos en femenino o masculino, aunque no tengan una noción clara de en qué consiste la diferencia biológica. Muchos ni siquiera registran la diferencia anatómica, pero son capaces de diferenciar la ropa, los juguetes y los símbolos más evidentes de lo que es propio de los niños y de lo que es propio de las niñas.

EL ORDEN SOCIAL Y LA PERCEPCIÓN

Nacemos dentro de un tejido cultural donde ya están insertas las valoraciones y creencias sobre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres. En la forma de pensarnos, en la construcción de nuestra propia imagen, utilizamos los elementos y las categorías de género que hay en nuestra cultura. Nuestra percepción está condicionada, «filtrada», por la cultura que habitamos, por las creencias que nos han transmitido en nuestro círculo familiar y social sobre lo que les toca a las mujeres y lo que les toca a los hombres. Nuestra conciencia ya está habitada por el discurso social.

Existe gran dificultad para analizar la lógica del género inmersa en el orden social ya que la división del mundo, según Pierre Bourdieu basada en referencias a las diferencias biológicas y sobre todo a las que se refieren a la división del trabajo de procreación y reproducción, actúa como “la mejor fundada de las ilusiones colectivas». Establecidos como conjunto objetivo de referencias, los conceptos de género estructuran no sólo la percepción individual sino la organización concreta y simbólica de toda la vida social. Por eso, para Bourdieu, el orden social está tan profundamente arraigado que no requiere justificación: se impone a sí mismo como autoevidente, y es tomado como «natural» gracias al acuerdo casi perfecto que obtiene, por un lado, de estructuras sociales como la organización social de espacio y tiempo y la división sexual del trabajo, y, por otro, de las estructuras cognoscitivas inscritas en los cuerpos y en las mentes como los habitus. Los habitus son, según Bourdieu, el conjunto de relaciones históricas «depositadas» en los cuerpos individuales en la forma de esquemas mentales y corporales de percepción, apreciación y acción. Estos esquemas son de género y, a su vez, engendran género.

Además de los sexos, el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. Comprender el esquema cultural de género lleva a desentrañar la red de interrelaciones e interacciones sociales del orden simbólico vigente. En todas las culturas, la diferencia sexual aparece como el fundamento de la subordinación o de la opresión de las mujeres. El entramado de la simbolización se hace justamente a partir de lo anatómico y de lo reproductivo, y todos los aspectos económicos, sociales y políticos de la dominación masculina heterosexual se argumentan en razón del lugar distinto que ocupa cada sexo en el proceso de la reproducción sexual.

Pero las mujeres y los hombres, aunque distintos como sexos, somos iguales como seres humanos. Sólo son dos los ámbitos donde verdaderamente hay una experiencia diferente — el de la sexualidad y el de la procreación—, y pese a que éstos son ámbitos centrales de la vida, no constituyen la «totalidad» del ser humano, por ello no dan lugar a formas de ciudadanía radicalmente diferentes para ambos sexos. Sin embargo, el sexismo (la discriminación con base en el sexo de una persona) opera en todos los campos.

El género, como simbolización de la diferencia sexual, define a la mujer y al hombre como seres «complementarios», con diferencias «naturales» propias de cada quien. La base de la construcción del género se encuentra en una arcaica división sexual del trabajo, que hoy, en virtud de los adelantos científicios y tecnológicos, resulta obsoleta. Y aunque el género se ha ido construyendo y modificando a lo largo de siglos, persisten todavía distinciones socialmente aceptadas entre hombres y mujeres que tienen su origen en dicha repartición de tareas. La simbolización que se ha desarrollado en torno a tal división laboral le da fuerza y coherencia a la identidad de género.

LA DIFERENCIA SEXUAL

El cuerpo es la primera evidencia incontrovertible de la diferencia humana. Este hecho biológico es la materia básica de la cultura, y en cada sociedad la oposición hombre/mujer es clave en la trama de los procesos de significación. Durante mucho tiempo se creyó que las diferencias entre mujeres y hombres se debían a la diferencia sexual. Hoy se sabe que son el resultado de una producción histórica y cultural. La antropología ha mostrado ampliamente que la diferencia sexual entre hombres y mujeres significa cosas distintas en lugares diferentes. La posición de las mujeres, sus actividades, sus limitaciones y sus posibilidades, varían de cultura en cultura. El género ordena espacios diferenciados, tareas complementarias y actitudes distintas para cada sexo, y dificulta conceptualizar a las mujeres y los hombres como «iguales». Lo que se valora como “femenino” (lo “propio” y deseable para las mujeres), varía de acuerdo a si se trata de una cultura escandinava, latinoamericana, islámica u oriental, aunque los procesos biológicos de los cuerpos de las escandinavas, las latinoamericanas, las musulmanas y las orientales sean los mismos. Es la cultura, no la biología, la responsable de las notorias diferencias que podemos constatar entre la situación de las escandinavas, las latinoamericanas, las musulmanas y las orientales. La biología es moldeada por la intervención social y ésta por la simbolización. La diferencia sexual es sólo eso, diferencia sexual. No es diferencia intelectual ni ética. Sin duda, entre mujeres y hombres hay diferencias físicas, hormonales, procreativas, sexuales y de tamaño y fuerza. Pero son sólo eso, diferencias biológicas que no deberían traducirse en desigualdad social, política y económica.

Hoy en día, cuando las vidas de mujeres y hombres se están igualando en terrenos laborales, políticos y culturales, resulta sospechoso que las simbolizaciones derivadas de la diferencia sexual persistan y cobren tanta importancia Justamente cuando la ciencia y la tecnología han tenido un desarrollo espectacular, la diferencia relativa a la sexualidad y a la reproducción se quiere presentar como algo irreductible, casi como una “esencia” distinta de cada sexo. Si bien la diferencia sexual es la base sobre la cual se asienta una determinada distribución de papeles sociales, esta asignación no se desprende «naturalmente» de la biología, sino que requiere un trabajo de la cultura. Un ejemplo: la maternidad juega un papel importante en la asignación de tareas, pero no por tener la capacidad de parir hijos las mujeres nacen sabiendo planchar y coser.

La diferencia presente en las funciones sexuales y reproductivas no produce una esencia intelectual o ética distinta para cada sexo. Sobre la biología se construyen las ideas, pero lo que genera la discriminación no es el hecho biológico en sí, sino la manera en que a partir de ese dato biológico se adjudica un lugar social, y se definen las tareas y funciones “propias” de ese sexo; es decir, la forma en que ese hecho biológico es valorado socialmente, como ocurre en el caso de las escandinavas, latinoamericanas, musulmanas u orientales.

GÉNERO Y DISCRIMINACIÓN

El género, por definición, es una construcción histórica: lo que se considera propio de cada sexo cambia de época en época. La cruda materia del sexo y la procreación es moldeada por ese conjunto de arreglos sociales que hoy llamamos género. Así, el género se vuelve una pauta de expectativas y creencias sociales que troquela la organización de la vida colectiva y produce desigualdad respecto a la forma en que las personas responden a las acciones de hombres y mujeres. Esta pauta hace que mujeres y hombres sean los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones recíprocas, establecidas y sancionadas por el orden simbólico. Al sostenimiento de ese orden simbólico contribuyen por igual mujeres y hombres, reproduciéndose y reproduciéndolo, con papeles, tareas y prácticas que varían según el lugar o el tiempo.

El género tiene una lógica: la de la complementariedad entre mujeres y hombres. El proceso de simbolización extrapola la complementariedad reproductiva a otros aspectos de la vida.

Pero en los demás aspectos de la vida humana no existe una complementariedad como la reproductiva. Creer que hay tal complementariedad existencial entre mujeres y hombres ha servido para limitar las potencialidades de las mujeres y para coartar el desarrollo de ciertas habilidades en los hombres. Puesto que a ellos les toca realizar ciertas tareas y funciones, a ellas se les prohíben. Además, la lógica del género discrimina no sólo a las mujeres, sino también a las personas homosexuales. Una cultura que considera que mujeres y hombres son “complementarios” lo hace no sólo para la procreación sino también para el amor y el erotismo. Así, el esquema cultural que plantea la normatividad heterosexual discrimina a las parejas del mismo sexo. La homofobia es un resultado de la lógica de género. Apenas hoy en la Unión Europea se empieza a otorgar a la homosexualidad un estatuto simbólico similar al de la heterosexualidad, mientras que en otras sociedades existen graves prejuicios e ignorancia al respecto.

Ante la diversidad humana, la lógica del género es cruelmente anacrónica. Ir más allá de esta lógica de género requiere asumir el desafío de la igualdad. La discriminación de las personas en función de su sexo (o de su orientación sexual) persiste a lo largo de diferentes ámbitos sociales (de clase, de edad, étnicas). Pese a indudables avances en distintos campos (laboral, educativo, político) el problema de fondo de la desigualdad de las mujeres en relación a los hombres sigue siendo la responsabilidad de las mujeres sobre lo doméstico. Esto es parte del esquema de género con su separación privado/público, que articula las concepciones ideológicas de lo masculino y lo femenino. La contradicción entre el rol femenino tradicional – el papel de madre y ama de casa – y los nuevos roles, de ciudadana y trabajadora, no se resuelve fácilmente. Es necesario dictar leyes de igualdad, pero para lograr una verdadera «incorporación» de las mujeres a la vida pública se requiere acabar con la identificación simbólica mujer/familia. No basta ampliar el marco de acción de la mujer, que sale del estrecho espacio de la familia para ingresar al mundo del trabajo y de la actividad ciudadana: hay que alentar, incluso obligar, la participación masculina en las tareas domésticas y el cuidado humano, y también desarrollar una amplia infraestructura de servicios sociales que apoyen la atención a criaturas, personas mayores, enfermas y discapacitadas. En esto consiste precisamente el desafío político de hoy: conciliar responsabilidades laborales y familiares, tanto para las mujeres como para los hombres.

Pero la sociedad no se cambia por decreto. La sociedad se constituye, pero también se modifica, mediante los significados y valores de quienes vivimos en ella. Hay que formular modos de razonamiento y estrategias de acción para que la sociedad pueda cambiar hacia comportamientos colectivos más libres y solidarios, más democráticos y modernos. O sea, hay que transformar la lógica del género

LA IGUALDAD Y EL GÉNERO

Jean Starobinski decía que la cuestión de la igualdad tiene dos dimensiones: se trata de una interrogación filosófica relacionada con la representación que nosotros nos hacemos de la naturaleza humana y, al mismo tiempo, implica una reflexión sobre el modelo de sociedad justa que nos proponemos. En esas dos dimensiones (la filosófica y la sociopolítica) radica justamente la dificultad de alcanzar la igualdad con el reconocimiento de las diferencias.

El punto clave radica en cómo se piensa la diferencia. Se puede tratar a hombres y mujeres, a heterosexuales y a homosexuales, como «iguales» sin que sean «idénticos». Pensar la igualdad a partir de la diferencia requiere pensar la «diferencia» no como una afirmación ontológica o esencialista, como si existiera una verdad absoluta de la mujer, opuesta a la del hombre, o del heterosexual opuesta a la del homosexual, sino como una variación sobre el mismo sustrato humano.

El “dilema de la diferencia” consiste en que, en el caso de los grupos subordinados o discriminados, ignorar la diferencia deja en su lugar una neutralidad defectuosa, pero centrarse en la diferencia puede acentuar el estigma. Tanto centrarse en la diferencia como ignorarla son prácticas que corren el riesgo de recrear más diferencia. Éste es el “dilema de la diferencia”. Si asumimos el peligro de acentuar o ignorar la diferencia, entonces necesitamos una nueva forma de pensarla. En vez de permanecer dentro de los términos del discurso jurídico-político existente, un examen crítico nos permitiría comprender cómo funcionan los conceptos que construyen y constriñen significados específicos. Lo que necesitamos es articular modos de pensamiento alternativos sobre el género, que vayan más allá de simplemente revertir o confirmar las viejas jerarquías. En el debate igualdad versus diferencia es relativamente fácil caer en la trampa de elegir una de las dos opciones. Cuando igualdad y diferencia se plantean dicotómicamente, estructuran una elección imposible. Si una persona opta por la igualdad, está forzada a negar su diferencia; si opta por la diferencia, admite que la igualdad es inalcanzable. Las mujeres no podemos negar nuestra «diferencia» ni podemos renunciar a la igualdad, al menos mientras se refiera a los principios y valores de nuestro régimen político. Hay que pensar la igualdad a partir de la diferencia, sin negar la existencia de las relaciones de poder entre los sexos.

MÁS ALLÁ DEL GÉNERO

¿Cómo construir un piso común de igualdad reconociendo la diferencia sexual? En primer lugar, no hay que caer en las trampas de la igualdad, entendida como similitud y saber que tratar con igualdad a desiguales no produce igualdad; desechar la idea tramposa de que son las mujeres las que tienen que igualarse con los hombres; denunciar la contradicción demagógica que otorga gran valor a la participación ciudadana pero dificulta la participación de las mujeres al no existir opciones sociales que aligeren su labor de madres y amas de casa.

Un reto a enfrentar es el de trascender las definiciones tradicionales de qué es ser mujer y qué es ser hombre. Cada vez un número mayor de personas tiene experiencias de vida que no se ajustan a los esquemas tradicionales de género. Estas mujeres y hombres se sienten violentados en su propia identidad y subjetividad por los códigos culturales y los estereotipos de género existentes. No reconocer la multiplicidad de posiciones de sujeto y de nuevas identidades entre mujeres y hombres, reduce la complejidad de la problemática de las relaciones humanas. Requerimos ampliar nuestra comprensión: hay varias combinaciones posibles entre el cuerpo de una persona, su orientación sexual, y sus habitus de género. O sea, hay muchas maneras de ser mujer y muchas de ser hombre.

Aceptar las variadas formas de la existencia social de personas en cuerpo de mujer o en cuerpo de hombre perfila una nueva conceptualización política y ética sobre la diferencia sexual y el género. Ante ciertas prácticas, discursos y representaciones sociales que discriminan, oprimen o vulneran en función de un esquema rígido de género, hoy se alza la exigencia democrática de igualdad de trato y de oportunidades. En sociedades democráticas deben adaptarse las estructuras del Estado a una nueva formulación del género. Gracias a la posición de autoridad estatal se tendrá poder para la transformación.

Desconstruir el género es un proceso de subversión cultural. ¿Cómo pensar lo impensable? Las personas recibimos significados culturales, pero también los podemos reformular cuando las normas de género recibidas dejan de ser discriminatorias. Una resignificación igualitaria del género haría que proliferaran muchas maneras de ser mujer y de ser hombre, más allá del marco binario existente y sus rancios estereotipos. Sólo mediante la crítica y la desconstrucción de las creencias, prácticas y representaciones sociales que discriminan, oprimen o vulneran a las personas en función del género es posible reformular, simbólica y políticamente, una nueva definición de la persona. Un ser humano no debe ser discriminado por el género. El género es cultura, y la cultura se transforma con la intervención humana.

*Antropóloga mexicana especialista en teoría de género, fundadora de diversas instituciones y medios desde la década del ’70, entre los que se destaca la Revista Debate Feminista. El presente artículo fue presentado en  la VIII edición del Campus Euroamericano de Cooperación Cultural en la ciudad de Cuenca, Ecuador, en noviembre de 2012
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